Tres meses de chalecos amarillos: ¿resisten o pinchan?
Tras arrancar valiosos logros del Gobierno de Macron, las protestas adelgazan cada semana y crece la impopularidad del movimiento.
Tres meses llevan los chalecos amarillos revolucionando Francia. Durante 16 fines de semana consecutivos han mantenido el pulso al Gobierno de Emmanuel Macron (En Marcha), plantados en las avenidas de París, en los cruces de carreteras esenciales del sur y del norte, en las rotondas de los grandes polígonos industriales. Dicen que el Ejecutivo ha declarado la guerra a los ciudadanos más pobres, que se han cansado de cruzarse de brazos y que la pelea sigue.
Pero, tras una serie de logros notables, el movimiento parece perder fuerza. Cada vez tiene menos poder de convocatoria en las protestas semanales y se ha visto parcialmente cortocircuitado por el llamado "debate nacional" lanzado por el presidente, que busca "escuchar, entender, actuar" a los ciudadanos. Los actos de violencia que han salpicado algunas de las manifestaciones también hacen mella y han llevado a que, por primera vez, los franceses dejen de mostrarle mayoritariamente sus simpatías.
Los chalecos amarillos comenzaron a manifestarse por primera vez el 17 de noviembre, para rechazar los impuestos sobre el diesel y la gasolina que Macron planteaba aplicar desde el 1 de enero. En su opinión, la medida perjudicaba a quienes viven en zonas remotas de Francia, en el entorno rural menos desarrollado y conectado que las capitales, y que dependen de los automóviles para trabajar o estudiar.
El nombre del movimiento deriva del chaleco amarillo que usan los manifestantes, ese que se usa para atender un accidente en las carreteras, que los automovilistas franceses están obligados por ley a llevar en sus vehículos, como en España.
El movimiento nació en las redes sociales, sin rey ni amo. No tenía portavoces. No dependía de ningún partido político ni de un sindicato. Era, y sigue siendo, una amalgama de desencantados, de indignados de distinto signo político, por más que se estén tratando de adueñar de su pelea desde los extremos, el populismo de izquierda y, sobre todo, la ultraderecha de Marine Le Pen y Agrupación Nacional.
Sus peticiones iniciales se limitaban a los impuestos sobre el combustible, pero de inmediato mostraron más ambición. Reclamaron una reducción general de impuestos para la clase media y la reintroducción de una tasa sobre las mayores fortunas del país, en un intento de mejorar el poder adquisitivo de los menos pudientes. De ahí pasaron a reclamar hasta la dimisión de Macron para poner paz pero la aparcaron cuando arrancaron los primeros compromisos del Elíseo. Ahora van más allá y piden que se establezcan "refrendos de iniciativa ciudadana" que den "voz al pueblo" para la toma de decisiones, la supresión del Senado y la proporcionalidad en las elecciones legislativas.
Aunque hay divisiones internas importantes, algunas facciones abogan, además, por una salida de Francia de la Unión Europea, al estilo del Brexit, y por un mayor control de la inmigración irregular.
La ola amarilla ha supuesto la mayor crisis del Gobierno de Macron desde que ganó las elecciones en mayo de 2017. Tal ha sido su presión que ha acabado arrancando preciadas conquistas al presidente, abocado mover ficha si no quería que el descontento se le fuera de las manos.
Para empezar, Macron decidió anular la subida de la tasa de carburantes, el inicio de todo. Primero anunció que la congelaba seis meses, pero visto que no era suficiente, metió su apuesta -justificada como una medida ambiental- en un cajón. Luego, anunció un paquete de ayudas por valor de 10.000 millones de euros para reforzar el poder adquisitivo de los ciudadanos y "recuperar la paz social", con una subida del salario mínimo de 100 euros al mes. Todo aderezado de solemnes intervenciones televisivas llamando a la calma.
Además, ha aceptado abrir un debate sobre esos refrendos populares, aunque ni siquiera los chalecos amarillos han presentado formalmente un modelo ideal. Se habla de copiar las consultas que ya existen en Suiza o Italia, impulsadas por unas 700.000 firmas, pero no se aclara aún para qué deben servir estas consultas, si para proponer leyes, cambiar las que ya hay, reformar la Constitución, fiscalizar la acción del Gobierno... Este debate, en el que diversos miembros del Ejecutivo están teniendo contacto con el movimiento, se cerrará en marzo.
