'Bernie', 'Manhattan', '¡Átame!' (la hemorragia que no cesa)
La película Bernie de Richard Linklater suscita una reflexión sobre la relación entre las violencias contra las mujeres y el cine. Agresiones que en este caso se plasman en el arte o provienen de un ámbito culto, de la peligrosa misoginia ilustrada.
Este texto también está disponible en catalán
Todavía puede verse el filme Bernie (2011) de Richard Linklater, director de una propuesta tan interesante e innovadora como Boyhood (2014) -rodada entre 2002 y 2013 con un mismo reparto, muestra doce años de la vida de una familia- o de la trilogía Antes del amanecer (1995), Antes del atardecer (2004) y Antes del anochecer (2013), la evolución de la historia de una pareja heterosexual. No hay duda de que su cine explora las relaciones y las emociones humanas.
En Bernie también anuda vida y arte. Se basa en un asesinato real, y el film se articula en una mezcla de ficción y realidad, de documental y creación, donde intervienen actrices y actores, pero también mucha gente de Carthage (Texas) que vivió el crimen.
Bernie Tiede, empleado de una funeraria, gran servidor y puntal de la comunidad donde vivía, asesinó fríamente a Marjorie Nugent, una anciana de ochenta y un años. Cuando se quedó viuda, y a pesar de la diferencia de edad, Tiede se dedicó a conquistar a Nugent y a convertirse en imprescindible para ella. Empezó entonces una nueva vida de gastar dinero a espuertas, de viajes fastuosos y de avionetas, hasta el punto que dejó su trabajo y pasó a ser el administrador de Nugent.
Harto del proverbial mal carácter y del trato tiránico de Nugent, conocidos perfectamente tanto por todo el pueblo como por el asesino mucho antes de casarse con ella, Tiede tenía la opción de dejarla y liberarse de ella; eso sí, al precio de renunciar a la gran fortuna de la que disfrutaba sin restricción. Optó por asesinarla y le disparó cuatro tiros por la espalda, la metió en un congelador y siguió haciendo vida normal.
Descubierto el crimen, todo el pueblo se volcó a ayudar a Tiede según el film. Tan grande fue la comprensión, que en un momento de la película una camarera, para mostrar la bondad del asesino, afirma que, pudiéndole haber disparado cinco veces, sólo le descerrajó cuatro tiros. Parece un disparate, pero es posible encontrar este tipo de argumento en otros casos de violencia contra las mujeres. Incluso se ha elevado a categoría de canción; en el corrido de Rosita Alvírez se puede escuchar lo siguiente:
"Echó mano a la cintura
y una pistola sacó
y a la pobre de Rosita
nomás tres tiros le dio.
La noche que la mataron
Rosita estaba de suerte:
de tres tiros que le dieron
nomás uno era de muerte".
Sería interesante aplicar la regla de la inversión y imaginar como sería juzgada por la población la interesada asesina de un anciano multimillonario.
Tiede fue condenado a cadena perpetua, pero a raíz de la película, el caso se revisó y (continúa la mezcla entre realidad y ficción) actualmente el asesino vive en libertad provisional con la condición que resida en casa de Richard Linklater. Uno de los argumentos para concedérsela es aterrador: no se le considera un peligro para la sociedad. Tesis que puede aplicarse a muchos de los asesinatos de parejas y ex parejas. Una vez muerta la mujer en cuestión, ¿por qué ese hombre debería volver a matar?
El cine es un arte repleto de justificaciones de violencias -grandes o pequeñas- contra las mujeres; algunas la mar de graciosas. Sólo dos botones. Woody Allen -director que en sus ficciones muestra una alarmante tendencia a asesinar mujeres en crímenes que quedan impunes- en Manhattan (1979), ideó que el personaje que él interpretaba se tomase a guasa un intento de asesinato: arrollar con el coche a la compañera actual de su expareja. En el cine, todo eran risas, buen humor y comprensión. No sé si los treinta y cinco años que han pasado desde entonces modificarían la recepción y la reacción.
Diez años después, Pedro Almodóvar, en la película de expresivo y premonitorio título, ¡Átame! (1990), argumenta que la víctima de un secuestro -en una vuelta de tuerca más del síndrome de Estocolmo, aunque difícilmente imaginable si se aplica la regla de la inversión- acabe rendida y perdidamente enamorada de su perturbado secuestrador. Cuando después de ver la película me levanté de la butaca e iba hacia el pasillo, oí a dos jóvenes que la comentaban animadamente: «Ya ves, cuando les parece que no quieren, es cuestión de atarlas».
Seguramente hubo muchos chicos que salieron comentando que la peli era una ficción que no tenía nada que ver -que no se podía dar- con la realidad; o que vaya qué tontería la que proponía el director; o que qué comportamiento tan psicópata y peligroso el del secuestrador; o que qué dislate pensar que alguien se puede enamorar de quien la tiene atada..., pero no tuve la fortuna de oírlos. Me habría marchado a casa más tranquila.