Mujeres del tiempo, vístanse de temporada (o al menos de entretiempo)
Este artículo está también disponible en catalán.
Una de las actividades más esquizofrénicas durante la ola de frío consistía en mirar las previsiones del tiempo de los telediarios. Hacía un frío polar pero las mujeres del tiempo no es que fueran en manga corta, es que a menudo iban sin mangas o con camisetas de tirantes. Y dejo de lado la altura isobárica desde donde habitualmente hablan —es decir, cuando trabajan—, encaramadas en unos nocivos tacones de aguja. (En ocasiones he hablado de ello.)
Cuando las veías, costaba creer que tuvieras que abrigarte como una esquimal para salir a la calle. Aunque son excelentes y preparadísimas profesionales, su cuerpo lo desmentía.
Puesto que durante el espacio dedicado al tiempo, las cadenas son perfectamente intercambiables, es lógico preguntarse por la generalización de tan estrambóticas e impropias vestimentas. Por un lado, es posible que los usos y costumbres de algunas cadenas privadas (siempre se pega lo más malo) hayan unificado el vestuario de estas licenciadas o doctoras. Por otro, es probable que muchas mujeres del tiempo en algún momento hayan preguntado a sus respectivos jefes (imaginemos que son hombres) lo que se tienen que poner y quizás los jefes, sin pensarlo demasiado, sin ninguna mala intención, sin malicia, les han dicho que se «pongan guapas». Y aquí la cadena habitual de malos entendidos y tópicos: este quizás inocente «ponerse guapa» no significa desafiar los elementos (y menos tener que calzarse unos inhumanos talones), o vestir tal como prescribe el machismo.
No es que sean majaderas, es que hay modelos abominables a espuertas en pantalla. Las tertulias muestran un mundo irreal de hombres extremadamente frioleros, ataviados habitualmente con americana y bufanda de lana (y quizás camiseta), y unas mujeres sometidas permanentemente a tórridos sofocos, tengan la edad que tengan. Es un misterio la diferente temperatura corporal de mujeres y hombres, tanto si acuden a tertulias, como si son presentadoras y presentadores, o mujeres y hombres del tiempo. Uno de los dos sexos debe tener el termostato averiado. Siempre es pleno verano para las mujeres en las pantallas. El espectáculo llega al paroxismo cuando retransmiten las campanadas de fin de año en lo más agudo del invierno y en plena intemperie y las ves a ellas semidesnudas.
Quizá por eso, marcas y empresas creen que las mujeres somos inmunes e insensibles al frío. Recuerden que en la última edición del torneo de tenis masculino conde de Godó, lleno de glamour y elitismo, a pesar de las denuncias de las interesadas y del gélido ambiente, se obligó a las azafatas a ir con minifaldas y manga corta. Hacer pasar frío cruelmente y a conciencia no es la peor agresión, pero enseña los caminos de violencias más abyectas. La libre disposición de los cuerpos de las mujeres.
El sindicato UGT llevó el caso a la Inspección de Trabajo de la Generalitat de Catalunya y ésta realizó una propuesta de sanción por infracción muy grave a las empresas Schweppes y Toté Vignau que aún está pendiente de resolución.
Otro motivo para la esperanza es constatar lo fácil que sería cambiar este estado de cosas, ofrecer otros modelos a las mujeres, y sobre todo a niñas y adolescentes, ahora que algunas cadenas empiezan a arremangarse. Con unas cuantas reuniones, escuchando la opinión de las interesadas y sin gastar un euro, basta para cambiar radicalmente y casi de un día para otro la imagen que las teles retransmiten de las mujeres en un montón de espacios.
Las políticas —consideradas tradicionalmente mujeres con poder— podrían dar también ejemplo. En ningún lugar está escrito que deba formar parte del estatus el martirio de los lesionantes y lacerantes tacones de aguja. No las fortalecen en absoluto; al contrario, las hacen vacilar e incluso tropezar.
Angela Merkel, una política no sólo investida de poder sino también de autoridad, brinda un modelo en las antípodas.
No me refiero al cambio radical que supuso el plan del cierre de las centrales nucleares en Alemania ahora hace siete años a raíz de la evitable catástrofe de Fukushima (dieciocho mil personas muertas o desaparecidas más múltiples secuelas son un argumento contundente). Tampoco a su política sobre las personas refugiadas que debería avergonzar a potencias europeas mucho más mezquinas. Lejos, además, de fáciles demagogias (no me quiero ni imaginar lo que habría hecho aquí un político, una política, de derechas si una niña refugiada hubiera roto a llorar por miedo a ser expulsada).
Dos decisiones inteligentes y valientes que honran tanto a la política como a la cancillera. De una lógica irrebatible: que la vida viva.
Quizás el mismo sentido común que la ha llevado a decidir que el uniforme de política puede ser más cálido y confortable. Nunca se la ve con zapatos de tacón; se atavía siempre (sí, como los políticos) con un mismo tipo de traje sastre. Y si en la decisión de cerrar letales centrales nucleares o acoger refugiados mostró que era toda una mujer (a los hombres es evidente que les cuesta mucho más tomar este tipo de decisión); en los traje de chaqueta lo muestra con la libertad e incluso cierta fantasía que se concede respecto a colores y texturas.
Comodidad y no tener que dedicarle mucho tiempo. Eso sí son posibles buenos ejemplos y prácticas en el vestir. Evitarían absurdos dilemas, alejarían escrutinios constantes, como a los que se ven confrontadas futuras diplomáticas (pero nunca futuros diplomáticos): «¿Para la oposición qué me pongo?»