Con un millón de personas menos en el paro que hace tres años, una reducción de 200 puntos en la prima de riesgo y un ritmo de crecimiento económico que supera el 3% desde el segundo trimestre de 2015, la imagen que proyectan los medios prolonga su tono fúnebre, cuando no apocalíptico.
Nos machacan desde hace años con el estribillo de que el problema de que la universidad española no sea excelente ni esté bien posicionada en los rankings depende de sus profesores. Dejaremos para otro día la falacia de esos listados y nos centraremos en el concepto de "excelencia" que se nos está queriendo vender.
El trabajo de un científico es algo así como construir la Sagrada Familia de Gaudí: tiene un principio pero no parece que haya final, un día a día lleno de obstáculos y desafíos y que muy de vez en cuando nos da algún triunfo. Aún así, realmente vale la pena.
España sí aparece clasificada entre las 16 primeras universidades de un sub-ranking del QS, el de las mejores ciudades universitarias, destacando Barcelona y Madrid, gracias a su amplio abanico formativo, el cual se combina con la calidad de vida de estas metrópolis.
Existe una tendencia general que, debido a la ausencia de alternativas concretas, apoya el statu quo. Es la que habla, abundando en los lugares comunes, de mantener o incrementar el número de becas, aumentar el número de profesores por alumno y reducir el precio de las matrículas para que todo el mundo pueda estudiar.
Urge redoblar la proyección internacional de nuestras universidades, una proyección que hay que ganarse reclutando a más profesores extranjeros y sobre todo aumentando el número de estudiantes internacionales. Y aunque las encuestas corroboran que España es un país de enorme atractivo para estudiar, hay que encontrar ideas que continúen fortaleciéndonos.