Trump, acorralado por la trama rusa
El fiscal especial Robert Mueller está juntando de forma metódica y brillante las piezas de un rompecabezas. Cuando esté completo, el puzle mostrará a un presidente que está listo (superlisto) para la destitución.
La denuncia de Mueller el pasado viernes sobre los ciberataques rusos contra las elecciones estadounidenses de 2016 ha sido un golpe maestro táctico en la investigación. El presidente Donald Trump se encuentra ahora acorralado. El informe de Mueller deja a Trump como un completo mentiroso por repetir en varias ocasiones que cree al presidente ruso Vladimir Putin cuando este asegura que Rusia no tiene nada que ver y que el hackeo podría venir de "algún tipo de Nueva Jersey".
Las acusaciones no conectan exactamente a la operación rusa con Putin de forma personal, pero ese no es el punto. Ninguna persona seria cree que una operación tan sensible como la irrupción deliberada en las elecciones de EE UU podría salir adelante sin el conocimiento y apoyo absolutos de Putin en una nación tan autoritaria como la suya.
Trump, que ha negado en repetidas ocasiones la implicación rusa, ahora ha cambiado de marcha e insiste que lo que hay que probar realmente es si hubo "colusión". Eso es una falacia.
Durante la campaña, Trump pidió pública y repetidamente a los rusos que sacaran los trapos sucios de Hillary Clinton. Sus asesores principales se reunieron con funcionarios rusos para ver lo que tenían. Esa parte de la investigación de Mueller sigue abierta.
Lo que ya sabemos es bastante condenatorio. Una conspiración de intereses no tiene que incluir un acuerdo explícito. Puede estar basado en señales.
En este caso, Trump y su familia confiaron en rescates financieros masivos a sus empresas en quiebra por parte de oligarcas rusos cercanos al Kremlin. Cuando se convirtió oficialmente en candidato a la presidencia, los rusos lo trataron como un valor en alza (un idiota útil, como solían decir los estalinistas). Y cuando los finalistas resultaron ser Trump versus la firme Clinton, los rusos trataron de destruirla a ella y de que que Trump fuera el elegido. Mientras tanto, Trump se ha convertido en el presidente más prorruso de la historia de Estados Unidos, negándose a decir una sola palabra crítica contra Putin, comportándose como la cabeza de un estado clientelar. Esta parte de la historia parece oculta pero es evidente.
Probablemente los detalles —de la financiación rusa de los negocios de Trump y de más contactos de la campaña— se pormenorizarán en próximas acusaciones, y en ellas seguramente se incluirá a miembros de la familia de Trump, al igual que en el informe final de Mueller, que se parecerá mucho a una propuesta de impeachment.
Lo que es sorprendente —y devastador— es que el detallado informe sobre la manipulación rusa en las elecciones estadounidenses tenga que venir de un fiscal especial. En un Gobierno normal, las pruebas de injerencia extranjera en unos comicios habrían llevado al presidente a exigir una investigación completa sobre el asunto. En su lugar, Trump se ha burlado de la idea y ha usado su influencia para bloquear tales investigaciones a través de paneles del Congreso y del Senado.
En vez de investigar la interferencia rusa, el presidente ha nombrado una comisión sobre la integridad de las elecciones, presidida por el vicepresidente Mike Pence y Kris Kobach, el secretario de Estado de Kansas más conocido por suprimir el voto de las minorías, basándose en la premisa de que el fraude de votos de inmigrantes y otras personas no cualificadas para votar había ayudado a Clinton a ganar el voto popular. Esto era tan absurdo que la comisión se cayó por su propio peso.
Entonces, ¿dónde nos dejan las últimas acusaciones de Mueller?
En primer lugar, estas revelaciones acaban con los esfuerzos intermitentes de Trump por despedir a Mueller. Si volviera a intentarlo ahora, sería un claro caso de obstrucción de la justicia. Los republicanos del Congreso no tendrían más elección que empezar el proceso de impeachment.
En segundo lugar, siembran más cizaña entre Trump y los líderes republicanos del Congreso y el Senado. Todos los republicanos clave, sea cual sea su matrimonio de conveniencia con Trump sobre otras cuestiones, han expresado su indignación por las operaciones rusas y han alabado a Mueller. Trump, en cambio, sólo ha proclamado su propia falta de complicidad, y no ha dicho nada sobre lo que la interferencia rusa documentada significa para la democracia estadounidense, y mucho menos ha prometido oponerse a ello y castigar a Putin.
También se ve más discrepancia entre Trump y toda la comunidad de inteligencia. La semana pasada, un día antes de que Mueller emitiera sus acusaciones, los líderes de todas las principales agencias de inteligencia, incluidos los designados por Trump, testificaron de forma unánime ante el Congreso que no había duda de que Rusia hubiera interferido en las elecciones de 2016. A diferencia de Trump, les alarma que Putin inclinara la balanza de las elecciones hacia una marioneta pro-Kremlin.
Una pregunta que queda por responder es hasta qué punto el informe de 37 páginas de Mueller confió en materiales de estas agencias de inteligencia, y qué más tiene el gobierno que no está contando por miedo a desvelar "fuentes y métodos". La acusación de Mueller profundiza mucho más que cualquier otro documento que se haya publicado hasta la fecha.
Quedan otras dos cuestiones. En primer lugar, cómo elige Mueller el momento de informar. ¿Cuándo saldrán los próximos informes? Las cosas podrían quedar resueltas en cuestión de dos semanas o la investigación podría alargarse más allá de las elecciones de mitad de mandato de noviembre.
En segundo lugar, falta saber cómo Estados Unidos debería disuadir y sancionar a Rusia. Las acciones rusas para socavar la democracia estadounidense y manipular las elecciones equivalen a un acto de guerra. Y si esas acciones fueran tan efectivas como sugieren muchos informes y las acusaciones de Mueller, significa que Trump literalmente llegó a la presidencia mediante un golpe de Estado financiado por Rusia.
Seguramente Estados Unidos y Rusia tienen la capacidad de noquear su defensa vital entre sí y los sistemas de infraestructuras que dependen de internet. Pero, a diferencia de la estrategia de disuasión nuclear de destrucción mutua asegurada, no hay líneas claras en lo que se respecta al autocontrol en la ciberguerra. Si las hubiera, Rusia seguramente habría cruzado una de esas líneas en 2015 y 2016.
¿Qué tipo de represalia sería la adecuada? La ciberdestrucción mutua asegurada sería una catástrofe; ese es el motivo por el que Rusia sale de rositas en estas incursiones. Los tirones de orejas como prohibir los viajes o congelar las cuentas bancarias de unos pocos individuos rusos no hace más que dar un aspecto patético a América.
Se trata de una cuestión seria que Estados Unidos tiene que abordar, una vez que Trump se vaya. Gracias a las últimas revelaciones de Mueller y a las que todavía están por venir, puede que ese día no esté muy lejos.
Robert Kuttner es coeditor de 'The American Prospect' y profesor de la Heller School de la Universidad Brandeis de Massachusetts. Próximamente publicará el libro 'Can Democracy Survive Global Capitalism?'.
Este artículo fue publicado originalmente en el 'HuffPost' EEUU y ha sido traducido del inglés por Marina Velasco Serrano