La toxicidad social de una justicia congestionada
Una mayoría alarmante del 76,36%, de los/as jueces/as de este país ejercen sus funciones jurisdiccionales en condiciones tóxicas desde un punto de vista psicosocial, soportando una carga de trabajo irracional. Carga de trabajo que incluye los numerosos procedimientos por corrupción tramitados por esos mismos órganos sobrecargados.
Imagen: ISTOCK
Es incuestionable, a tenor de los últimos datos oficiales de la Comisión para la Eficiencia de la Justicia del Consejo de Europa (diciembre 2014), que el número de jueces en España, de 11,2 por cada 100.000 habitantes es diez puntos inferior al promedio del conjunto de países de Europa, que se sitúa en 21,3 jueces.
La plantilla judicial española cuenta actualmente con 5.362 jueces/as distribuidos entre un total de 3.963 órganos judiciales y 431 partidos judiciales que se diseminan por toda la geografía española, con un movimiento de asuntos judiciales que en el año 2014 fue de 9.789.397 (incluidas ejecuciones), según los datos aportados por el máximo órgano de gobierno judicial ( La justicia dato a dato -Plan Nacional de Estadística Judicial- 2014 - Consejo General del Poder Judicial.)
Es también indiscutible, según los informes efectuados por el propio Consejo General del Poder Judicial, basados en mediciones de las cargas de trabajo de entrada de juzgados y tribunales durante el año 2013, que el 43,53% de los órganos judiciales superan el 150% de las cargas de trabajo razonables, y que un 23,64% se sitúan por debajo del 100% , por lo que hay otro 32,83% que se halla entre el 100% y el 150% . Es decir, también por encima de unas supuestas cargas de entrada tolerables.
Estos valores evidencian que una mayoría alarmante del 76,36%, de los/as jueces/as de este país ejercen sus funciones jurisdiccionales en condiciones tóxicas desde un punto de vista psicosocial, soportando una carga de trabajo irracional. Carga de trabajo que incluye los numerosos procedimientos por corrupción tramitados por esos mismos órganos sobrecargados, que a inicios del año 2015 desvelaban un vergonzoso balance de más de 2.000 imputados por tal delito, colocándonos entre los primeros puestos europeos en esta lamentable materia. De hecho, la Comisión Europea, en 2014, ya alertó sobre los altos índices de corrupción en nuestro país, destacando que el último Eurobarómetro sobre la actitud de los europeos en relación a la corrupción revelaba que el 95% de los españoles (frente al 75% de los europeos) creen que dicha delincuencia está muy extendida en su país. Aproximadamente 1 de 4 europeos considera que se ven afectados por la corrupción en su vida cotidiana. En España, esta proporción alcanza el 63%, el más alto de la UE.
Para abordar esta situación, es necesario un sistema que pueda funcionar bien. Si la productividad es un factor imprescindible para cualquier empresa que pretenda sobrevivir en el globalizado y competitivo mercado actual, hay que destacar que una sobrecarga laboral en cualquier tipo de actividad se traduce en la ralentización del servicio y en la imposibilidad de cumplir en tiempo con lo encomendado -lo que se define como el lead time- lo cual tiene una proyección psicosocial entre los recursos humanos, afectados por una situación productiva inabarcable. Esto actúa de catalizador hacia una situación de estrés; y de ahí, a la proliferación de una serie de daños psicológicos y físicos que, dependiendo de la virulencia y tiempo de exposición, pueden llegar a neutralizar productivamente al operario, aumentando el absentismo, desmotivación laboral y disminución de su rendimiento.
El estrés laboral se ha convertido en la pandemia del s.XXI. Una de las principales causas de incapacidad temporal. Un verdadero problema con trascendencia laboral, económica, social y sanitaria, que no conoce fronteras.
Según el último eurobarómetro sociolaboral elaborado por la Agencia de Seguridad y Salud en el trabajo (mayo 2014), el estrés se percibe como el principal riesgo laboral entre las personas trabajadoras y en España el porcentaje se sitúa en torno al 44%, cuando hace cinco años era del 28%.
El National Institute of Occupational Safety and Health (NIOSH) (1999), definió el estrés en el trabajo como:
El estrés surge de un desajuste entre el individuo y su trabajo, esto es, entre sus capacidades y las exigencias del empleo, y no pertenece a ámbitos sectoriales o profesionales aislados, sino que puede afectar potencialmente a cualquiera sea cual sea el lugar de trabajo, el tamaño de la empresa, el sector de actividad, o incluso el tipo de contrato de trabajo, si bien las estadísticas evidencian que los mayores niveles de estrés se sitúan actualmente en el sector servicios, y más específicamente en los servicios públicos, donde emergen con fuerza , incluido el sector de justicia.
