Viaje hacia el silencio: todos los rostros del dolor
La anorexia es un padecimiento silencioso, abrasivo y destructor. Una compulsión que te somete a una especie de privada lucha contra tu propio organismo.
Cuando tenía veintiún años, sufrí un trastorno alimenticio muy grave asociado a la ansiedad. Me encontraba muy deprimida por la muerte de mi abuela — con quien me había educado y era, por mucho, la persona más importante de mi vida — y dejé de comer. Así de simple. No hubo una determinación progresiva de perder peso ni tampoco todos los ritos y pequeñas manías que se atribuyen a los que padecen un problema de esa naturaleza. Sólo comencé a comer cada vez menos, hasta que, en los momentos más graves, llegué a pasar días enteros sin probar alimentos. No fue exactamente una decisión consciente, mucho menos estética: de alguna manera sentí que lo único que controlaba en mi vida era mi apetito, y esa certeza — borrosa y sin sentido — me hizo obsesionarme a niveles que me resultan impensables ahora mismo, con lo que comía o no.
Perdí aproximadamente 35 kilos en cinco meses. Para entonces vivía sola, acababa de terminar la Universidad y tenía un buen empleo. Nadie pareció notar los drásticos cambios de mi rutina alimenticia. O mejor dicho, sí lo notaron pero asumieron que era parte de esa obsesión universal por la buena figura. De hecho, no provocó mayor extrañeza el hecho que solo comiera vegetales y tomara agua, que me sometiera a extenuantes rutinas de ejercicios por horas, o mi constante malestar físico. Parecía que ese exagerado y extravagante comportamiento mío era parte de lo que se asume como “salud” en un país donde todos están obsesionados por la belleza, por la delgadez y la estética del estereotipo. Y eso que, hace dieciséis años, la presión estética era considerablemente menor a la actual. No obstante, mucha gente aplaudió mi nueva “toma de consciencia” sobre mi aspecto físico: durante toda mi vida había luchado contra unos cuantos kilos de más y supongo que asumieron que todo este nuevo esfuerzo mío por lograr la esbeltez soñada era una especie de “madurez” estética. Yo misma lo llegué a creer, en mis momentos más festivos, cuando comencé a perder peso aceleradamente y de pronto, tuve la sensación de que mi cuerpo me pertenecía de nuevo. Había una sensación de triunfo, de un logro difuso y concreto, en esta delgadez súbita, en tener el aspecto que creí siempre había deseado. Fue una sensación agridulce: porque, a pesar de todo, de los halagos ajenos y mi propia indulgencia, sabía que algo estaba terriblemente mal. Que había un elemento anómalo en esos continuos pensamientos de control y desosiego que me provocaba la comida. Una rarísima sensación de angustia que no tenía relación alguna con el placer del cuidado físico. Se trataba en realidad, de algo mucho más turbio, incluso doloroso. Una lucha a ciegas contra mí misma.
Porque todo se resumía al apetito y cómo controlarlo. Cuánta agua tomar para distraer la pulsión natural del hambre, cuándo comer alguna que otra cosa para poder resistir lo suficiente. Una rutina absurda de pequeños patrones de alimentación. Y es que todo parecía tener relación con lo que me llevaba a la boca, con lo que comía y cuantas veces lo hacía al día. Desde la satisfacción de no comer — porque el mero hecho de encontrarme en ayunas lo consideraba un triunfo — hasta cuando hacerlo, para evitar debilitarme , aún más, el continuo dolor estomacal, incluso la sensación de agotamiento que me aplastaba a todas horas. Una batalla privada que llevaba a cabo en silencio, aislada y sometida a esa ruda disciplina personal. Porque para el resto del mundo, me encontraba “bien”, al menos lo suficiente para celebrar mi delgadez, para insistir en que lo mejor que podría haberme ocurrido era la decisión de “cuidarme” con tanta disciplina. Pero puertas adentro, estaba aterrorizada. El ciclo se había hecho duro, inflexible. Tenía la sensación crítica de no poder escapar, que comer o no comer era lo único realmente importante con respecto a quien era y lo que deseaba. Es difícil explicar a la distancia un pensamiento tan desconcertante, tan ajeno, tan hiriente. Me miraba en el espejo con la piel del rostro seca y escamada, el cuerpo convertido en una colección de ángulos anormales y me preguntaba si eso era todo. Si había llegado a un punto de silencio en mi interior donde no podía retroceder y avanzar.
