Discurso de odio: nueva estrategia para tapar viejos crímenes
Guatemala tuvo un conflicto armado interno que duró 36 años y culminó con la firma de la paz en diciembre de 1996. No solamente fue armado, sino también ideológico, a través de la Doctrina de Seguridad Nacional, que incluía una serie de argucias jurídicas, como el hecho de no reconocer la beligerancia de las partes en conflicto.
Guatemala tuvo un conflicto armado interno que duró 36 años y culminó con la firma de la paz en diciembre de 1996. Dicho conflicto, no solamente fue armado, sino también ideológico, a través de la Doctrina de Seguridad Nacional, que incluía una serie de argucias jurídicas, como el hecho de no reconocer la beligerancia de las partes en conflicto.
Una consecuencia de dicho posicionamiento político fue la ejecución extrajudicial de mi hermana, Myrna Mack, el 11 de septiembre de 1990. Fue por la publicación de su investigación académica sobre los desplazados internos, en la que recomendaba, por razones humanitarias, que la Cruz Roja Internacional interviniera, ya que alcanzaban más del 20% de la población guatemalteca. El entonces presidente, Vinicio Cerezo, se vio obligado a retirar la solicitud ante la Cruz Roja, ya que eso conllevaba la admisión de la beligerancia de una de las partes.
Los remanentes de dinámicas y prácticas que caracterizaron el conflicto armado interno (particularmente aquellas que volcaron el aparato estatal hacia comportamientos perversos propios de la política contrainsurgente), la aparición de nuevas amenazas y problemáticas, así como la transformación de las de antaño, son elementos que definen en buena medida el contexto del posconflicto por el que atraviesa el país. Una manifestación de esta conjugación de factores -históricos y recientes- es el fenómeno de la violencia política.
Durante el conflicto, este recurso se utilizó de manera masiva con el afán de perpetrar y perpetuar el control político y social desde el aparato estatal. Así surgió un conjunto de estructuras del Estado que se encargaron de poner en marcha operativos de esta naturaleza. El control sobre la población implicó la comisión de numerosas violaciones de los derechos humanos y dio pauta a la creación, en el seno del propio Estado, de poderosas redes de corrupción y del crimen organizado que han gozado de cierta protección, además de las estructuras criminales que se habían configurado durante las hostilidades.
Esta práctica fue asumida, aún antes de la firma de la paz, por redes clandestinas, que han logrado penetrar el aparato estatal y construir espacios ocultos desde donde realizan operaciones de Inteligencia, actos de intrusión en la vida privada de sujetos de interés, y otras tareas similares a las de la época contrainsurgente.
Con el tiempo, estos grupos han proliferado y han ampliado sus actividades y sus servicios, al punto de que, en la actualidad, responden a poderes fácticos que van más allá del Estado, y no necesariamente dependen de los que surgieron en el marco del conflicto. En algunos casos trabajan para grupos radicales del poder tradicional.
En 2011, la Fiscal General de Guatemala de ese entonces, Claudia Paz y Paz, creó la Fiscalía de Derechos Humanos, eliminando la política institucional de no investigar estos crímenes y dando impulso a los casos sobre violaciones de los derechos humanos que estaban en investigación.
Luego supimos que la Asociación de Veteranos Militares de Guatemala realizó una reunión para el diseño estratégico de cómo enfrentarse a dichos procesos, particularmente en el caso de genocidio. En lo político, se creó la Fundación Contra el Terrorismo, encabezada por Ricardo Méndez Ruiz.
Sus acciones han tendido a generar denuncias penales sin fundamento y a crear un discurso de odio que incita a la violencia y la polarización. Esa campaña giró en torno a cinco aspectos: reinstalar el concepto de enemigo interno, desacreditar a la Fiscal General, representar el genocidio como una farsa, denunciar faltas al debido proceso para atacar la forma y no el fondo de la cuestión e instalar la idea de una conspiración internacional para generar una guerra psicológica en contra de defensores de los derechos humanos y los líderes sociales, criminalizando sus acciones, amenazando y calificando de terroristas a nuestras organizaciones.
Los defensores de los derechos humanos interpusimos una denuncia colectiva en la Institución del Procurador de Derechos Humanos. En agosto de 2013, el procurador declaró a Méndez Ruiz responsable a título personal y en nombre de la Fundación, y consideró que sus acciones violaban los derechos a la dignidad, a la integridad, a la seguridad, y eran constitutivas de una amenaza al derecho a la vida, a la igualdad, a la libertad de acción y de asociación de los defensores de los derechos humanos que habían sido víctimas. En enero de 2016, la Corte de Constitucionalidad (máxima autoridad judicial) dejó en firme la resolución del procurador.
Actualmente, las líneas de guerra psicológica, incitación a la violencia y discriminación a los defensores de los derechos humanos consisten en calificarnos de ladrones, vividores del conflicto y farsantes, más otras frases humillantes y deslegitimadoras del trabajo que hacemos, equiparándolo a acciones ilegales, antijurídicas y lesivas. El discurso es impropio, inadecuado, discriminatorio, injurioso y agresivo, y alienta e invoca la intolerancia.
La Fundación Contra el Terrorismo y otras agrupaciones recientemente creadas utilizan espacios desde los cuales los personajes vinculados al poder militar más rancio agreden a quienes promovemos la defensa de los derechos humanos. La estrategia vigente es instaurar un discurso de odio, apelando a una supuesta libertad de expresión y libre asociación.