Vehículos prisioneros
La movilidad urbana ha despertado un interés creciente en España. El más relevante de todos los motivos que se conjugan es, quizá, el destacado papel que juega para explicar la contaminación de las ciudades. En un contexto, además, marcado por la acuciante amenaza del cambio climático, proceso que muchas voces autorizadas juzgan ya como irreversible y cuyas consecuencias serán devastadoras. En este sentido, la gestión integral de la movilidad ha pasado también a un primer plano, sin dejar a nadie (o casi nadie) indiferente. Han bastado tres o cuatro cortes de tráfico en la capital madrileña para que el tema ocupe la primera página de los principales diarios de difusión nacional. Y es más que probable que próximamente, con el cese de las lluvias y la llegada del calor, vuelvan a activarse medidas de restricción al tráfico en la capital, acaparando la atención mediática y generando un revuelo de reacciones de toda clase.
Ha quedado bastante acreditado, por otra parte, que el vehículo particular –el coche- es el primer responsable de los elevados costes externos atribuibles a la movilidad -contaminación, atascos, accidentes, etc.- y que existen fuertes resistencias de sus usuarios para sustituirlo como su modo habitual de transporte. A las llamadas "rentas psíquicas" que provoca para muchos usuarios el uso de su propio vehículo, se le añaden otros factores explicativos. En particular, la propia configuración de las ciudades, caracterizada por la dispersión de los centros de trabajo y la extensión de las zonas residenciales alejadas del núcleo urbano. Así, la gran heterogeneidad de la movilidad dificulta su total abastecimiento por parte de la red de transporte público, que pierde competitividad a medida que ganan complejidad los desplazamientos y crece la distancia recorrida. Por otra parte, el crecimiento de la renta per cápita, la "cultura de la tenencia" de vehículos propios, así como los planes de apoyo públicos a la compra de los mismos (el famoso PIVE) no han hecho sino coadyuvar al vasto proceso de motorización de la población.
Pues bien, una vez identificado el principal responsable de la contaminación, la cuestión radica en cómo desincentivar su uso en las áreas urbanas. Y este es el quebradero de cabeza para los decisores en materia de movilidad. Algunas propuestas pasan, por ejemplo, por desviar el tráfico vía túneles, manteniendo en lo esencial el statu quo y comportando elevados costes de inversión inasumibles para el erario público. Al margen de estas ocurrencias, francamente disparatadas, existen otras alternativas que pueden conciliarse para paliar esta situación que, a todas luces, se revela insostenible en el medio y largo plazo.
Otras medidas, como las restricciones temporales al tráfico, han mostrado baja efectividad, lo que podría explicarse por un problema de coordinación. En este sentido, los usuarios del vehículo particular se enfrentan a un caso típico del popular juego del dilema del prisionero con 'n' participantes. El incentivo particular de usar el vehículo prevalece sobre el de la cooperación (no usarlo ninguno), aunque la mejor solución para ambos sea precisamente cooperar. El resultado, aplicado a este caso, es el colapso de las vías aledañas abiertas al tráfico, por la menor infraestructura disponible y la elevación de los tiempos de búsqueda de aparcamiento, manteniendo los costes externos en cotas elevadas.
Por consiguiente, parece razonable pensar en otros instrumentos de disuasión que fuercen al individuo a cooperar. Descartada la prohibición total al uso del vehículo privado, la respuesta parece encontrarse en los mecanismos de mercado que permitan provocar cambios en las decisiones de los individuos y alcanzar una movilidad óptima y socialmente deseable.
Por un lado, existen instrumentos de corte pigouviano, como los peajes urbanos, la imposición al carbono, la reducción del espacio público destinado al aparcamiento, que han sido ampliamente utilizados en otras capitales europeas (Londres, Estocolmo, Milán etc.). Otras medidas más ingeniosas, basadas en mercados privados de derechos de circulación, suenan también en algunos círculos. En ambos casos, el uso del vehículo particular se encarece frente al pool de opciones a disposición del usuario, favoreciendo su sustitución.
Por otro lado, incentivar el uso de modos alternativos al vehículo privado, como el taxi, el sharing o los servicios de coche con conductor. Difícilmente estos modos podrán provocar un trasvase masivo si la regulación limita su extensión. Como tampoco podrán reproducir el valor intangible que para muchos conductores de vehículos privados supone utilizar su propio vehículo. Sin embargo, cuando los precios y los tiempos de espera –que forman el precio generalizado relevante para el transporte- disminuyen apreciablemente, la resistencia a rehusar el vehículo particular en favor de otros modos sustitutivos pierde potencia. Y esto es lo que cabría esperar si se levantasen las barreras de entrada en el mercado de licencias VTC.
La entrada de conductores y la presión competitiva inducirá con seguridad reducciones de precios y descensos en los tiempos de espera, así como una mejora de la calidad del servicio (la propia amenaza de entrada seguramente explique por qué el servicio de taxi ha mejorado ostensiblemente en los últimos años, tras décadas de inmovilismo). Asimismo, fomentará el uso combinado con servicios públicos (intermodalidad) cuando puedan extenderse masivamente a las zonas actualmente deficientemente servidas por el transporte público. Derivando así beneficios para la propia red de transporte público, que aumentaría su tasa de ocupación.
La combinación ordenada e inteligente de estos mecanismos puede mitigar el coste social de la contaminación en las áreas urbanas provocadas por el uso del vehículo particular, como ya está sucediendo en otras ciudades de referencia. Cierto es que imponer peajes urbanos es una decisión cuanto menos valiente (dada su regresividad), como también lo es abrir a la competencia un sector regulado que atesora un elevado poder de negociación: el taxi.
La verdadera revolución de la movilidad urbana no pasará por prohibir el vehículo particular, sino por hacerlo verdaderamente consecuente del coste que su uso indiscriminado impone a la sociedad y por proporcionar a los individuos las alternativas suficientes para fomentar un equilibrio modal socialmente eficiente.