Amberes y el león belga

Amberes y el león belga

Durante los últimos tres meses he estado viajando a Amberes todas las semanas por motivos de trabajo. El hotel en el que me he hospedado casi todo este tiempo se encuentra en la Astridplein, una de las principales plazas de la ciudad en la que se encuentra el zoo y la Estación Central.

Durante los últimos tres meses he estado viajando a Amberes todas las semanas por motivos de trabajo. El hotel en el que me he hospedado casi todo este tiempo se encuentra en la Astridplein, una de las principales plazas de la ciudad en la que se encuentra el zoo y la Estación Central.

Es justamente ahí, en la sala de espera de la estación, aún hoy presidida por el lema L'union et la force en donde el gran escritor alemán W. G. Sebald situó el comienzo de Austerlitz, la que lamentablemente sería su última novela, ya que falleció poco después de publicarla en 2001 a causa de una rotura de aneurisma, como si de uno de los personajes de su admirado Borges se tratara.

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Foto: IO.

El narrador de la novela, cabe suponer que un trasunto del propio Sebald, se dirige a la estación después de rondar la cercana Pelikaanstraat y de visitar el zoo, y en la sala de espera observa a un pasajero que en vez de mirar con indiferencia al vacío observa todo lo que le rodea con visible interés mientras toma fotografías con una vieja Ensign de fuelle. Se trata de Jacques Austerlitz, un historiador del arte de una erudición enciclopédica que está realizando un estudio sobre las grandes estaciones de ferrocarril europeas y con quien Sebald se reencontrará, de forma más o menos casual en las estaciones de ciudades como Lucerna, Londres o París.

Cualquiera que haya viajado por Europa con un pase InterRail habrá probablemente experimentado estos reencuentros en estaciones, que a menudo se tiende a pensar, ingenuamente, que son grandes casualidades: dos personas que nunca o apenas se cruzan y que sin embargo se reencuentran a menudo en una estación, o un aeropuerto, en el que apenas pasan unos instantes cada cierto tiempo. Dos trayectorias divergentes tienden sin embargo a confluir en sólo un punto, que en el caso de los viajeros suelen ser maravillosas estaciones como las que Austerlitz estudia con tanto detalle.

Austerlitz, un personaje desarraigado y trágico del que la novela nos desvelará poco a poco la historia, está doblemente interesado por la ciudad porque además de una imponente estación Amberes fue una famosa fortaleza, otro objeto de sus investigaciones como historiador. Austerlitz le explica al narrador que las fortalezas vivieron su época dorada durante los siglos XVII y XVIII, en los que se escribieron incontables tratados especializados sobre la forma que las ciudades fortificadas debían tener, llegándose a cierto consenso sobre que el dodecágono en forma de estrella y con fosos delanteros, como el ideado por el ingeniero militar francés Vauban en Saarlouis era la forma ideal para lograr las ciudades más seguras al asalto de los enemigos.

Vista con perspectiva, la abundante literatura sobre fortificaciones de la época que se apoyaba en el aparejo trigonométrico más fantástico se nos antoja como la elaboración de mentes paranoides y que además no cumplía con su finalidad, ya que se daba la paradoja que las ciudades mejor fortificadas eran las que despertaban mayor interés en el enemigo, que después de batirse con los ejércitos locales en otro punto de su elección solían acabar entrando en la ciudad por el punto débil decisivo, es decir, por la puerta.

Eso, o peor aún, los avances de la artillería reducían a la mayor inutilidad la fortificación. Fue éste el caso de Amberes, cuya ciudadela, construida por el italiano Pacciolo, quedó completamente destruida en 1830 por los gigantescos morteros inventados por el coronel francés Paihans durante la Revolución belga. Hoy en día puede parecer sorprendente, pero Bélgica, otrora conocida como los Países Bajos Españoles, se batió el cobre por su independencia no de España, sino de Holanda, y el sitio de Amberes por parte de los rebeldes apoyados por Francia fue único durante bastantes años en la historia de la guerra por su inusitada violencia. El puerto de Amberes, hasta entonces el de mayor tráfico de Europa, tardó bastantes años en recuperar los niveles de actividad previos a la independencia.

Tras la misma, Bélgica se declaró neutral y fue reconocida por las grandes potencias, que hasta la invasión alemana de agosto de 1914 respetaron durante casi un siglo su integridad territorial (lo que se considera uno de los mayores logros diplomáticos de la historia). 100 años después, el independentismo de Flandes es la gran cuestión que agita al león belga. La N-VA, una nueva fuerza liderada por Bart de Wever, alcalde de Amberes, es hoy la primera fuerza del país, robándole votos al Vlaams Belang, un partido claramente separatista y xenófobo y que durante muchos años fue el más votado en Amberes.

El partido del Sinjoor de Wever no es claramente xenófobo y separatista, lo es sólo veladamente, de ahí que sea más pasable para la mayoría de paladares. Ante el auge de la N-VA, El País tituló hace poco que Flandes renuncia a la independencia, lo que es discutible: la estrategia de la N-VA es vaciar a Bélgica de competencias, conviertiéndola en una confederación en la que se comparta sólo la capital y la corona.

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Foto: IO.

Concluyo mi periplo en Amberes visitando el zoo, uno de los más antiguos de Europa y en cuya entrada un mural presenta un tigre luchando con una serpiente bajo el epígrafe Jardin Zoologique, testimonio de un proceso de afrancesamiento frustrado aquí, a diferencia de lo ocurrido en Bruselas. Si a Sebald los animales del zoo le recordaban a grandes pensadores, a mí me hacen pensar en los habitantes de Ceuta y Melilla, rodeados como aquellos por altas vallas. Aunque supongo que ceutíes y melillenses se sentirán más identificados con los habitantes del Amberes amurallado previo a 1830.

Y en cuánto al tigre enredado en la serpiente, me pregunto si Sebald hubiera visto una proyección del león belga o del león de la bandera flamenca. De lo que no me cabe duda es de que hubiera sabido llenar la imagen de significado, fuera éste el real o el metafórico.