Veraneo
Ora estás en Aragón; ora, en Cataluña. No importa. No cambia nada, ni siquiera la lengua.
Este artículo también está disponible en catalán.
Extraño verano, sin viajes largos ni lejanos, sin aviones; el coronavirus permanentemente al acecho, siempre a punto de anular o cambiar los planes.
Ha sido un lujo veranear cerca de casa, pasear por trozos de Castellón, por el Matarraña, por una franja de Aragón, lamer ambos lados de los majestuosos Ports, jugar a pasar fronteras a cada instante. Y todo: paisaje, aguas, lengua, tan iguales a ambos lados.
¡Qué lástima que los gobiernos de Aragón y Cataluña no se pusieran de acuerdo, que no se coordinaran, cuando el coronavirus —además de la miseria— se cebó en los trabajadores y trabajadoras del campo de ambos lados! El hospital de Cerdanya, el único centro de salud transfronterizo de Europa, que cuida la salud de la población de la Cerdanya y El Capcir (comarca catalana bajo administración francesa), debería ser una guía y un ejemplo. No se trata de centralizar sino justamente de lo contrario: de colaborar y de compartir, de hacer que las fronteras sean puentes.
Diría que he viajado por la Corona de Aragón; sólo he echado de menos algún trocito de isla. En Peñíscola, sumergirse, transitar a brazadas por el Mediterráneo. Peñíscola, cerca de los Maestrazgos; Sant Mateu y la ermita renacentista de la Mare de Déu dels Àngels del siglo xvii, en la cima de la montaña homónima, podrían ser sus emblemas.
Tierra de contrastes. De Peñíscola se puede ir el mismo día al abyecto aeropuerto de Castellón y al bello y variado espectáculo de las grandísimas pinturas del pueblo de Fanzara (y terminar en Ares o en Cervera del Maestre).
En la rotonda de entrada del presunto aeródromo han erigido un horroroso e insultante monumento-homenaje (tuvo un sobrecoste de 127.000 euros) al delincuente Carlos Fabra, expresidente de la Diputación provincial. La escultura, por decirlo de alguna manera, presenta cuatro faces del corrupto miembro del PP; como si se reflejara en el templo de Bayon en Angkor Thom, pero en vez de cuatro caras sonrientes y serenas (símbolo de la compasión budista), muestra cuatro de los rostros más siniestros del personaje. Una profanación. Un avión de acero inoxidable estrellándose en la cabeza de Fabra remata el engendro, quizás para compensar los aviones que no aterrizan ni despegan en el aeropuerto.
Suerte que pasado Onda y un poco más allá de la ermita del Santíssim Salvador, se llega a la paz y a la belleza de Fanzara, un pueblo de la comarca del Alto Mijares que ha espabilado y ha conseguido convertirse en un referente del arte callejero. En las fachadas del pueblo hay una cincuentena de intervenciones de lo que se llama Museu Inacabat d’Art Urbà (MIAU). Por mucho que el calor apriete, la visita es una maravilla.
En el Matarraña cuesta saber en qué país estás. Ora estás en Aragón; ora, en Cataluña. No importa. No cambia nada, ni siquiera la lengua. El sonoro chapurreado cada vez se habla más y con más dignidad. El nombre de la variante es discutible, pero es bien sabido que una puede autodenominarse «camionera», «bollera» o lo que le apetezca, que nunca —si es una autoatribución— será un insulto. Una pintada en Valderrobles (o Vall-de-roures), reivindicaba la lengua.
Qué alegría los baños matutinos o al atardecer, ya fuera en un «assut» (o «azud»; hay «assuts» en ambos lados: en Lledó o en Beceite, por ejemplo) o en un «toll, que es como en chapurreado denominan a las abundantes y frescas «pozas». Las excursiones a nacimientos de ríos, caminar —inyectándotelo en vena— por un Mediterráneo de secano pletórico de olivos, algarrobos y viñas, romero, enebros e hinojo. Sentir —la montaña agudiza en gran manera el sentido del oído— como el viento honra encinas y pinos, las hojas lo agradecen con el rumor refinado y sutil de las olas del aire. Las risas alegres de las criaturas.
Wisława Szymborska (1923-2012) lo explicó perfectamente en el hermoso poema Instante —que titula el primer libro que escribió después de ganar el premio Nobel de Literatura en 1996— cuando describe un paisaje perfecto en una naturaleza perfecta —edénica, ordenada y armónica, donde no falta ni sobra nada— a las nueve y media de una mañana perfecta. En el valle hay un arroyo en forma de arroyo, un sendero que es un sendero (desde siempre hasta siempre), un bosque que es, ni más ni menos, un bosque y en el cielo unos pájaros que vuelan en su papel de pájaros que vuelan, que acaba así:
Hasta donde alcanza la vista, aquí reina el instante.
Uno de esos terrenales instantes
a los que se pide que duren.
Por último volver a flirtear por otra frontera invisible, esta vez entre Castellón y Teruel. Residir en el Alto Palancia pero subir a la ermita de Santa Margarita de Manzanera para observar las grandes matas tumbadas de sabina rastrera. Una vez más, puro mediterráneo.
Respirar a placer, un paso tras otro, alfarrazando campos de trigo y de almendros, buscando fósiles. Saber que la generosa nava es del período Jurásico posibilita que encuentres más y más a gusto, que andes mejor y con más conocimiento de causa. Szymborska habría agradecido el detalle.
El pueblo de Manzanera, un pueblo alto, sobrio y austero, rodeado de pueblos con nombre de árbol, a primera vista no tiene nada especial. Pero, a lo largo de sus calles han plantado un sinfín de rosales a ras de las casas en unos agujeros rústicos y sin ninguna pretensión. Rosas de verdad, olorosas, de los colores más finos y delicados, y auténticos. Esta aparente minucia lo configura todo.
Vuelvo a Barcelona y el tren se detiene un momento en Benicàssim en medio de otro mar, éste, de rechonchos y lustrosos naranjos, uno de los escenarios de La boda de Rosa, la última película de la madrileña Iciar Bollaín, magnífica y de final un punto berlanguiano. El hecho de que sea hablada (también) en valenciano, o en chapurreado, o en catalán —a vuestro gusto— da pábulo a la esperanza: no todo está perdido. Un gesto tan pequeño y tan grande, tan fácil, tan elemental y tan básico como las rosas veras de Manzanera.