El mapamundi del miedo y el odio
Estaba en El Salvador, ese país que forma parte de una de las regiones más desconocidas del planeta, cuando disputaban México y Chile los cuartos de final de la Copa América. Los chilenos vencieron 7-0, humillando a la selección mexicana, y los salvadoreños lo celebraron con regocijo y euforia: "Nos tratan muy mal allá y los mexicanos son muy prepotentes con nosotros", explicaban los salvadoreños.
Estaba en El Salvador, ese país que forma parte de una de las regiones más desconocidas del planeta que se llama Centroamérica y está enclavada mediáticamente, para que muchos la sitúen, entre Pablo Escobar, Maduro, Fidel Castro y El Chapo, cuando disputaban México y Chile los cuartos de final de la Copa América.
Los chilenos vencieron 7-0, humillando a la selección mexicana, y los salvadoreños lo celebraron muy mayoritariamente con regocijo y euforia: "Nos tratan muy mal allá y los mexicanos son muy prepotentes con nosotros", explicaban los salvadoreños.
De hecho, una pareja a la que las maras han asesinado a su hijo de 14 años, me decía que volvería a intentar por segunda vez el cruce a los Estados Unidos pero que, "en cuanto ven en México que tienes el pelo parado y eres bajito van a por ti". A ellos los detuvieron entonces en Tuxtla, Chiapas, en los tiempos, me explicaba él, "en los que no era tan peligroso e inhumano intentarlo". ¿Y ahora? "Lo intentaremos de nuevo, aunque da mucho miedo saber lo que puede pasar con los coyotes, las violaciones... pero no tenemos nada que perder".
La dramática lista de hombres, mujeres y niños, e inmigrantes ilegales que pierden la vida en ese trayecto no tiene números oficiales, pero en 2014 se estimó "entre 70.000 y 120.000 los desaparecidos centroamericanos en México en los últimos años", según datos de la caravana "Liberando la Esperanza".
Hace unos meses escribía una historia sobre el drama de los inmigrantes cubanos que parten a pie desde Ecuador camino de Estados Unidos. Los isleños vuelan a Ecuador, el único país americano que no les exige visado, y desde allí emprenden un largo viaje a pie que pasa por Colombia, Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras, Guatemala, México y, los que tienen suerte y no les han matado, secuestrado o robado todas sus pertenencias, llegan hasta el paraíso yanqui.
La mejor manera que encuentro para describir el horror del viaje es la que me contó un cubano que hizo toda la ruta sobre la regla obligatoria a cumplir por sus compatriotas: "No hay que hablar nunca para que no descubran que eres cubano".
En México, lo escribí en otro post acá hace poco, hay una frase que dice "pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos". Los mexicanos se sienten maltratados por los gringos. Los detestan con el mismo fervor o necesidad con el que les gusta cruzar la frontera para ir de compras a sus centros comerciales o a trabajar legal o ilegalmente a sus campos.
El racista Donald Trump ha despertado todos los odios de buena parte de un pueblo que ejerce de hermano pobre y se siente abusado por sus ricos vecinos del norte. Los mexicanos se sienten tan legítimamente maltratados por los gringos como los salvadoreños se sienten por los mexicanos y los cubanos por los colombianos, centroamericanos y mexicanos.
Hace algo más de dos años salí en coche desde Madrid con dos amigos portugueses, fuimos hasta la frontera turco-siria, donde se escuchaba tronar los morteros, subimos el vehículo a un carguero en Iskenderun, llegamos a Egipto y bajamos toda África hasta su punto más al sur, Cape Agulhas, en Sudáfrica.
Haré un mapa de recelos, y en ocasiones odios, de aquel viaje. Yo iba con dos buenos amigos lusos donde hay un dicho que dice que "de España ni buen viento ni buen casamiento". Llegamos a Francia, donde los españoles sentimos los mismos complejos de vecino pobre y maltrato que los portugueses. Entre Croacia y Bosnia no hace falta explicar mucho que no sea leer un libro de historia reciente y contener el llanto.
En Grecia unos policías bastante encabronados y violentos nos pararon y recriminaron que "lleváramos una pegatina de un país de ladrones y criminales como Macedonia" (colocábamos en el coche la pegatina de cada país que atravesábamos y observaron el emblema de sus vecinos).
En Turquía asistí al duro espectáculo de un campo de refugiados y a decenas de coches de sirios, con bolsas atadas al techo y la tristeza de saber que metieron allí los restos de una vida, que no eran especialmente bien recibidos por sus vecinos.
En Egipto, con el golpe de estado reciente, se devoraban sin necesidad de buscar enemigos fuera de sus fronteras porque han construido todas ya dentro, y en Etiopía me dijeron que estaban orgullosos de haber expulsado a los sudaneses y que no les agradaban los egipcios porque les robaban sus aguas del Nilo.
También recuerdo que entonces llegaban vuelos de repatriados desde Arabia Saudí bajo un escándalo por las denuncias de las aberrantes condiciones de esclavitud con las que trataban los saudíes a sus criados etíopes. Algunos venían sin manos por el castigo de sus amos.
En Kenia, en el norte, nos dijeron nada más entrar que tuviéramos mucho cuidado con las bandas de maleantes etíopes que se meten en su territorio a robar ganado y en Marsabit, localidad también del norte keniano, nos especificaron que intentáramos no cruzarnos con los terroristas de los somalíes, "gente mala y peligrosa", especificaron.
Luego ya en Tanzania, en un hotelito en Morogoro, en el centro del país, me decían que los kenianos eran prepotentes y poco fiables; y en Malaui, cerca de la frontera con Mozambique, decían que tuviéramos cuidado al cruzar la frontera que sólo había ladrones al otro lado.
Lo más duro, en todo caso, se vivía en Sudáfrica, el gran país del África negra, en el que la xenofobia ha llevado a diversos disturbios multitudinarios en los barrios más pobres donde queman casas y negocios de inmigrantes que en ocasiones mueren apelados por turbas.
Especialmente maltratados eran los zimbabuenses, con los que traté mucho cuando residí dos años en Ciudad del Cabo, y que detestaban a los sudafricanos: "Nos tratan fatal porque estamos mejor preparados que ellos y les quitamos el trabajo", me contaban. "Este es un país de locos donde todos odian a todos", me resumía en una ocasión un taxista de El Congo.
Sólo por poner algunos ejemplos más con los que darle la vuelta al globo, cuando viajé por el sudeste asiático comprendí que los camboyanos, birmanos y laosianos recelaban de los tailandeses y todos, como pasa con Estados Unidos en el resto de América, me pareció que empezaban a tener como enemigo común a los chinos y sus "prepotentes" comerciantes.
Tras todos esos viajes y esos años viviendo fuera de casa en diversos lugares, en los que a propósito nunca he tenido un problema y siempre he encontrado gente dispuesta a ayudarme, comprendí, quizá esté equivocado, que había un denominador común en casi todos esos miedos y odios: el dinero y la obsesión por defender el bienestar de la manada.
Mi sensación es que salvo ejemplos en los que la religión era un factor determinante, todos aquellos problemas encubiertos de nacionalismos tenían que ver con la economía y las vallas que levantan los más ricos para defenderse de los más pobres. Entonces llegó el brexit y terminó por explicarlo todo.