Guerra de campus
Urge redoblar la proyección internacional de nuestras universidades, una proyección que hay que ganarse reclutando a más profesores extranjeros y sobre todo aumentando el número de estudiantes internacionales. Y aunque las encuestas corroboran que España es un país de enorme atractivo para estudiar, hay que encontrar ideas que continúen fortaleciéndonos.
El pasado 30 de enero se presentó en Dublín el U-Multirank. Bajo este extraño nombre que más parece de robot, se esconde el proyecto europeo de clasificación de universidades que pretende responder a las listas que anualmente elaboran la Universidad de Shanghái y la revista Times Higher Education. La enorme influencia que han adquirido los rankings de estas dos instituciones es tal que las universidades situadas en los primeros puestos concentran la atención de empresas, estudiantes y profesores en busca de prestigio. Sin embargo, más que por sus efectos, las listas de Shanghái y del Times han sido cuestionadas por los criterios utilizados, centrados casi exclusivamente en el plano de la investigación (número de premios Nobel, medallas Fields, publicaciones en revistas científicas, etc). Y también se ha criticado, claro está, su enfoque marcadamente anglosajón. Ocurre aquí algo similar a lo que sucedió cuando el crítico literario Harold Bloom publicó su controvertido Canon occidental, sobrevalorando la relevancia de los autores anglosajones o, dicho en lenguaje castizo, "barriendo para casa". De ahí la pertinencia de disponer en Europa de una herramienta que, respaldada por la Comisión, incluya en la evaluación de las universidades factores como la calidad de la docencia, la transferencia de conocimientos a la sociedad o la repercusión sobre el desarrollo.
Las primeras conclusiones del U-Multirank no se conocerán hasta 2014 por lo que aún es pronto para saber si las universidades españolas saldrán mejor paradas que en los baremos citados. Sin embargo, lo que resulta ya totalmente pertinente es defender la eficacia de nuestro sistema de educación superior. Según un reciente informe publicado por la Fundación Botín la universidad española contribuye claramente al incremento de la producción económica, puesto que cada euro invertido en ella genera más de 1,6 €. A su vez el análisis revela que, frente a prejuicios generalizados, España posee uno de los sistemas científicos más productivos, ocupando el décimo puesto mundial pese al mayor esfuerzo que aún hay que poner en la I+D, especialmente desde el sector privado. No hay más que mirar la imbricación que se da entre Silicon Valley y los centros de la costa oeste estadounidense para calibrar el alcance del vínculo universidad/empresas en términos de innovación y crecimiento. Ahora bien, las universidades españolas tampoco van a rebufo de estas tendencias, habiendo creado 750 spin-off entre 1999 y 2009, esto es, empresas de base tecnológica incubadas en centros de investigación. Por lo demás, los académicos españoles continúan despuntando en disciplinas como la medicina clínica, la ciencia de materiales, la ingeniería o la física, según demuestran sus publicaciones en las "revistas de impacto".
Con todo, es obvio que quedan muchas cosas por hacer y entre ellas urge redoblar la proyección internacional de nuestras universidades, una proyección que hay que ganarse reclutando a más profesores extranjeros y sobre todo aumentando el número de estudiantes internacionales. Es cierto que a España vienen más erasmus que a cualquier otro país europeo y que nuestra condición iberoamericana ha contribuido a elevar el volumen de estudiantes procedentes del otro lado del Atlántico, quienes ya representan el 50% del total de extranjeros. No obstante, la cifra de algo más de 55 mil universitarios internacionales queda lejos de los más de 200 mil que van a Francia, Alemania o Reino Unido. Y aunque las encuestas corroboran que España es un país de enorme atractivo para estudiar, hay que encontrar ideas que continúen fortaleciéndonos. Al menos, se me ocurren dos: seguir apoyando -en un ejercicio de mutuo provecho- el prestigio de las universidades iberoamericanas y establecer un sistema de educación superior homologable en todos los países hispanohablantes. De este modo podremos incluso crear criterios de medición propios que, sin necesidad de rebatir las clasificaciones vigentes, reconozca la importante aportación del español al conocimiento. Y fomente, de paso, el inmenso poder simbólico de nuestra cultura común.