La Agencia Europea para la Seguridad y Salud en el Trabajo, en el año 2002 recogía en su campaña Trabajemos contra el estrés la siguiente afirmación:
En cuanto a sus consecuencias para la salud, el estrés puede producir alteraciones en el organismo, como enfermedades cardiovasculares, insomnio, temblores, irritabilidad, pérdida del apetito, falta de concentración, úlceras, afecciones cutáneas, lesiones renales, dolores de espalda y musculares, a lo que deben añadirse los efectos en la salud mental y trastornos psicológicos: cambios de comportamiento, frustración, ansiedad, depresión, pensamientos repetitivos, autocrítica excesiva, reacciones impulsivas, así como otras formas en que éste puede manifestarse: alcoholismo, farmacodependencia y, en casos extremos, suicidio.
Una Justicia estresada, no es justicia.
Los anteriores datos estadísticos evidencian numéricamente algo que el ciudadano ya conoce por propia experiencia, que en nuestro país la justicia sufre de una grave congestión, y podemos añadir que la misma tiene ya carácter endémico, pues no se trata de un diagnóstico nuevo, aunque la reciente crisis lo haya agravado, sino de una antigua patología, desatendida históricamente por todos los gobiernos.
Este contexto se ha visto agravado, con un aumento extraordinario de la carga de trabajo en tiempos de crisis, que paradójicamente se ha contrarrestado con una notable disminución de los efectivos judiciales (jueces sustitutos), y con una drástica caída de la inversión en justicia, que pasó de ser de noventa euros por habitante en 2010 a veinticinco euros en el año 2012, según se recoge en el Informe sobre el estado y la calidad de la justicia en la UE publicado en 2014 por la Comisión Europea.
El efecto inmediato de la panorámica descrita era previsible: aumento del colapso judicial, por ausencia de medios materiales , informáticos y humanos adecuados para poder satisfacer en plazos razonables las demandas de la población, en claro beneficio de muchos imputados.
Por otro lado, al igual que en cualquier empresa, el desequilibrio por sobrecarga se traslada peligrosamente sobre los recursos humanos, (jueces y juezas), pero en este caso, estamos ante una producción peculiar y altamente sensible: no se trata de servicios de hostelería, maquinaría o productos elaborados, la producción afecta a un derecho fundamental de las personas, el derecho a la tutela judicial, siendo los colectivos más vulnerables los más perjudicados por una justicia al ralentí.
El efecto negativo de la saturación judicial se magnifica aún más si se tiene en cuenta que recae sobre los administradores de la justicia, que son centinelas del cumplimiento de la legalidad por parte de los ciudadanos, pero también de los restantes órganos del Estado, garantizando así la separación de poderes en un Estado social y democrático de derecho que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político.
Por tanto, los perjuicios psicológicos derivados de la crónica exposición a cargas de trabajo judiciales inadecuadas no sólo socavan el equilibrio psicológico del juzgador/a, sino que supone, además, el pago de un alto precio social para la población, que se ve irremediablemente afectada en su derecho a una justicia en plazos prudentes y razonables.
El judicial ha sido, seguramente, el último colectivo europeo incorporado la prevención de riesgos, hace tan solo unos meses (febrero 2015), con la aprobación del primer Plan de Prevención de Riesgos Laborales para la carrera Judicial 2015-2016, con un retraso de veinte años desde la aprobación de la Ley de Prevención de Riesgos Laborales de 1995. Sin duda, un avance importante, no sólo en la defensa de la salud de la carrera judicial, sino también en la defensa de una justicia saludable que pueda cumplir con los niveles de eficacia y agilidad que merece la ciudadanía.
La alarmante situación descrita sólo podrá remediarse mediante un abordaje directo de la saturación judicial, instaurando un profundo cambio organizacional en la gestión de la contaminación psicosocial que actualmente afecta a la mayoría de órganos judiciales. Eso solo podrá hacerse mediante la aplicación de medidas objetivas de prevención primaria. Entre otras, cabe destacar la limitación de cargas de trabajo que de forma individualizada debe soportar el/la productor/a judicial. Para ello, urge el inicio inaplazable de los trabajos de medición de cargas saludables, que se incluye expresamente en el primer Plan de Prevención de Riesgos laborales de la carrera judicial 2015-2016 donde, también por primera vez, se califica de riesgo profesional las cargas de trabajo judiciales.
No puede haber justicia sin salud judicial.