A galeras con Évole
Ha logrado algo grave y perverso: matar nuestra principal seña de identidad, ponernos delante de un espejo que nos muestra que en el país del Quijote y Sancho, de Quevedo, de Berlanga, una gran parte de nosotros no tenemos sentido del humor.
La baja estima que agarrota últimamente a los españoles hace que nos carguemos de defectos, que nos colguemos los sambenitos de las penitencias más variadas. Nos tildamos de mansos, poco productivos, dispersos, corruptos en todos los niveles, desde el concejal al presidente de la comunidad de vecinos, pasando por el último contribuyente. Sin embargo, como dice el anuncio de embutidos, si algo nos salva es que somos unos cachondos mentales, que a sentido del humor no nos gana nadie. Contamos unos chistes graciosísimos, nos reímos de nuestra sombra y tenemos unas chirigotas con un arte que no se puede aguantar. ¿O no? De pronto viene ese cenizo llamado Jordi Évole y se empeña en demostrarnos que somos capaces de carcajearnos del vecino hasta que nos duelan las tripas, pero que en cuanto nos tocan la fibra sensible se nos ponen los pelos como escarpias y nos sale humo hasta por las orejas.
En Inglaterra pueden tomarse a broma su historia con series como Blackadder, Yes minister o Spitting image, y hasta en Alemania se han atrevido con un tabú tan espinoso como el de Hitler en la exitosísima novela Ha vuelto, de Timur Vermes. Sin embargo, aquí no podemos reírnos de algo que sucedió hace más de treinta años, que terminó sin un solo herido y que no solo no tuvo un desenlace dramático sino que ha resultado muy beneficioso para nuestra democracia. Por si fuera poco, el falso documental de Évole no deja mal a nadie, ni a un partido político, ni a una institución del Estado, ni a ningún hombre ilustre ya desaparecido. Seguro que Adolfo Suárez y Gutiérrez Mellado se habrían divertido imaginando a Garci dirigiendo el golpe de Estado y no me cabe duda que Santiago Carrillo hubiese esbozado una de sus sonrisas socarronas cuando le apuntaban como responsable de elegir el escenario de la representación. Afortunadamente, todavía hay gente sensata: algunos de los que vivían en aquella época se rasgan las vestiduras en nombre de unas pocas horas de incertidumbre hace treinta años, un sufrimiento que según ellos, no se puede mancillar y a otros, que aun no habían nacido entonces, les quema en el dedo los tuits indignados y crédulos que se escaparon durante la emisión el pasado domingo.
El señor Évole, que ciertamente confunde a veces el periodismo con el espectáculo, se defiende como puede de la avalancha de críticas diciendo que su programa era una alegría, un juego de ficción que buscaba hacernos reflexionar sobre la manipulación informativa. Pero ha logrado algo mucho más grave y perverso: matar nuestra principal seña de identidad, ponernos delante de un espejo que nos muestra que en el país del Quijote y Sancho, de Quevedo, de Berlanga, una gran parte de nosotros no tenemos sentido del humor, que no somos capaces de mirar atrás con un mínimo de perspectiva y reírnos sin acritud, sin anteojeras ideológicas. Solo por este motivo, Évole debería ser incapacitado, desterrado, encarcelado, condenado a la más severa de las penas. Como para bromas estamos nosotros.