Hace un año, Trump trató de dar un golpe de estado y aún no ha sufrido las consecuencias
Entre una cuarta y una tercera parte de los estadounidenses están dispuestos a renunciar a la democracia a cambio de un líder que "haga lo que hay que hacer".
¿Qué pasaría si intentaras dar un golpe de estado y la gente no estuviera dispuesta a ver lo que has hecho?
Un año después del asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021, esa es la situación en la que se encuentra el expresidente de Estados Unidos, Donald Trump. En vez de acabar esposado por incitar a una insurrección contra Estados Unidos o simplemente vetado de por vida en política, el expresidente sigue siendo el líder de uno de los dos grandes partidos políticos del país y habla abiertamente de volver a presentarse a la Casa Blanca en 2024.
Fiona Hill, ex analista del Consejo de Seguridad Nacional en la Casa Blanca, fue de las primeras en calificar de “golpe de estado” la tentativa de Trump, apenas cinco días después: “Llevo tres décadas estudiando los regímenes autoritarios y reconozco las señales de un golpe de Estado cuando las veo”.
Un año después, sigue consternada por el hecho de que la mayoría de los estadounidenses no sean capaces de comprender lo cerca que estuvieron de perder su democracia.
“Esto fue un golpe de estado. Todavía lo es. Sigue en curso”, comenta sobre los continuos intentos de Trump de deslegitimar la victoria electoral del demócrata Joe Biden. “Si estuviéramos viendo algo así en el extranjero, diríamos: Sin duda, eso es lo que está pasando”.
Jonathan Weiler, politólogo de la Universidad de Carolina del Norte y coautor de Authoritarianism and Polarization in American Politics, comenta que percibe el deseo de muchos estadounidenses de ignorar la política por un tiempo, después de cuatro años de crisis interminables creadas por Trump. “Es una necesidad natural de autoprotección que tenemos de levantar el pie del acelerador”, señala. “Solo podemos estar revolucionados durante cierto tiempo”.
Por su parte, los aliados de Trump describen el 6 de enero como una manifestación que se les fue de las manos, comentan que nunca tuvo un plan coherente para revertir los resultados de las elecciones y admiten que no tuvieron ninguna coordinación con Trump o su personal. Les gusta ridiculizar el uso de la expresión “golpe de estado” para describir la horda de seguidores de Trump que deambulaban por el edificio haciéndose selfis, argumentando que un grupo así no era ni remotamente capaz de acabar con el Gobierno.
Esa caracterización, sin embargo, pasa por alto el contexto de ese día y de las semanas anteriores. Trump ya había explorado la posibilidad de aferrarse al poder ordenando a la Guardia Nacional que confiscara los equipos de votación en los estados donde había ganado Biden y ordenando nuevas elecciones, pero al final optó por no hacerlo cuando muchos de sus principales asesores, incluido el asesor de la Casa Blanca, amenazaron con dimitir en masa. Los altos cargos militares también tuvieron que dejar claro meses antes que no participarían en ninguno de sus planes electorales.
Trump solo tenía a su disposición, por necesidad, no por elección, a los asistentes de sus mítines, entremezclados con miembros de la milicia de derechas. Su último intento de intimidar a su propio vicepresidente y al Congreso para que revocaran los resultados de las elecciones y le garantizaran un segundo mandato era la única opción que le quedaba después de que Mike Pence rechazara sus súplicas de hacerlo por voluntad propia.
Poco se ha hablado de lo que podría haber pasado si Trump hubiera tenido un vicepresidente y unos líderes militares más leales a su persona que a la Constitución.
Rick Tyler, un asesor del Partido Republicano que trabajó en la candidatura de Ted Cruz en 2016 para las primarias republicanas, piensa que Estados Unidos tuvo la suerte de que Trump fuera demasiado inepto para lograr su objetivo.
“Creo que si alguien lo suficientemente inteligente y competente intentara un gobierno autocrático, habría demasiadas personas de acuerdo”, advierte. “Tampoco creo que la izquierda sea inmune a este fenómeno si apare un líder seductor y carismático. De hecho, no tengo ninguna duda de que Trump podría haber ganado si se hubiera presentado como demócrata”.
El intento de golpe de estado de Trump fue algo más allá de lo normal pero que él, al hacerlo a la vista de todos o al alardear de ello, ha sido capaz de “normalizar”.
En 2016, Trump pidió públicamente a Rusia que le ayudara a obtener los correos electrónicos de la candidata demócrata Hillary Clinton, algo que las agencias de espionaje rusas no tardaron en intentar obtener. Más adelante, aún en campaña, Trump utilizó a su favor y a diario información robada por las agencias de espionaje rusas, aun conociendo su procedencia.
Durante los dos años siguientes, Trump obstruyó abiertamente la investigación del FBI e incluso admitió que despidió al director de la agencia para suspender la investigación. El informe de 2019 del fiscal especial Robert Mueller así lo detalló, pero Trump no sufrió ninguna consecuencia.
