El bloqueo de Gaza, el caldo de cultivo de la desesperanza y la rabia
Israel cerca por tierra, mar y aire la franja palestina desde que Hamás ganó las elecciones, en 2007. Hoy el desempleo es el 50%, dos tercios de sus ciudadanos dependen de la ayuda humanitaria y son constantes los cortes de luz y agua.
Hamás ataca Israel desde Gaza como nunca lo había hecho. Cruce de pasos fronterizos, coches empotrados, vallas tumbadas, parapentes, toma de bases militares y de villas rurales, de calles en grandes ciudades, masacre en un festival, cientos de secuestrados israelíes llevados a la franja, miles de cohetes lanzados. El mundo aún no reacciona a lo acontecido en la zona desde el sábado, que tiene múltiples lecturas nuevas, insólitas, pero hay una, de fondo, que explica muchas cosas y que lleva inmutable desde 2007: el cerco al que Gaza está sometida por Israel desde entonces y que es el mayor caldo de cultivo de rabia y desesperanza.
Los que conocen el terreno están sorprendidos por el cómo, no por el qué. Gaza es una olla a presión donde las milicias armadas han ganado cuerpo con el paso de los años, el bloqueo y las sucesivas operaciones del Ejército de Israel, lo que les ha allanado el terreno en cuanto al acercamiento de una población que no puede más. Literalmente.
La franja llevaba semanas viviendo violentas protestas protagonizadas por jóvenes, sobre todo, un levantamiento poco habitual, en el que se cargaba contra el bloqueador, Israel, pero que tenía ya también dos de los elementos que ahora son troncales en la nueva crisis: la reivindicación de la Mezquita de Al Aqsa de Jerusalén, tercer lugar santo para el Islam y donde los judíos reivindican que está su Monte del Templo., y la reclamación de la puesta en libertad de presos palestinos en prisiones de su adversario; justo su vuelta a casa es lo que reclaman las milicias para soltar a los rehenes (civiles y militares) que han tomado en estos días en su irrupción en suelo israelí.
En ese flanco, Hamás alentaba la protesta. Sin embargo, desde Gaza confirman que el motivo del levantamiento tenía también muchísimo que ver con alertar de la gravedad de la situación económica del enclave, atribuida en buena medida al bloqueo israelí. El lema "Queremos vivir", repetido en las redes sociales, da cuenta de ello. Es el motivo de mayor hondura y pesar de los palestinos de Gaza, la limitación que no les deja vivir y que, en declaraciones a la Agencia EFE, reconoció un portavoz de Hamás, Hazem Qasem: "Gaza toca fondo (...) La actual situación podría llevar a una explosión". Eso ocurrió apenas el 2 de agosto pasado.
"Las protestas tienen que ver con el dinero", afirmó el funcionario israelí a la agencia Reuters, habló bajo condición de anonimato debido a lo delicado del tema. "Lo que estamos viendo en la valla (fronteriza) es un mensaje. Piden ayuda económica", enfatizó ante los movimientos de aquellos días, cuando jóvenes que arrojaban piedras y artefactos explosivos improvisados se enfrentaron a las tropas israelíes a lo largo de la valla fronteriza, que respondieron con fuego real antes de que negociadores egipcios, de la ONU y qataríes restablecieran la calma.
Y es que son unos 2,3 millones de personas las que viven en la estrecha franja costera, con una de las mayores tasas de densidad de población del planeta, un territorio donde la renta per cápita es aproximadamente una cuarta parte de la de Cisjordania, ocupada por Israel, y donde más de la mitad de la población vive por debajo del umbral de pobreza, según estimaciones del Fondo Monetario Internacional (FMI), ni siquiera de la Agencia de la ONU para los Refugiados Palestinos (UNRWA), de la que Israel recela. Dos tercios de los gazatíes necesitan ayuda humanitaria para sobrevivir y el paro afecta a la mitad de sus vecinos, o a tres cuartos si hablamos de jóvenes.
Fuentes cercanas a la mediación citadas por la prensa local afirmaron entonces que, aunque algunas de las demandas de Hamas eran políticas, la relajación de las sanciones económicas se veía como clave para al menos mantener la calma a lo largo de la frontera. Los dirigentes de Hamas afirmaban que la calma en Gaza seguiría siendo frágil a menos que Israel levantara el bloqueo y pusiera fin a "las medidas agresivas y los asaltos en Cisjordania y Jerusalén", pero no parecían mostrar ningún interés en una nueva guerra.
