¿Transparencia o silencio? Así lidian las monarquías europeas con sus crisis internas
Reino Unido, Noruega y Dinamarca destacan por sus explicaciones y su reacción cuando se mete la pata. Bélgica es más española
Verano de 2014. Juan Carlos I decide retirarse y dejar el trono a su hijo, Felipe VI. Tras la noticia bomba, llegan las promesas. De “transparencia” y “cercanía”. De “renovación”. De una “conducta íntegra, honesta”, por parte del sucesor. Han pasado seis años y los vendavales han azotado a la monarquía española hasta casi desarbolarla. Sobrevive con sus peores datos de popularidad en las encuestas privadas —el CIS no pregunta desde 2015— y, más allá de los escándalos y sus protagonistas, una de las claves para que no levante cabeza es su falta de transparencia. Escasa información y poco clara cuando más sed de verdad tiene la ciudadanía.
En los primeros meses de reinado de Felipe se puso el pie en el acelerador: el rey se bajó el sueldo un 20%; la Familia Real ya tiene prohibido trabajar para empresas o entidades privadas, limitando su actividad exclusivamente a las tareas institucionales; no pueden aceptar regalos ni favores “que puedan comprometer la dignidad de sus funciones”; las cuentas de la casa del Rey son auditadas de forma externa e interna; el presupuesto y los contratos son publicados en su página web; y los trabajadores de la casa del rey lo hacen bajo un código de conducta centrado en la “austeridad, ejemplaridad y honradez”. Y, sin embargo, no es suficiente.
Ante la supuesta marcha de Juan Carlos I a la República Dominicana surgen las preguntas: ¿se va con escolta? ¿Quién la suministra y la paga? ¿Dónde y a cuenta de quién vivirá? ¿En cuánto se multiplican los gastos con su salida de Zarzuela, donde lleva media vida? Sin contar con la ausencia de reacción por parte de la casa real al comunicado del monarca emérito, que sigue luciendo en Twitter una visita de Felipe VI a la Unidad Militar de Emergencias.
En las demás monarquías europeas hay de todo: están las que dan cuenta de cada paso, lo más preciso y rápido posible, y los que hacen más o menos como España, olvidando aquello de Maquiavelo de que los príncipes inteligentes han de tener cuidado de tener al pueblo descontento.
La casa real con mejor comportamiento es la de Reino Unido. Isabel II y su equipo tienen claro que hay que rendir cuentas y, por eso, cada año presentan un documento de 150 páginas en las que especifican el gasto de todo, absolutamente todo: desde unas obras en palacio hasta la renovación de colchones o edredones, pasando por el cuidado de los jardines, el consumo de agua, los gastos de peluquería... Cada visita oficial está desglosada y explicada, como las vacaciones, lo mismo que el dinero personal de cada miembro de la Casa, justo una de las lagunas de la española. Por saberse, se sabe hasta el número de llamadas recibidas (unas 700.000 al año).
Isabel II ha pasado años horribles y, recientemente, dos grandes crisis que le han hecho mella a ella, personalmente, y a la institución: han sido la desvinculación del príncipe Harry y su esposa, Meghan Markle, y las acusaciones contra el príncipe Andrés de abusos a menores en el marco del proceso contra el millonario Jeffrey Epstein. El toro, por los cuernos, aunque es verdad que tras alguna dilación o intento fallido de salir airosos sin tantas renuncias: comunicados, exposición de hechos, acción. Incluso apartando de la vida pública al hijo favorito de la reina. Se han potenciado las imágenes de los herederos -Carlos y Guillermo- y se ha enfatizado el carácter de servicio público y de asunción de cuentas. Y sin dilatar las cosas excesivamente.
En cuanto a claridad en las cuentas y en a dónde van las partidas y qué hacen los reyes con ellas, Noruega, Dinamarca y Suecia se acercan al nivel de Reino Unido. Las cuentas se fiscalizan fuera y dentro, se exponen los euros del presupuesto público y los que han amasado sus miembros en negocios personales y apuestas privadas y se explica qué hace y con qué coste toda la corte y todo el funcionariado propio, incluso si está en diversos ministerios (ejemplo: en España hay partidas que no se ven en el llamado presupuesto de la Corona, porque vienen de Presidencia o Defensa).
Los noruegos han tenido aventuras, suicidios y hasta chamanes, pero no líos con la justicia y, pese a que se predijo el fin de la monarquía hace menos de 10 años, han sabido reconducir la situación mostrándose como el reflejo de una sociedad moderna, multicultural y diversa como la de su propio país. Los reyes, Harald y Sonia, gozan de la simpatía de su gente.
En Dinamarca han tenido escándalos por ir de tapadillo, pero se están resolviendo. Los herederos Federico y Mary tenían propiedades no declaradas de las que estaban sacando beneficio mediante alquileres. Ahora han roto esos contratos o han vendido las propiedades y han dado cuenta de esas operaciones al Parlamento nacional. Ellos mismos desvelaron lo que pasaba a preguntas de la prensa.
En Suecia, aparte de infidelidades que dañan la imagen pero no rozan lo delictivo, lo más grave ha sido que se ha tenido que apartar a varios miembros de la Casa Real en los últimos años. El motivo: ningún escándalo, solo que la familia crece demasiado y no hay dinero para tanta prole. Su imagen ha ganado con ese paso y se ha agigantado durante la pandemia, con gestos como que la princesa Sofía haya empezado a trabajar en un hospital de Estocolmo para ayudar el equipo de enfermería.
Los belgas, en cambio, se asemejan a los españoles, y no sólo porque hubiera una abdicación y hoy reine otro Felipe. No dan cuentas claras de sus movimientos económicos, lo que cosecha cada vez más críticas por parte de sus súbditos. El caso más cercano a los escándalos de Zarzuela data de 2010, cuando el hijo pequeño del rey Alberto II, Laurent, se quedó con un dinero destinado a la Marina. 175.000 euros que fueron invertidos en la decoración de su casa. Los acabó devolviendo.
Más recientes han sido otros dos tropezones: el de un sobrino del monarca que se fue de fiesta a Córdoba y se infectó de coronavirus en pleno estado de alerta (que fue obligado a explicar sus pasos y a pedir disculpas de inmediato) y el reconocimiento de una hija ilegítima de Alberto II (que el monarca negó sistemáticamente, estuvo a punto de ser sancionado judicialmente por ello, hasta que en enero la sentencia fue clara y no quedó más que encajarla).
Su imagen está lejos de ser ideal, pero en un país dividido (territorio, derechos históricos, lengua, influencia) los reyes y sus hijos aún mantienen una buena imagen generalizada, de unidad y de relativa discreción. En las últimas semanas, el rey Felipe se ha ganado numerosos aplausos por reconocer el pasado bárbaro de su gente en Congo, donde el colonialismo fue feroz y causó “sufrimientos y humillaciones”.
“Porque un rey no puede ocultarse. Ha de enfrentarse a lo que a él le toca vivir y a lo que su dinastía hizo antes que él. Asumir los errores, encajar la culpa y mirar al futuro con franqueza y dignidad son valores esenciales para que la institución no colapse”. Palabras del diario Le Soir que suenan propias a cualquier lector español...