Fabra, Welles y la amistad

Fabra, Welles y la amistad

Welles habla de Italia y no de España, y desde luego Ripollés no es Miguel Ángel, e hilando fino, el reloj de cuco es típico de Baviera y no de Suiza, pero a veces la mentira del gran arte es mucho más elocuente que la verdad de la buena.

El pasado 17 de julio El Huffington Post dio una de esas noticias que le dan a uno que pensar: por fin un avión aterrizó en el aeropuerto de Castellón. No lo hizo sin embargo sobre la pista de aterrizaje construida a tal efecto, sino sobre un mamotreto llamado El hombre avión, obra del artista Juan Ripollés en honor a su amiguete Carlos Fabra, la cabeza pensante de la que salió la brillante idea del aeropuerto y padre de la diputada Andrea Fabra, muy celebrada últimamente en las redes sociales.

La cabeza en cuestión me hizo pensar en otra escultura, de dimensiones mucho más modestas y que se encuentra en Neuchâtel, Suiza, cerca de la plaza de la estación. Hace poco más de un año yo vivía aun por ahí y cuando iba de camino a la estación (allí no tienen aeropuerto) me cruzaba con el busto de un señor elegante y de contundente bigote decimonónico, siglo en el que según la inscripción grabada bajo la estatua había vivido la mayor parte de su existencia el simpático caballero. Si me permito el epíteto simpático para referirme a esta persona de la que lo ignoro casi todo es porque la inscripción iba acompañada de la rúbrica Ses amis, es decir, de sus amigos. Y ojo, si el busto lo sufragaron de su bolsillo sus amigos después de que el homenajeado hubiese muerto, cabe esperar razonablemente que se tratara de auténticos amigos y no de amiguetes.

 

Estatua de Robert Comtesse en Neuchâtel, Suiza. Foto: IGNACIO OLIVERAS.

Después de pasar junto a la estatua unas cuantas veces, anoté el nombre en la inscripción: Robert Comtesse, e hice la correspondiente búsqueda en Wikipedia con la vana esperanza de que se tratara de algún escritor de talento cuya fama apenas había traspasado la frontera del cantón, posibilidad nada descabellada dado que los suizos son naturalmente modestos. Me quedé un pelín decepcionado por lo tanto al constatar que se trataba de un político, y además de derechas como casi todos en aquel país. No se trataba de un oscuro político local, sino de todo un consejero federal -nuestro referente más próximo sería un ministro- que durante más de doce años ocupó carteras como interior o finanzas y al que se considera uno de los arquitectos del Banco Central Suizo.

El contraste entre una y otra estatua me dio que pensar, como no, en la enorme distancia que nos separa de Suiza, y en que esta distancia no es geográfica, ya que Barcelona está más lejos de A Coruña que de Neuchâtel. Orson Welles, un enamorado de España -hasta el punto que sus restos reposan en el fondo de un pozo de la finca del torero Antonio Ordóñez- lo expuso mejor que nadie en la famosa escena de la noria de El tercer hombre. En ella, el personaje interpretado por Joseph Cotten, un honesto escritor de novelas de cowboys baratas, se desplaza a la Viena de la posguerra tras aprender la noticia de la muerte de su mejor amigo de la infancia. Una vez allí, para su gran asombro constata que su amigo Harry, interpretado por Orson Welles, no solamente ha fingido su muerte sino que además se ha convertido en un corrupto contrabandista de penicilina adulterada aprovechando la escasez de la posguerra. He encontrado en You Tube la escena completa; los impacientes pueden pasar de largo los cinco primeros minutos para ir directos al diálogo que refiero pero recomiendo ver la secuencia completa. Claro está, dirán algunos, aunque los Borgia eran valencianos Welles habla de Italia y no de España, y desde luego Ripollés no es Miguel Ángel, e hilando fino, el reloj de cuco es típico de Baviera y no de Suiza, pero a veces la mentira del gran arte es mucho más elocuente que la verdad de la buena.

En Suiza los políticos a menudo no cobran, sobretodo a nivel local. Lo mismo ocurre con muchos cuerpos de bomberos, formados casi exclusivamente por voluntarios. Los políticos allí tienen casi sin excepción un pasado profesional destacado, que cuando dejan la política retoman por regla general, o compaginan su profesión con la política si no hay incompatibilidades y su agenda se lo permite. Es decir, a menudo el teniente de alcalde de un pueblo es al mismo tiempo maestro en el instituto local o el farmacéutico del pueblo. Aunque sé que en muchos pueblos de España se viven situaciones de este tipo, eran hasta hoy demasiados los alcaldes que cobran más que un ministro como explicaba José Antich en un reciente editorial de La Vanguardia.

De todas formas, lo que es realmente indignante, no nos equivoquemos, no es que un ministro cobre casi 70.000 euros. En Suiza, un país con menos de la sexta parte de la población española un consejero federal cobra casi cinco veces esa suma. Tampoco nos deberíamos llevar las manos a la cabeza por los 300.000 euros de la estatua de Ripollés, o nos arriesgamos a que los árboles nos impidan ver el bosque. Lo realmente indignante es que se gasten más de 150 millones en un aeropuerto que seguramente se enmarca en una turbia operación urbanística y que los responsables del desaguisado sean reelegidos sistemáticamente. No creo que sea el caso, pero a veces uno no puede evitar pensar que tenemos exactamente lo que nos merecemos.