Antes incluso de que Mueller publicara ese informe, Trump ya estaba trabajando para extorsionar al nuevo presidente de Ucrania para que desprestigiara públicamente al rival demócrata de 2020 al que más temía, utilizando 391 millones de dólares en ayuda militar estadounidense como “palanca de negociación”.
Cuando se descubrió la trama, Trump negó que hubiera algo inadecuado en ella e incluso afirmó en repetidas ocasiones que su conversación telefónica con el líder ucraniano fue “perfecta”.
Trump, tras afirmar que la violencia del 6 de enero había sido perpetrada por los “antifa” o por activistas de Black Lives Matter, no tardó en cambiar su discurso y calificar los sucesos de aquel día como algo “perfecto”. Ahora sostiene que la verdadera insurrección tuvo lugar el día de la votación, que el asalto al Capitolio fue una reacción justificada ante el fraude electoral y que sus seguidores estaban siendo injustamente “perseguidos” por ello.
Las encuestas realizadas en 2021 demuestran que el discurso de Trump ha tenido éxito deslegitimando la victoria de Biden, al menos entre los Republicanos, ya que dos tercios de estos votantes siguen pensando que a Trump le robaron la victoria.
“Muchos de ellos de verdad piensan que el asalto al Capitolio no fue un intento de revocar los resultados de unas elecciones libres y justas, y que los demócratas, por la razón que sea, son la mayor amenaza contra la democracia”, expone Sheri Berman, profesora de Ciencias Políticas en la Universidad de Columbia y autora de Democracy and Dictatorship in Europe.
Mientras Trump y sus aliados se han esforzado en minimizar el asalto al Capitolio, han contado en gran medida con el silencio de los medios políticos nacionales. Un año después del atentado, los artículos y las noticias sobre Trump rara vez mencionan su intento de derrocar la democracia y, de hecho, lo tratan como a cualquier otro candidato presidencial para 2024.
“Este efecto de normalización ya lo hemos visto a lo largo de la candidatura y la presidencia de Trump”, recuerda Margaret Sullivan, columnista de The Washington Post. Entre los factores que cita están el miedo de los periodistas a perder el acceso a los republicanos y el temor a ser acusados de parcialidad. “No sé cómo se puede normalizar un intento de insurrección, pero eso es lo que está ocurriendo”.
Ruth Ben-Ghiat, profesora de Historia de la Universidad de Nueva York, considera que incluso el uso de la palabra insurrección es inadecuado. “Me resulta interesante que tantos medios de comunicación sigan llamándolo solo insurrección, porque eso no refleja el acto político de tomar el control del Gobierno y permanecer en él de forma autoritaria”, justifica.
Los defensores de Trump también suelen pasar por alto las intenciones del expresidente ese día y se centran solo en el resultado final: que no se produjo ningún golpe y que el ganador de las elecciones, Biden, acabó jurando su cargo como estaba previsto dos semanas después.
Sullivan recuerda que los principales medios de comunicación justificaron la escasa cobertura de las acciones sin precedentes de Trump con ese mismo argumento: que no tuvo éxito.
“No creo que sea una respuesta muy acertada”, se lamenta.
Mientras tanto, minimizar el asalto al Capitolio, o incluso olvidarlo, se convirtió en la estrategia de consenso del Partido Republicano en todo el país. Los funcionarios electos del Partido Republicano, con raras excepciones, han acompañado y defendido desde el principio a Trump, a pesar de su papel clave en los sucesos de ese día en particular.
Todavía con gas lacrimógeno flotando en el ambiente y con manchas de sangre en el mármol la noche del 6 de enero, 147 republicanos del Congreso votaron a favor de anular los resultados electorales, pero solo en los estados en los que Biden había ganado.
A la mañana siguiente, cuando Trump acudió a una reunión del Comité Nacional Republicano (RNC) en Florida, fue recibido con una ovación de los miembros. Ni el RNC ni su presidenta, Ronna McDaniel, han criticado hasta hoy a Trump por sus acciones del 6 de enero. Y mientras Trump sigue mintiendo sobre los resultados electorales, el RNC le ha apoyado haciendo un llamamiento a la “integridad de las elecciones” para las elecciones de medio término de 2022.
Los dos principales líderes republicanos del Congreso, tras criticar inicialmente a Trump por incitar al asalto al Capitolio, han abandonado ese discurso. El líder republicano del Senado, Mitch McConnell, a pesar de criticar a Trump en el pleno de la Cámara, votó a favor de absolverle de los cargos de impeachment que podrían haberle prohibido ocupar un cargo federal durante el resto de su vida. El líder del Partido Republicano en la Cámara de Representantes, Kevin McCarthy, fue aún más lejos, arropando plenamente a Trump con una peregrinación a su club social de Palm Beach (Florida) apenas 22 días después de suplicarle por teléfono que reprendiera a sus multitudes.
