Catalunya y la plurinacionalidad
España sin Catalunya pierde el 18% de su población, el 20% de su PIB y un bagaje cultural de gran valor además de importantes consecuencias geopolíticas. Pero Catalunya sin España puede terminar en una mayor encrucijada. Es decir, asumiendo contingentes, costes arancelarios, fuera del marco de libre circulación de personas, bienes, capitales y servicios, y con la asunción de nuevos gastos en Defensa o en representación para el exterior, nada desdeñables.
El resultado electoral del pasado domingo en Catalunya no hace sino redundar en una realidad consabida por todos, y que estriba en la complejidad de la plurinacionalidad de España. España como nación jurídica y nación política que, más allá del españolismo, integra tres nacionalismos culturales de cariz sub-estatal como el gallego, el vasco y el referido catalán.
El conflicto con los nacionalismos culturales no es nuevo, así como tampoco es ajeno a la realidad de otros países europeos, vecinos de la Unión. Basta con ver Escocia en Reino Unido, Flandes en Bélgica o Bavaria en Alemania. Tampoco para España. Basta recordar el Estatuto Catatán de 1932, que tantas controversias generó entre Manuel Azaña y Ortega y Gasset, y cuya principal finalidad era la de armonizar las reivindicaciones catalanas sin que ello supusiera fractura alguna dentro del Estado español.
Lo cierto es que la superación de esta controversia es una cuestión irresoluta de la democracia española. El fascismo, bajo su impronta nacional-católica, trató de invisibilizar el plurinacionalismo por medio de una tabula rasa, homogeneizadora, con dosis de un nacionalismo español tan simplista como rancio que incluso, hoy en día, persiste en algunos escenarios.
Sin embargo, y dadas las circunstancias, sorprende que existan posiciones en el Partido Popular que continúen entendiendo que el problema con Catalunya no existe. Invisibilizado el problema, innecesaria la solución. Y a lo sumo, como se puede interpretar de la posición de Ciudadanos, al más puro estilo lampedusiano, que algo cambie para que nada cambie.
Igualmente, el rupturismo termina erigido sobre la base de dos discursos políticos que, en inicio, debieran entenderse como irreconciliables, tal y como resulta del binomio Esquerra Republica de Catalunya-Artur Mas. Un Artur Mas que, en la anterior evocación a la II República encarnaría el papel de Francesc Macià o Lluís Companys, cuando a pesar de los esfuerzos de la Segunda República por buscar formas integradoras, obtenían rédito del oportunismo político para proclamar el Estat Català, tal y como sucedería tras los incidentes de octubre del 34 o con motivo del golpe de Estado fascista del 36.
En cualquier caso rupturismo o continuismo terminan siendo dos opciones mutuamente desfavorables. Es decir, España sin Catalunya pierde el 18% de su población, el 20% de su PIB y un bagaje cultural de gran valor además de importantes consecuencias geopolíticas. Pero Catalunya sin España puede terminar en una mayor encrucijada. Es decir, asumiendo contingentes, costes arancelarios, fuera del marco de libre circulación de personas, bienes, capitales y servicios, y con la asunción de nuevos gastos en Defensa o en representación para el exterior, nada desdeñables.
Si se mantiene la racionalidad de una solución mutuamente favorable, entonces los escenarios son los menos populares, en el sentido en el que las opciones schmittianas amigo-enemigo terminan por invisibilizar las vías intermedias que, en este tipo de conflictos, terminan siendo las más satisfactorias. Es decir, Partido Socialista o Podemos, o su coalición Catalunya Sí Que es Pot, son las únicas que de manera propositiva podrían albergar vías intermedias frente al independentismo y el continuismo. El problema está en que el PSOE, cuando ha gobernado, nunca ha adelantado las fórmulas de federalización que proclama cuando se encuentra en la oposición. Y Podemos tampoco es que haya obtenido unos resultados esperanzadores en Catalunya. Al menos, estos dos entienden que el punto de partida es que no se puede tratar igual lo que resulta diferente.
Sin duda, llegados a este punto de relativa ingobernabilidad, la opción pasa porque en las próximas elecciones la cuestión catalana la afronte un Gobierno central progresista, desde una fórmula PSOE/Podemos, con la voluntad política que nunca ha tenido el Partido Popular, obcecado en un cumplimiento tautológico de la legalidad. Es decir, por medio del diálogo, sobre la base de intercambios cooperativos y, de paso, escuchando unas reivindicaciones que, perfectamente, podían incorporarse al resto de nacionalismos culturales. Todo, a efectos de armonizar una realidad mucho más compleja que la que el ordenamiento jurídico y la Constitución española se han obcecado en interpretar.