Una bala en el pecho
Si yo fuera el rey de Hollywood, hoy mismo le firmo un cheque en blanco a Rosalía para que protagonice la película definitiva sobre Cleopatra. Es verdad que a ella todavía le falta experiencia como actriz, pero le sobra arte por los cuatro costados, potencia felina de jungla en la noche y un magnetismo descomunal que todo lo arrasa, lo arde y lo eleva. Facilito nos la imaginamos de egipcia desenrollándose y saliendo triunfal de su alfombra para, al son de su bonito cante e imperioso grito de "¡Di mi nombre!", seducir y dominar completamente a Julio César, y después de él a toda la bola del mundo.
En uno de sus exquisitos ensayos literarios, Somerset Maugham conjeturaba el motivo por el cual nos fascinan las novelas clásicas a pesar de sus tantísimas imperfecciones, cuando, además, entre ellas tienen estilos tan distintos e incluso contradictorios. Lo importante no era tanto la novela en sí, sino la grandeza de sus autores. Nos fascinan las novelas clásicas porque fueron escritas por colosos del arte, y, el placer de leerlas, es el placer de intimar con las mentes y los corazones de semejantes humanos con medidas de titanes. Con Rosalía, a su joven modo, también pasa algo similar. El primer motivo por el que nos fascinan sus discos tan tradicionales y rompedores —antes que su dulce canto, su baile castigador y su soberbio domino escénico—, es porque nos fascina y subyuga ella misma en sí: su arte íntimo, su alma clara y turbia, su carisma y brillo arrollador, su fuerza desatada, su poderío electrizante, su belleza de tradición mítica. A Rosalía porque se le dio por meterse a cantante, pero, con todos esos poderes y artes suyos, si hoy se metiera a futbolista, seguro mañana le darían el Balón de Oro. Y si se lanzara a la alcaldía de Barcelona, por mayoría absoluta también saldría elegida emperatriz de Trapisonda y del reino del Preste Juan.
Toda la polémica acerca de su filiación musical se resolvería en un santiamén con apenas una simple reducción al absurdo. Bastaría con que Rosalía dijera lo contrario: "Yo no tengo nada de flamenca, mi música no guarda relación con ese mundo, desconozco por completo esa tradición, y lo mío más bien es una fusión entre las sardanas y el rocanrol". Ahí seguro la gata Flora dejaría de chillar, pero para enseguida ponerse a llorar por la ingrata y renegada de Rosalía... No, así no se puede ir de noche por la vida. "Mal, muy mal, muy mal, muy mal, muy mal. Malamente".
Rosalía canta tan bonito que a veces no se le adivinan las palabras, pero siempre se le comprende el sentimiento y nos conmueve. Como toda buena flamenca. Y bastante se ha dicho de su música, sin embargo sus letras también tienen una cualidad lírica especial. Muchos de sus versos parecen del Siglo de Oro; algunos, en un primer segundo, se sienten como de Góngora, a los que su propia belleza contenida obscurece el significado, pero al siguiente instante se hace la luz y entonces los vemos tan claros y contundentes como una pedrada de Quevedo. Letras flamencas: eficaces, poéticas, evocadoras de mil mundos completitos en una sola estrofa.
Tampoco se ha hablado casi —quizás por temor macartiano— de lo que aquí también resulta evidente: la asombrosa belleza de Rosalía. ¿Dónde está el problema? Su belleza no le resta un ápice a su talento, ni le regala nada a su arte. De lo contrario, cada verano la Miss España de turno sacaría la canción de moda y eso no es así. La belleza sola no es nada. Es absurda esa corrección mojigata de no querer mencionar que Rosalía es "tan bonita que amenaza". Cervantes casi siempre dibujaba en rubio, pero tal como a Rosalía es que uno se imagina a Luscinda, Dorotea o Zoraida. La belleza de Rosalía orbita alrededor de su sonrisa de travesuras. No es una belleza estática y tranquila, sino recursiva y perturbadora. No es la belleza de un lago, sino de un salto de agua, de una catarata. Una cosa es la belleza y otra la gracia. Rosalía tiene ambas. Como decía la pastora Marcela: "que no todas las hermosuras enamoran; que algunas alegran la vista y no rinden la voluntad". La de Rosalía todavía la estaría pintando Goya, una y otra vez para capturar su secreto, si la hubiera visto vestidita de maja en "Di mi nombre". Ahí ella sale bella, bellísima; hermosa, hermosísima; rosalía, rosaliísima.
Los nacionalistas catalanes estos días andan patidifusos con Rosalía. Están conflictuados. Esto no les pasaba desde que el Institut Nova Història descubrió que Cervantes y Colón en realidad eran catalanes. El problema es que Rosalía sí es indubitablemente catalana; sí lo es, pero de las malas: de las que, como la mayoría, no pueden ni quieren dejar de sentirse también españolas. Sin embargo, como "la catalana Rosalía" está teniendo un éxito arrollador en el mundo entero, no saben si perdonarle o no su indisimulada e icónica españolidad. Seguramente sí, porque el mismo Institut Nova Història acaba de publicar un artículo demostrando que el flamenco también es originario de Cataluña... "No voy a perder ni un minuto en volver a pensarte".
Luego de Cleopatra, que viniera la reina de Saba, Semíramis, Helena de Troya, y se salva Khaleesi, la mamá de los dragones, porque ya se acaba la serie: Rosalía lo hubiese hecho mil veces mejor que ella, con más donaire, imperio y cascabel. Hay que aprovechar tanto arte y energía. Ya Almodóvar pegó primero, pero poquito. Por lo pronto, eso sí, que ella siga cantando y no deje de cantarnos nunca. Ese es su elemento principal. Sea más o sea menos flamenca, pero, con ese don artístico, esa potencia y magnetismo suyo, todavía nos regalará mil profundos sentires y electrizantes alegrías.
Antes hubiéramos dicho "el puñal de tu mirada". Ahora la "mirá clavá" de la música de Rosalía no es otra bonita cosa que "una bala en el pecho".