Las fuentes esperaban que Israel, que mantiene el cerco junto con Egipto, anunciara nuevas flexibilizaciones pero eso no sucedió en caliente y menos va a pasar ahora. Hamás y las milicias amigas han atacado cuando se cumplían 50 años de la guerra de Yom Kippur, cuando Israel festejaba el Sukkot, cuando estaba a otra cosa, porque el statu quo del conflicto con los palestinos les favorece y no esperaban una andanada así.
Un reciente informe del Fondo Monetario Internacional afirmaba que para cualquier recuperación económica estable a largo plazo en Gaza, "el levantamiento del bloqueo y la relajación de las restricciones impuestas por Israel son esenciales". Señalaba que Gaza se había quedado muy rezagada con respecto a Cisjordania en los últimos 15 años, debido principalmente a los años de aislamiento y a los repetidos conflictos tras la llegada de Hamas al poder en 2007, y que el 77% de los hogares recibían ayuda, principalmente en efectivo o alimentos.
Un "castigo colectivo", según la ONU
Desde 2021, cuando libró una guerra de diez días contra Hamas, Israel había suavizado algunas restricciones sobre Gaza, ofreciendo miles de permisos de trabajo (18.000 aproximadamente), así como medidas para facilitar las exportaciones y mejorar sus deteriorados servicios públicos tras años de falta de inversión. Esos pasos permitieron ingresar unos dos millones de dólares al día y ofreció otras formas de alivio económico a la zona, pero aún así. Sirvieron de poco. A día de hoy, según Save The Children, Israel le niega a dos niños por día un permiso para ir a tratarse fuera de la franja de alguna enfermedad. La gota malaya que hace daño poco a poco, por poner un ejemplo.
Naciones Unidas ha hablado de un castigo colectivo por el que no hay sanciones, pese a que viola el IV Convenio de Ginebra. Israel insiste en que no ocupa Gaza, de donde salieron las últimas tropas y los últimos colonos, unos 7.000, en el año 2005. Sin embargo, el derecho internacional tiene una definición más amplia de lo que es “ocupación”, más allá de que haya presencia militar en el interior de un territorio.
Eso es lo que pasa en Gaza: no hay soldados dentro pero es Tel Aviv quien delimita y controla la frontera terrestre, quien vigila la llamada zona de seguridad y sus aledaños -un espacio creado como un área de amortiguación que roba tierra de labor y de vivienda a los habitantes de la franja-, quien vigila la costa -impone unas millas mínimas para que faenen los pescadores- y el aire -que nada vuele-, quien decide cuándo, para qué y para quién se abren los pasos, salvo uno que controla Egipto, en el sur, tan cerrado que tampoco ayuda. Israel es quien da permiso para que entren materiales, quien tiene capacidad para controlar las comunicaciones. Y el grifo suele estar más bien cerrado.
Esta presión es paralizante en un territorio absolutamente desconectado de las demás comunidades palestinas, la del este de Jerusalén y Cisjordania, con el daño familiar y cultural que eso conlleva. Hablamos de un pedazo de tierra tan grande como La Gomera pero estirado a las orillas del mar, con 40 kilómetros de largo por 15 de ancho, que soporta una población de 2,2 millones. Es uno de los lugares con mayor densidad de población del mundo, de hasta 9.000 personas por kilómetro cuadrado. 1,3 millones son, además refugiados, palestinos que escaparon de sus casas por las guerras con Israel de 1948 y 1967 y encontraron seguridad en la zona.
Los datos aportados por la UNRWA dan cuenta del daño que acumula el cerco: el 90% del agua no es apta para consumo humano, la inseguridad alimentaria afecta casi al 60% de los hogares y ya decía la ONU que, en 2020, la franja sería "inhabitable". Ese plazo pasó hace tres años. "El bloqueo sigue teniendo un efecto devastador, ya que el movimiento de personas hacia y desde la Franja de Gaza, así como el acceso a los mercados, siguen siendo severamente restringido”, constata Naciones Unidas. "La economía y su capacidad para crear empleos han sido devastadas".
Justo hoy, el ministro de Defensa israelí, Yoav Gallant, anunció el bloqueo total de la Franja de Gaza, lo que significa que el enclave palestino quedará sin suministro de electricidad, alimentos y combustible. "He dado una orden: Gaza estará bajo un cierre total. Estamos luchando contra terroristas bárbaros y responderemos en consecuencia", indicó el ministro, según un comunicado de su oficina. "No habrá electricidad, alimentos ni combustible", afina, por si había dudas.
En 2014, antes de la ofensiva israelí de Margen Protector (que dejó más de 2.300 muertos), la ONU ya afirmaba que había un déficit de 400 escuelas, 800 camas de hospital y más de 3.000 doctores y sanitarios. Tras ese verano, cuando las tropas de Israel destrozaron 17 hospitales, 56 ambulatorios y 45 ambulancias, además de decenas de colegios, las necesidades se multiplicaron. Diversas ONG internacionales han denunciado que, de los fondos prometidos por las naciones para reconstruir Gaza tras aquella operación, no ha llegado ni el 60%.
