La España invisible (II)
La España progresista, democrática y plural, es de nuevo invisible. Sólo que, paradójicamente, los que ahora ignoran su existencia son los herederos de aquellos que durante siglos lucharon por implantarla: los nacionalistas periféricos y una parte de las izquierdas.
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El abrazo, de Juan Ginovés (Museo Reina Sofía, Madrid)
Pero la realidad, como advertía Valle Inclán, es más fuerte que la mala retórica. La España progresista continuó existiendo, tal vez porque, contra lo que argumentaba Menéndez Pelayo, suponía la única alternativa viable de futuro. A la muerte de Franco era evidente que la mayoría de los españoles, incluidos muchos hijos y nietos de aquellos que habían apoyado el régimen del dictador, quería crear un país completamente distinto al tradicional, una sociedad que se fundamentara en las mismas bases que habían defendido los partidarios de esa España democrática y plural que durante siglos había pugnado inútilmente por imponerse. El lema acuñado por el PSOE para las elecciones de 1982 refleja bien el espíritu de la época: por el cambio. Porque eso era, en efecto, lo que una gran mayoría de españoles deseábamos: cambiarlo todo, desde las instituciones públicas hasta los hábitos políticos y sexuales, desde los fundamentos de la educación y la cultura hasta las fórmulas del trato y la interacción en la vida diaria, desde la realidad política hasta las costumbres laborales y la forma de relacionarnos y divertirnos. Los que vivieron aquel momento saben bien a lo que me refiero. Ese fue el espíritu que propició la creación de un país nuevo, moderno, radicalmente diferente del que había existido hasta entonces. Fuimos muchos los que pensamos que la España de Tierno Galván era una digna heredera de aquella por la que habían luchado los españoles progresistas de varias generaciones, una España abierta, culta y tolerante, basada en los valores de la libertad y de la justicia social, en el respeto a la diferencia y en el derecho a la dignidad de todos los seres humanos, al margen de sus gustos, de sus tendencias y de sus convicciones.
¿Nos equivocábamos? No lo creo. Es cierto que en un determinado momento aparecieron voces que se manifestaron muy críticas con la época de la Transición y que, con esa tendencia al extremismo que nos suele caracterizar a los españoles, pretendían (y pretenden) que fue una etapa condicionada por el miedo y la necesidad de concesiones y, por tanto, esencialmente continuista. Cuando determinadas personas hablan aún hoy de España parecería escucharse de fondo un arrastrar de cadenas y un correr de cerrojos, como si el único país que ha existido y existe fuera el represivo e intransigente de la monarquía absoluta y la Inquisición, el de los conquistadores crueles, los filósofos garrulos y los frailes fanáticos e intolerantes. La España progresista, democrática y plural, es de nuevo invisible. Sólo que, paradójicamente, los que ahora ignoran su existencia son los herederos de aquellos que durante siglos lucharon por implantarla: los nacionalistas periféricos y una parte de las izquierdas. ¿Cómo explicarse que todavía hoy, después de cuarenta años de democracia, subsista esta percepción que afecta, no sólo a la realidad actual sino al concepto mismo de España? En el caso del nacionalismo vasco y catalán es evidente que, como sucedía con los conservadores, se trata de una cuestión de intereses. A la advertencia de que la única España posible es la tradicional, porque la alternativa es la destrucción y el caos, le ha sustituido el discurso de que, puesto que la única España posible es la tradicional, centralizada y opresora, está justificado destruirla. Ahora bien, en el caso de la izquierda no nacionalista, ¿a qué achacar que una parte importante de los que la representan haya asumido el viejo discurso conservador?, ¿será que, de tanto repetirse, ha terminado permeando las mentes incluso de aquellos contra los que se dirigía?
La España de hoy, obviamente, necesita cambios. Pero reconocerlo no significa en modo alguno negar lo mucho que se ha conseguido. Si la comparamos con la imagen ideal de lo que pensamos que debería ser, como esa mujer de niebla y luz que perseguía Gustavo Adolfo Bécquer en sus ensueños románticos, por supuesto que no logrará entusiasmarnos. Pero es preciso saber distinguir entre la realidad y el deseo. Porque las sociedades, sea cual sea el régimen que adopten, están compuestas por seres humanos, no por espíritus seráficos. Y la naturaleza humana, por suerte o por desgracia, lo contamina todo. Asimismo es preciso saber distinguir entre el país y sus representantes. Negar que nos encontramos frente a un país distinto del de los siglos pasados no sólo supone ignorar la realidad, sino también insultar a millones de españoles que nos hemos esforzado por crear una sociedad democrática y plural, abierta y tolerante. Que todavía queda mucho por hacer, es innegable. Pero los mecanismos para hacerlo están ahí. También es innegable que muchos de nuestros representantes nos han decepcionado. Y cuando hablo de representantes no me refiero sólo a los políticos, sino también a los jueces y a los intelectuales, a los historiadores, a los educadores, a los periodistas y a un largo etcétera. Cada cual, si es honesto, en vez de rasgarse las vestiduras, que asuma la parte de responsabilidad que le corresponde. Pero la inmensa mayoría de los que nos involucramos en el proyecto de la Transición, y hemos apoyado a lo largo de los años los cambios que se han producido en la sociedad española, no hemos actuado de mala fe ni hemos engañado a nadie, no hemos robado ni nos hemos corrompido. Condenar los resultados conseguidos por el hecho de que ciertas personas se hayan comportado de una manera criminal o irresponsable, es negar el esfuerzo de millones de españoles y, en definitiva, proceder de una manera injusta.
La España progresista ha existido y existe. Tiene un largo recorrido lleno de proyectos fracasados, pero también de representantes ilustres. ¿Necesito mencionar los nombres de Jovellanos y Sánchez Barbero, de José María Torrijos, de José Somoza, de Larra, de Capmany, de Blanco White, de Pi i Margall, de Giner de los Ríos, de Pérez Galdós, de Antonio Machado, de Ramón y Cajal, de Azaña, de García Lorca o de Luis Buñuel? La novedad ahora es que, por primera vez en la historia, también tiene un presente sólidamente establecido. En el país que hemos construido, todo el mundo tiene derecho a expresar su opinión y a ser tratado con dignidad y respeto. Lo tienen las izquierdas y lo tienen las derechas, lo tienen los extremistas y lo tienen los moderados, lo tienen los pacifistas, los ecologistas y los homosexuales, así como los que no piensan o no son como ellos, lo tienen los independentistas y los que se les oponen, así como los cristianos, los musulmanes y los judíos. Pero ese derecho no puede negarseles asimismo a los españoles que durante siglos han luchado y luchan por crear un país diferente. Reducir España a Madrid, identificándola con el centralismo y el oscurantismo de un país que hace décadas que dejó de existir, es insultar a los españoles que hemos contribuido a crear la realidad actual y que estamos orgullosos de ello, por más que reconozcamos sus defectos y sus carencias. El logro esencial tal vez radique en haber conseguido superar la dualidad de las dos Españas e iniciar una tradición (única en nuestra historia) de solucionar los problemas democráticamente, mediante el diálogo y la búsqueda de acuerdos. Ese es el gran acierto de la Transición. Los resultados pueden y deben criticarse, sin duda, porque la insatisfacción con el presente es la única garantía de mejora; pero el método, no. Lo que está en juego es la viabilidad de un proyecto por el que han luchado millones de españoles a lo largo de la historia, debiendo pagar con frecuencia un precio muy alto por ello.