Estrés democrático
Cuando en una sociedad se generalizan el sectarismo y la polarización, cuando la pluralidad se considera un problema que es necesario erradicar y la voluntad de diálogo consiste en esperar que el otro asuma mis ideas, convocar elecciones no sirve de nada. Porque no se usan como un mecanismo para aliviar tensiones, sino como un arma para golpear al adversario. Que yo sepa, ningún país dominado por extremismos de uno u otro bando, ha conseguido solucionar sus problemas mediante el voto de manera satisfactoria.
Foto: ISTOCK
Cuando se iniciaron las operaciones militares contra Saddam Hussein en el 2003, uno de los argumentos utilizados por Bush para justificar la invasión fue que el pueblo iraquí podría decidir libremente su futuro. Y, en efecto, en el tiempo transcurrido desde entonces se han producido varias elecciones, pero la situación no puede decirse que haya mejorado. Más bien lo contrario. La mayoría chiita ha aprovechado la fuerza de los números para marginar a los suníes y la guerra civil se ha extendido por todo el país. Violencia, masacres, desplazamientos de población. Lo que nos lleva a pensar que, si bien es cierto que sin elecciones no puede haber democracia, también lo es que con ellas puede no haberla. Al menos si entendemos el concepto como una forma de gobierno capaz de solucionar de manera pacífica los conflictos de convivencia que aquejan a cualquier sociedad. Si el régimen democrático funcionara siempre como en Irak, es legítimo suponer que no tendría el prestigio de que dispone ahora.
Irak no es el único país del mundo en el que la práctica democrática deja mucho que desear. El lector recordará muchos otros casos sin necesidad de que se los nombre. ¿A qué se debe que en ciertas sociedades haga aguas un sistema que funciona en otras de manera satisfactoria? Probablemente a que el término se entiende con frecuencia de manera simplista. Son muchos los que consideran que la democracia consiste sencillamente en permitir que la gente vote y en acatar la voluntad de la mayoría. No tienen en cuenta que la forma en que se ejerce el poder es tan importante como la forma de obtenerlo.
La democracia es un sistema de gobierno más complejo de lo que a primera vista parece. El voto constituye uno de sus componentes principales, pero no el único. Ni siquiera el más importante. La escritura de una Constitución es su esencia. En ese documento, consensuado entre las distintas fuerzas políticas, se especifican las bases en que se fundamenta la convivencia, la forma en que se ejerce el poder e incluso los límites de aquello sobre lo que se puede o no se puede votar. Por ejemplo, si su articulado establece que no está permitido discriminar a nadie por cuestiones de raza, religión o tendencia sexual, un gobierno que decidiera someter a referéndum alguno de esos puntos estaría incurriendo en un comportamiento antidemocrático. La creencia de que un sistema es más democrático cuanto más se vote es un error de apreciación que sólo puede explicarse por ignorancia o por la defensa de determinados intereses.
La interpretación simplista del concepto de democracia puede ocasionar a veces serios problemas. Afirmar que las decisiones dependen de la voluntad mayoritaria, sin establecer matices, puede llevar a ignorar los derechos de las minorías. Y una democracia, para funcionar bien, debe tomar en consideración los intereses de todos sus miembros. No sólo por una elemental cuestión de justicia, sino porque, de no hacerlo, estaría creando un peligroso factor de inestabilidad. El sistema democrático requiere una actitud abierta y flexible, comprender que cualquier sociedad está compuesta por un conjunto heterogéneo de individuos con distintos intereses, ideas y creencias, y que todos ellos tienen derecho a que se los respete. Cuanto más inclusiva, más estable. En esa actitud, y no en el voto indiscriminado, radica la clave de su éxito.