Aquella reconstrucción no se ha llevado a cabo y sobre ella ya llovieron ofensivas: hasta seis guerras ha aguantado Gaza en cinco 15 años, sin levantar cabeza.
La prohibición de la importación de materiales de construcción por el Gobierno de Israel es una de las principales rémoras que impone el bloqueo. UNRWA denuncia en su último informe de situación que “está ralentizando el proceso de reconstrucción, ya que la importación sólo es posible tras un largo proceso de aprobación, para aquellos proyectos dirigidos por la ONU, pero no para el programa de asistencia en efectivo para que los refugiados puedan reconstruir sus propios refugios”. Y hablamos de refugiados que, dentro de lo que cabe, tienen un apoyo por parte de Naciones Unidas.
Los gazatíes no pueden exportar sus mercancías ni hacer negocio con ellas, con las naranjas o las fresas míticas. Tampoco pueden vender el pescado de sus aguas. Eso también es parte del drama: mientras se oyen zumbar los drones israelíes cada día, en cada rincón del cielo, en el mar también hay vigilancia de la Armada de Israel y hay un límite fijado, más allá del cual los pescadores no pueden faenar. Esto deja fuera el 85% de las aguas que les corresponderían según los Acuerdos de Paz de Oslo. Se ha estirado el permiso a las 12 millas, pero bajan constantemente a seis o cuatro en función del momento de tensión, de lo que Israel decida. Las barcas trabajan cerca de la playa, donde hay menos volumen de pescado y menos variedad de especies.
Si no entra material pero sí se destruyen infraestructuras, en un bucle permanente que pone de manifiesto la tremenda resiliencia de los gazatíes, acaban erosionándose los servicios esenciales. El acceso a agua limpia y electricidad permanece en un nivel de crisis “total”, lo impacta en casi todos los aspectos de la vida. El agua potable no está disponible para casi toda la población y la disponibilidad de electricidad mejoró recientemente, aumentando de cinco o seis horas por día en los últimos meses, cuando durante años ha sido de apenas un par. Israel ahora ha bombardeado la principal torre de comunicaciones, por lo que Internet y la telefonía también se complica.
Sólo existe una única central eléctrica funcionando a medio gas, atacada en las últimas ofensivas. Así es casi imposible atender así las luces de un quirófano o una respiración asistida o una incubadora. Salud, agua y saneamiento son los servicios más afectados por estos cortes constantes, que impiden que la frágil economía de Gaza despegue, en particular en los sectores manufacturero y agrícola, que siempre han sido sus locomotoras.
La situación de desgaste lleva a que un número alarmante de gazatíes, casi 600.000, entre los que se encuentran niños y jóvenes, muestren síntomas de angustia severa y desarrollen problemas de salud mental. El problema es tratarlo ante la falta de profesionales y el coste del tratamiento. En realidad, todos los tratamientos cuestan o directamente no llegan: la franja tiene un déficit del 30% en medicamentos y material sanitario, que sube al 60% cuando hay ofensivas israelíes; es cifra es el agujero diario en los tratamientos contra el cáncer, lo que unido a la complejidad para lograr permisos de Israel para recibir tratamiento en Jerusalén Este o Cisjordania socava la posibilidad de una recuperación.
Los sucesivos gobiernos de Israel siempre se defienden afirmando que en Gaza no hay desabastecimiento, y eso es cierto. Los supermercados están llenos de productos de todo tipo. El problema es que son inalcanzables para el bolsillo de los gazatíes, empobrecidos hasta el límite. Muchas de las mercancías se encarecen porque, como no se pueden producir dentro por falta de industria o investigación (todas las piezas de maquinaria son sospechosas de doble uso, que pueda hacer daño a Israel, y por tanto no se pueden introducir), hay que comprarlas al vecino, o sea, a los israelíes.
El movimiento civil BDS (Boicot, Desinversión, Sanciones), que promueve el incremento de la presión económica y política sobre Israel, maneja informes que sostienen que al menos el 45% de la ayuda internacional acaba en manos de Israel, en empresas del otro lado de la frontera que terminan siendo las contratadas: cementeras, fábricas de ladrillo o cableado, telecomunicaciones, depuración de aguas o saneamiento que, además, trabajan en las colonias ilegales de Cisjordania y el este de Jerusalén.
Ahora, la zona espera una ofensiva por tierra de Israel, un miedo a la devastación que se suma al pasado y presente desgastante. Gaza rezuma desesperanza y ahora, otra vez, sangra también.