Una idea angustiosa de la que sentía no podía escapar. Porque además, todo a mi alrededor parecía insistir en que mi obsesión, esa enfermedad silente, era “beneficiosa”. Todos celebraban siempre que podían mi delgadez, esa recién descubierta “estética ideal” que exhibía. Incluso en el momento en que llegué a pesar 42 kilos y enfermé — una especie de postración crónica sin ninguna explicación que no fuera que estaba muriendo de inanición — tuve comentarios sobre lo “estupenda que me veía”. Recuerdo especialmente una conversación con una conocida de la época con quien me reunía tomar café y celebró que solo tomara botella tras botella de agua mientras conversábamos.
-Ser delgado es un lujo. No sé cómo lograste el autocontrol pero ya quisiera yo poder sentirme flaca y verme tan bella — me comentó. Lo hizo de buena voluntad, aclaro. Porque para ella, mi aspecto esquelético tenía mucho ver con esa visión de la belleza que se insiste, que se da por cierta. Incluso en un país tropical como el nuestro donde se celebran con tanta frecuencia “las curvas”. Mareada, hambrienta, adolorida, de pronto tuve una especie de sensación irreal, como si esa conversación no estuviera ocurriendo. O no pudiera entenderla.
-No me siento bella — le contesté. Ella rió.
-Todo el que es flaco, es bello. ¡Estás preciosa!
La escuché sin saber que decir. Sentí miedo, aunque no supe exactamente por qué. Lo sentí cuando finalmente me senté a solas en mi casa y respondí a las decenas de llamada de mi mamá, preocupada y confusa por lo que me estaba ocurriendo. Por meses, habíamos discutido sobre mi estado de salud, sobre lo que llamaba “mi locura” sin que ninguna de las dos se atreviera a admitir que algo realmente grave sucedía. Y aunque nunca llamé a mi trastorno “anorexia” ni tampoco admití que había perdido el control hasta que sentí ese miedo, supe que había llegado a un límite invisible de mi resistencia física y mental. Asumí, ofuscada y exhausta, que en algún punto de aquellos largos meses de dolor, angustia y hambre, me había transformado en una especie de cautiva de mi mente. Recuerdo que cuando tomé la decisión consciente de comer, de evitar mis manías y rutinas, vomité. Me había comido con esfuerzo un trozo de pan y me provocó unas nauseas insoportables, una angustia insoportable. Y me sentí aún más enferma que cuando simplemente lo evitaba. Pero sentí que debía comenzar, por algún lado, esa gradual aceptación que me estaba haciendo un daño inimaginable. Una herida física y mental que me llevaría años curar.
Según recientes estadísticas de la Organización Mundial de la Salud, 3 de cada 100.000 habitantes en el mundo sufren de un gravísimo cuadro de anorexia nerviosa como el que sufrí durante mi primera juventud. Por supuesto, a decir de muchos médicos y especialistas en el tema, la cifra es muchísimo más abultada, pero como en mi caso, pocas veces quien lo padece lo admite, lo que hace más complicado un cálculo real sobre su incidencia. Y es que la anorexia es un padecimiento silencioso, abrasivo y destructor. Es una compulsión que te somete a una especie de privada — y casi invisible — lucha contra tu propio organismo. Pero también te transforma en un rehén de tus prejuicios, de lo que consideras normal y de esa obsesión por la visión estética que todos padecemos alguna vez en una sociedad tan mediatizada como la nuestra. Durante esos extraños y durísimos meses, me construí una línea de conducta a mi medida, elaboré todo tipo de trampas y trucos para sabotear mi expresión más intima de individualidad. Porque a pesar de que mi trastorno no lo generó un ideal estético, sí encontré que esa exaltación de la belleza ideal de alguna forma confirmó — y valoró — esa nueva visión mía del cuerpo como accesorio y sobre todo, como enemigo al cual enfrentarse. El nutricionista que me ayudó en la recuperación siempre insistía que el peor elemento del cuadro clínico de la anorexia era sin duda social.