Pero por su mismo funcionamiento, el sistema no garantiza necesariamente que eso siempre suceda. Un hábil manejo de la demagogia y de los medios de comunicación, sobre todo en situaciones de crisis, puede ocasionar que una mayoría se deje seducir por propuestas basadas en la intolerancia y en la confrontación. La victoria de Donald Trump en las últimas elecciones presidenciales de Estados Unidos es un buen ejemplo de ello. Con un lenguaje insultante y una retórica incendiaria, ha conseguido atraer a sus posiciones a un número suficiente de votos como para hacerse con la presidencia. Su victoria se ha producido por medios democráticos, sin duda, pero si pretendiera llevar a cabo algunas de las medidas que prometió en campaña, puede preverse que el resultado de las elecciones, más que contribuir a afianzar la democracia en Estados Unidos, la someterá a fuertes tensiones.
Barack Obama y Hillary Clinton fueron muy claros en sus discursos tras saberse los resultados. Reconocían y aceptaban la victoria de Donald Trump, como no podía ser de otro modo, pero especificando que en una democracia no todo vale. El ganador de unas elecciones no tiene las manos libres para hacer lo que le venga en gana. Hay derechos que están incluidos en la Constitución y que, por tanto, son intocables: igualdad de todos frente a la ley, libertad de expresión, libertad de culto, derecho a no ser discriminado por cuestiones de raza u origen... La Constitución, no el voto mayoritario, marca los límites de lo que a un político le está permitido hacer. Los próximos años determinarán si Donald Trump está dispuesto a persistir en su actitud de hostilidad hacia ciertos grupos. Si así lo hace, pondrá a prueba la capacidad de reacción del sistema frente a un reto que cuestiona algunos de sus principios fundamentales.
¿Y en España? La aguda crisis económica que padecemos (aún sin resolver) ha producido un enorme malestar entre la población, especialmente por la manera en que se ha confrontado. Una parte importante de los españoles considera que el anterior gobierno antepuso los intereses de las grandes corporaciones a las necesidades de los débiles, inyectando enormes cantidades de dinero público para salvar a los bancos mientras aumentaban despidos y desahucios. Si a eso unimos el descubrimiento de numerosos casos de corrupción, no tiene nada de extraño que grupos de ideología radical hayan aumentado sustancialmente su apoyo y que la situación se haya polarizado. Por otra parte, la voluntad de los independentistas de sacar adelante sus planes en este contexto revuelto, ha añadido confusión al panorama político. Sobre todo porque, paradójicamente, invocan el nombre de la democracia para desobedecer la Constitución.
¿Qué conclusión podemos extraer de esto? Que la democracia no es un talismán de propiedades milagrosas, que todo depende de cómo se use. Cuando los elementos que la componen aceptan que es necesario respetar al adversario para mejorar la convivencia, el sistema les proporciona una buena herramienta para negociar, hacer concesiones y llegar a acuerdos. Pero cuando en una sociedad se generalizan el sectarismo y la polarización, cuando la pluralidad se considera un problema que es necesario erradicar y la voluntad de diálogo consiste en esperar que el otro asuma mis ideas, convocar elecciones no sirve de nada. Porque no se usan como un mecanismo para aliviar tensiones, sino como un arma para golpear al adversario. Que yo sepa, ningún país dominado por extremismos de uno u otro bando, ha conseguido solucionar sus problemas mediante el voto de manera satisfactoria.
Las democracias, por la incapacidad o el egoísmo de sus clases dirigentes, desencadenan a veces fuerzas que, si no se saben controlar, pueden acabar destruyéndolas. A eso es a lo que me refiero cuando hablo de estrés democrático. Son fuerzas producidas por la propia dinámica del sistema, pero que no pueden considerarse genuinamente democráticas. Neutralizarlas sólo es posible eliminando los factores que las han causado (el empobrecimiento, la desigualdad, las injusticias sociales, la corrupción) e impidiendo que los extremistas ocupen el centro de la escena política. Pero lo que no podemos hacer es confundir el mal funcionamiento del sistema con el sistema como tal.
En esa situación nos encontramos hoy. Si se afianza la deriva hacia la radicalización que ha empezado a insinuarse en varios países europeos y americanos, todo hace pensar que nos esperan tiempos difíciles. Las democracias en que vivimos se verán sometidas a tiranteces que pondrán a prueba la solidez de sus cimientos.