Como telón de fondo está el "debate nacional" impulsado por Macron, un intento de rebajar la tensión y de demostrar que puede, literalmente, arremangarse la camisa y ponerse a escuchar a los de abajo, él, símbolo de la élite urbana y culta que choca con los chalecos amarillos, currantes de la periferia. El presidente lanzó su iniciativa cuando las protestas cumplían dos meses, con una Carta al pueblo francés en la que invitaba al mayor número de ciudadanos a participar para "transformar la ira en soluciones" y "construir un nuevo contrato para la nación". Luego vino una primera reunión en Normandía, a la que asistieron 600 alcaldes y representantes locales para abordar las principales preocupaciones de los franceses y escuchar sus quejas. Lo mismo se habla de impuestos que de deficiencias en infraestructuras educativas y sanitarias.
Los analistas franceses coinciden en que esta idea del debate ha hecho que baje la fiebre, pero las razones estructurales del malestar de los ciudadanos no cambian. La desigualdad social y fiscal sigue estando en la base de las protestas. Por eso no cesan.
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16 semanas consecutivas son muchas para mantener viva una pelea, por eso parece razonable que los números hayan bajado sensiblemente. En la última convocatoria, el fin de semana pasado, hubo 46.000 manifestantes en toda Francia (5.800 en París), según datos del Ministerio del Interior. La cifra dista mucho de los 282.000 que se llegaron a registrar hace un mes, pero aún así es algo mejor que la de hace una semana (41.000 manifestantes en el país, 5.000 en la capital), informa Le Monde.
Para atraer de nuevo a los ciudadanos, los cabecillas de las manifestaciones están ideando nuevas fórmulas, como la de aparecer en lugares muy turísticos para que todo el mundo sepa de su lucha, bloquear accesos a grandes empresas internacionales como Amazon o hacer picnics, más festivos. "¡No estamos cansados!", "¡El movimiento no se apaga!", gritan los manifestantes. Frente a ellos, titulares como este de Le Parisien: "Sin aliento".
En este tiempo, 11 personas han perdido la vida en las protestas, en su mayoría atropelladas en lugares en los que se habían producido cortes de carreteras o bloqueos de accesos. Los convocantes sostienen que ha habido 2.000 heridos por "violencia policial", aunque oficialmente sólo hay recogidas algo más de 200 denuncias, que están siendo investigadas internamente por los cuerpos correspondientes. Estas semanas dejan, además, 8.400 arrestados en todo el país.
Por primera vez en tres meses, los chalecos amarillos han perdido el apoyo mayoritario de los franceses, o al menos eso dicen las encuestas. La empresa Odoxa publicó ayer un sondeo que afirma que el 55% de los ciudadanos está ahora en contra de las movilizaciones, un dato que sube al 72% en las personas de rentas altas y al 69% en las que residen en zonas urbanas.
Macron, a quien esta crisis le había causado una crisis de credibilidad insólita, remonta. Aún logra apenas un 32% de apoyos por parte de sus ciudadanos, pero al menos es el nivel que tenía en noviembre, antes de que este fenómeno naciera. El daño de las protestas llevó su cuota de popularidad al 27%.
Ahora está por ver cómo le afecta este fenómeno de cara a las elecciones europeas del próximo mayo, en la que los sondeos pronostican una batalla encarnizada entre su partido y el de Le Pen. Jacline Mouraud, una de las líderes más emblemáticas y seguidas del movimiento, anunció hace dos meses que iban a crear ellos mismos un partido que competiría al Parlamento Europeo, pero no han dado muchos pasos concretos desde entonces.
Los chalecos amarillos han marcado, incluso, la política exterior francesa. París se enfrentó a Roma en una crisis diplomática sin precedentes desde la Segunda Guerra Mundial después de que el vicepresidente italiano, Luigi Di Maio, se reuniera con miembros del movimiento, a principios de febrero.
Francia consideró "inaceptable" esa reunión, que tuvo lugar a las afueras de París, y le avisó de que no interfiriera con la política del país. El responsable de Interior de Italia, Matteo Salvini, buscó posteriormente aligerar las tensiones, diciendo que estaría dispuesto a mantener conversaciones con el presidente Macron, pero para "restablecer" relaciones dijo que Francia debía abordar temas "fundamentales", como la entrega de unos militantes de izquierda reclamados por Italia o la "devolución" de inmigrantes en la frontera.
El choque acabó con Francia llamando a consultas a su embajador en Italia y manifestando su protesta por los "ataques infundados y afirmaciones ofensivas" de líderes italianos. Las relaciones quedaron en paz a mediados de mes.