Sociedad 'low cost', política 'low cost'
Si creíamos que la competencia por la calidad era dura, la que existe por la supervivencia en lo mío es más barato es feroz. Es una continua subasta a ver quién puede producir y trabajar por menos. La política low cost también competir mostrando la más absoluta fidelidad.
La lógica del low cost se nos ha colado hasta los tuétanos. En el principio, solo era el campo del consumo el afectado. Especialmente el consumo ocioso, de bienes ociosos o del propio ocio. Era la de poder acceder a ciertos derroches con la casi exclusiva justificación de un precio irresistible, especialmente comparado con los precios que se barajaban antes. Rápidamente nos dimos cuenta de que lo que se adquiría no era igual; pero era más barato. Igual que no eran comparables en precio, tampoco eran comparables en calidad: no había asientos asignados en el avión, ni se podía llevar equipaje a un aeropuerto que casi estaba más cerca del punto de partida que del destino deseado; la ropa descomponía su pretencioso diseño moderno con el soplo del aire... En general, era la oportunidad para entrar en la segunda modernidad del consumo para muchas capas sociales y, en general, todos nos acostumbramos a buscar lo más barato. No era igual, pero nos servía. Las empresas que producían más calidad, se nos fueron marchando entre las manos, ante su falta de competencia en precios: Iberia, Fagor, etc.
Una sociedad que permanece impasible ante la pérdida de derechos que han costado varios lustros conquistar, como ha ocurrido con la reforma laboral, tiene mucho de sociedad conformista, que está dispuesta a bajar su precio, sus condiciones de vida. No se trata de que determinados bienes aumenten su coste y que tal vez sea más difícil conseguirlos. No. Es asumir que se vivirá peor y con mucho menos: menos educación, menos solidaridad, menos sanidad, menos de todo, pues todo baja.
Todo baja tanto que empezamos a interesar a los inversores extranjeros, como baratilla que llama la atención por lo bajo de su precio, y no por su valor. Invierten aquí porque, al fin y al cabo, es barato; pero no porque estén interesados en hacer algo con nosotros. Tal vez luego se den cuenta de que no saben qué hacer con lo que han comprado, como cuando tenemos algo por el solo hecho de haber sido adquirido a fuerza de impulsos. No por lo que valemos. Los que valen empiezan a irse fuera, para evitar ser impregnados de este mercado de baratijas sin función.
Nuestras empresas seguirán compitiendo gracias a los bajos costes; pero no por calidad de sus productos o servicios, en función de una previa inversión. Es decir, como siempre. ¿Cuánto invirtieron las empresas en investigación y desarrollo durante la época de vacas gordas? Muy poco. Muy por debajo de las cifras presentadas por los países avanzados. Mucho menos que lo invertido por las administraciones públicas. ¿Para qué? Lo suyo ha sido, es y será el contratar barato a los trabajadores, apenas darles cualificación y extender al máximo los beneficios inmediatos. También se trata de inversiones low cost.
Salarios más bajos, pensiones más bajas, becas más bajas e incluso precios más bajos. Todo, lo malo y lo bueno, parece ir en el mismo sentido. A convertirse en un país de precios bajos. Es esa la publicidad que rebosa en nuestros buzones y el tipo de comercio que crece. Se hunden las pedantes boutiques y se abren cadenas de todo a un euro en todos los campos: textil, alimentación, artículos de la casa, etc. La mercancía barata desplaza a la mercancía más cara. Mientras, el lujo está en otra parte, muy lejana.
La política, nuestra política de la que tanto nos quejamos en las encuestas, no hace sino integrarse en el curso general que llevan las cosas. Antes los políticos eran la fuente de la opinión pública. Hacer política era saltar al terreno de la formación de opinión. Tal vez sea un mito; pero es lo que nos cuentan desde Rousseau a Habermas. Se entraba en el juego político porque se tenía una opinión que se quería extender. Para extenderla, era necesario el acceso al poder. Es decir, la opinión era el fin y el acceso al poder el instrumento. Tal vez demasiado idílico desde nuestra actualidad porque nuestra política también es de low cost.
Baste un botón reciente como muestra. Día 13 de noviembre. Radio Madrid, de la Cadena Ser. Siete y media de la tarde, con un programa especializado en Madrid, con un debate entre un político del PSOE y otro del PP. Ante la manifestación de alguno de los presentes en la emisora, en la que se señalaba que la alcaldesa de Madrid estaba recibiendo también críticas de su propio partido por la ineficaz gestión del conflicto entre empresas concesionarias del servicio de limpieza y sus trabajadores, el señor Granados, del Partido Popular, dice: "Para empezar, los que dicen ser compañeros de partido de Ana Botella y la critican son de todo, menos compañeros". Estupefacto. La propia declaración niega el valor a cualquier declaración. Dentro de los partidos políticos no cabe opinión alguna distinta de la de apoyar al partido y el resto de sus componentes. Lo primero es la fidelidad al partido y después la opinión. Lo primero es el poder y la obtención o conservación de cargos. Cualquier cosa por estar ahí. La propia opinión también se vende por poco. Por muy poco. Políticos que les salen muy baratos a los partidos. Políticos de bajo coste en una relación de bajo coste: el partido deja hacer al político lo que quiera, con tal de que sea fiel y nada crítico con las líneas marcas; el político asume todo lo que haga el partido con tal de que le mantenga en los cargos.
Nuestra sociedad low cost, con nuestra política low cost, tiene el peligro de que deje de ser comparada con las sociedades de calidad, en las que pueden percibirse condiciones de vida de calidad. Pasará a ser comparada con otras sociedades low cost. Y si creíamos que la competencia por la calidad era dura, la que existe por la supervivencia en lo mío es más barato es feroz. Es una continua subasta a ver quién puede producir y trabajar por menos. Hasta llegar a que se trabaje por casi nada. La política low cost también es esto: competir con los compañeros de partido mostrando la más absoluta e incondicional fidelidad, en lugar de proponer ideas o políticas. En lugar de opinar.