Si esos dos políticos hubieran continuado con sus críticas al comportamiento de Trump, comenta Sullivan, les habría brindado tanto a los republicanos de menor rango como a los periodistas preocupados por perder su acceso al partido el espacio necesario para describir con precisión lo sucedido el 6 de enero.
“Desde luego”, afirma. “Pero no ocurrió así”.
La incapacidad de los líderes políticos y de los medios de comunicación para convertir las acciones de Trump en un asunto de mayor relevancia se agrava con la falta de interés de la población en su conjunto.
Aunque una mayoría de los estadounidenses vieron el asalto al Capitolio como un momento peligroso para el país en los días inmediatamente posteriores, esas opiniones se han desvanecido con el tiempo hasta el punto de que la protección de la democracia y la prevención de otro asalto al Capitolio apenas se mencionan como un asunto prioritario.
En una encuesta realizada en diciembre por el Wall Street Journal, el asunto más relevante para los encuestados era la inmigración, con un 13% que decía que no había nada más importante. La economía ocupaba el segundo lugar, con un 11%. Las acciones de Trump del 6 de enero ocuparon el 17º lugar, con solo un 2% de los estadounidenses que lo consideraron el asunto más importante al que se enfrenta el país. Los problemas raciales, el gasto público y las infraestructuras ocuparon puestos más avanzados.
“Para la gran mayoría de los estadounidenses, el 6 de enero ya está en sus retrovisores”, señala Neil Newhouse, un experimentado encuestador del Partido Republicano. “Hay muy pocas posibilidades de que las ‘nuevas’ noticias que afloren tras la investigación hagan cambiar de opinión a nadie”.
Norm Eisen, un abogado de la Casa Blanca de Obama que trabajó en el primer impeachment a Trump, comenta que otras encuestas sitúan la democracia en un terreno más seguro. Según una encuesta de noviembre, solo el 18% de los estadounidenses cree que la violencia de los “patriotas estadounidenses” está justificada para “salvar a nuestro país”, y que incluso entre los republicanos, esa cifra es solo del 30%.
Según piensa, los estadounidenses probablemente comenzarán a prestar más atención al papel de Trump en el asalto al Capitolio cuando el comité de la Cámara de Representantes y los fiscales federales y estatales que lo investigan comiencen a publicar sus hallazgos.
“Todavía estamos a mitad de camino de un esfuerzo multidimensional para lograr que Trump rinda cuentas por el ataque a las elecciones y la insurrección”, comenta Eisen. “Tenemos que dejar que siga su curso”.
Los politólogos, especialmente los que estudian el autoritarismo, son mucho menos optimistas. Señalan que las investigaciones realizadas a lo largo de los años muestran que entre una cuarta y una tercera parte de los estadounidenses están dispuestos desde hace tiempo a renunciar a la democracia a cambio de un líder que “haga lo que hay que hacer”. Trump fue simplemente el primer presidente estadounidense dispuesto a sacar provecho de esa predilección para permanecer en el cargo sin haber ganado las elecciones.
“Para muchos estadounidenses, la ‘legitimidad’ de una elección no depende de si se llevó a cabo de manera libre y justa, sino más bien de si se publicó el resultado ‘correcto’”, expone Karen Stenner, autora de The Authoritarian Dynamic, un libro de 2005 que ya advertía de que las democracias occidentales estaban en riesgo de dar lugar a autocracias en esta era de rápidos cambios demográficos.
Según su investigación, un 50% de los votantes del centro-derecha del país pueden considerarse abiertos al autoritarismo. “Para ellos, la idea de las elecciones ‘robadas’ no es una ‘Gran Mentira’, sino una especie de verdad superior sobre a quién pertenece realmente Estados Unidos”.
Hill, la antigua analista del NSC, advierte que ya vivió el mismo fenómeno en su Inglaterra natal, especialmente en zonas económicamente deprimidas, donde la gente estaba menos interesada en los ideales del autogobierno que en la realidad de su pobreza y desesperanza personales. “La gente acaba frustrada porque nadie hace nada”.
Los estadounidenses que están en circunstancias similares vieron en Trump a un potencial salvador. “Tenían muchas esperanzas de que Trump iba a cortar por lo sano y hacer las cosas porque era un hombre de negocios”, dice. “Solo se fijan en las cosas que no están funcionando”.
Hill dice que le preocupa que Trump, a pesar de todo lo que hizo para destruir la democracia hace un año, pueda aun así utilizar su control sobre esas mismas personas —a las que ha entrenado con éxito para que repitan sus mentiras sobre unas elecciones “robadas”— para volver a la Casa Blanca en 2024.
Si eso sucede, esas podrían ser las últimas elecciones de Estados Unidos: “Es el fin de la democracia representativa”.
Este artículo fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.