Criptoxenofobia
Entre las manifestaciones más estupefacientes del pensamiento políticamente correcto, en su versión patria, nos encontramos con que ser rico resulta sospechoso, que el elitismo es reprobable o que todas las culturas son iguales. Pero entre todas destaca una que a menudo pasa desapercibida: el antisemitismo secular que campa a sus anchas por nuestros lares.
Entre las manifestaciones más estupefacientes del pensamiento políticamente correcto, en su versión patria, nos encontramos con que ser rico resulta sospechoso, que el elitismo es reprobable o que todas las culturas son iguales. No obstante, entre todas ellas destaca una que -pese a que choca frontalmente con esta última afirmación- a menudo pasa desapercibida: me refiero al antisemitismo secular que campa a sus anchas por nuestros lares.
Quizá sea precisamente porque, como es bien sabido, un alto porcentaje de judíos triunfan profesionalmente y pertenecen a la élite cultural y científica global. Como recordaba hace unos años el reputado columnista del New York Times David Brooks, esta pequeña comunidad representa "el 54% de los campeones mundiales en ajedrez, el 27% de los laureados con el Premio Nobel en Física y el 31% de los galardonados en Medicina", por no detenernos en otras disciplinas. Seguramente también influya la sombra de la malhadada relación de nuestro país con el pueblo judío, que se remonta a 1492 y, en el plano oficial, tan solo se normaliza con el establecimiento de relaciones diplomáticas con Israel, formalizado en enero de 1986. Un legado que, no hace falta repetir, enlaza con el lamentable encadenamiento de diásporas que marcan la Historia judía, desde el exilio babilónico hasta los horrores de la II Guerra Mundial, mínimamente mitigado gracias a la labor de muchos diplomáticos, incluyendo españoles.
Recuperando este enfoque histórico, de carácter milenario, parece alucinante que en pleno siglo XXI pervivan los ecos de una fobia cuasi racial, más aún si reflota desde corrientes supuestamente progresistas e "intelectuales". Nunca está de más recordar que fue en el contexto de una controversia sobre la cuestión judía -el affaire Dreyfus, que salió a la luz en 1898- cuando se acuñó el concepto de "intelectual", tal y como hoy lo empleamos. Pues bien, justo en un sentido contrario -según ha demostrado el caso de los famosos y penosos tuits o el boicot contra el cantante Matisyahu en el Festival Rototom Sunsplash- perdura todavía en España un odio contra los judíos, proclamado por figuras culturales de relevancia pública y secundado, dicho sea de paso, por la extrema derecha.
Por descontado, más allá del alcance de su legitimidad, blandir la coartada de la causa palestina no sirve de excusa, dado lo burdo que resulta enmascarar el antisionismo (no digamos ya el antisemitismo) bajo la crítica a determinadas políticas israelíes, de acuerdo con el mismo esquema que por cierto opera en la mentalidad anti-yanqui. Es más, el hecho de que Israel se alce aún como la única democracia en Oriente Próximo debería hacer reflexionar a nuestros "intelectuales" sobre las implicaciones de sus palabras. A no ser, claro está, que aparte de rechazar la existencia misma del Estado de Israel tampoco acepten las reglas que conlleva vivir bajo el paradigma de un sistema político en el que priman la democracia representativa y el imperio de la ley. Pensándolo bien, tal vez aquí se halle parte del problema.