15M: el futuro de la nostalgia
Seis años después, el 15M se ha convertido en objeto de la nostalgia. Hace tan solo un año, en su quinto aniversario, el recuerdo que destilaban los muchos artículos dedicados a la efeméride era el de algo aún vivo, cuya energía alimentaba los ánimos del presente y las expectativas del futuro. En este último curso, sin embargo, la consolidación de ciertas tendencias fratricidas entre sus herederos parece haber quebrado una unidad cimentada en la experiencia común de aquellos días de mayo. De la escucha activa hemos transitado a los oídos sordos, del hacer en común a una fragmentación entre sensibilidades que negocian. Y entre los motivos de disputa, uno de los principales es el significado del acontecimiento fundador del actual ciclo político.
La nostalgia es una emoción de una estructura singular, como brillantemente desarrolla Svetlana Boym en su bello ensayo El futuro de la nostalgia (Antonio Machado Libros, 2015). A diferencia de la melancolía, que se limita a los planos de la conciencia individual, la nostalgia tiene que ver con la relación que existe entre la biografía individual y la de los grupos, entre la memoria personal y la colectiva. La nostalgia tiene una dimensión utópica, aunque se basa en una utopía que no se proyecta sobre el futuro. El nostálgico desea convertir el acontecimiento histórico en mitología personal o colectiva, visitar de nuevo el tiempo como si del espacio se tratara. La nostalgia no es tanto retrospectiva como prospectiva, se trata de un regreso al futuro que lamenta la imposibilidad de recrear de manera auténtica lo vivido.
Algo ha tenido que ocurrir cuando la rememoración de esa primavera de 2011 separa tanto como une a los que la protagonizaron. Para algunos, el 15M representó el germen de un pueblo todavía no consciente de su propio poder. Desde este punto de vista, las reuniones espontáneas en las plazas y las asambleas que sucedieron en los meses posteriores no fueron un fin en sí mismo. Habrían sido el primer síntoma de la necesidad de poner en común una experiencia de injusticia que, pese a tener causas estructurales (la casta del Régimen del 78, la trama, las dinámicas del capitalismo financiero global...), hasta entonces sólo había sido padecida individualmente. Según esta interpretación, el 15M fue necesario, pero no suficiente: necesitaría de una especie de conciencia otorgada, de guía política y de brazo de ejecución. La actual dirección de Podemos sería la protagonista de esta versión.
Para un segundo grupo, el 15M no fue tanto germen de una unidad popular como el reflejo de lo mejor que un pueblo puede llegar a ser. La diferencia es sutil, pero crucial en relación al grupo anterior. Para estos últimos, el 15M habría sido la concreción de una nueva transversalidad, en la que identidades personales, políticas y culturales muy distintas habrían logrado dejar de lado sus rasgos mutuamente discriminatorios para poner en común sus deseos, sus expectativas, pero también sus depósitos de experiencia, inteligencia y talento. El fin de la organización política no sería superar el 15M, sino crear un espacio para que esa transversalidad popular siguiera siendo posible. Esta sería la actitud de la vertiente errejonista de Podemos.
Las versiones anteriores comparten la idea de que hace seis años nació un nuevo sujeto político colectivo, aunque difiera su interpretación. Según un tercer grupo, lo verdaderamente significativo fue el nacimiento de una nueva verdad ética, un nuevo modo de estar con los demás, más expuesto, más vulnerable y, por ello, más colaborativo. Si los otros dos entienden el 15M como una transformación del sistema político, estos lo idealizan como una transformación vital. El verdadero acontecimiento estaría en lo que pasa en cada asamblea, en cada gesto, en cada esfuerzo por entender y empatizar con el otro.
¿Tienes sentido preguntarse cuál de las tres es la interpretación más correcta? ¿Está justificada siquiera la nostalgia de un tiempo en el que todavía no sentíamos nostalgia del 15M? Seguramente no: es propio de los acontecimientos fundacionales el suscitar constantes revisiones capaces de alimentar el imaginario del presente, y sería propio de las sociedades enfermas cancelar esa disputa. La conciencia de que ya nunca será posible regresar a la autenticidad del momento es, en realidad, un signo de madurez. La consecuencia, por tanto, no es de por sí optimista ni pesimista. Ni traición a la pureza de aquel mes de mayo, ni herederos directos o continuadores.
De esta condición nostálgica, sin embargo, sí podemos extraer una conclusión, más bien una advertencia. A saber: es inútil intentar un retorno, acelerar la historia para recrear la sensación de punto crítico y oportunidad única. En mayo de 2011, la constatación objetiva de una crisis sistémica se vio correspondida por un sentimiento subjetivo. No solo había grietas en el edificio del régimen de legitimidad, sino que, además, mucha gente creía que se iba a caer y estaba dispuesta a levantar uno nuevo. En 2017, las grietas en el edificio no han hecho más que profundizarse, pero todo apunta a que el edificio va a seguir en pie durante un tiempo. La inexorabilidad electoral del Partido Popular ha sido la principal, aunque no única causa. Forzar una nueva sensación de urgencia a través de manifestaciones de laboratorio y tramabuses no devolverá a la gente a las plazas, no precipitará la ilusión ni la voluntad de transgresión de aquel mes de mayo.
Habitar la nostalgia significa retornar a las fantasías del pasado a la luz de las necesidades del presente para ejercer un lento impacto sobre las realidades del futuro. El recuerdo de aquellos días comienza a emborronarse entre tantos nuevos discursos, tantas apuestas arriesgadas y alguna que otra desilusión. Lo que todos los que participamos tenemos en común es la posibilidad de volver juntos a recordar y construir una memoria digna, no tanto de nuestro pasado, como de nuestro futuro. Frente a todo desánimo, contra toda decepción, que el 15M sea ya motivo de nuestra nostalgia significa que tiene un gran porvenir.