Testosterona buena y testosterona mala
La táctica de señalar a “unos pocos hombres” siempre ha formado parte de la estrategia de la cultura androcéntrica, que no sube la bilirrubina pero sí la testosterona.
Los hombres se presentan como autores de lo mejor, de todos los grandes descubrimientos, inventos y logros para la humanidad, pero no pueden evitar aparecer como responsables de las peores acciones de la historia: masacres, guerras, exterminios de grupos de población… Y para solucionar esta aparente contradicción no dudan en elaborar un relato basado en un doble argumento, por un lado cuantitativo y por otro cualitativo.
Cuando se habla de los problemas causados por los hombres, como la violencia en general y la violencia de género en particular, recordemos que el 95% de todos los homicidios que se producen en el planeta son llevados a cabo por hombres (Naciones Unidas, 2013), echan mano de la calculadora y de sus “machomáticas” para concluir que se trata de “unos pocos hombres”. Una idea que, curiosamente, no utilizan cuando se trata de hablar de los grandes descubrimientos científicos, la creación artística y literaria, o la construcción de majestuosos proyectos arquitectónicos y de ingeniería. Entonces no se dice que son unos pocos hombres, más bien al contrario, todos se sienten parte de los logros y capaces de conseguirlos por sí mismos si se pusieran a ello, como si la capacidad estuviera en la masculinidad.
El elemento cualitativo viene a reforzar esa idea de la potencialidad masculina para dejar claro que las mujeres y su feminidad carecen de ella. Y para justificarlo toman como referencia un elemento tan masculino y tan macho como la testosterona. Pero como con ella no pueden discriminar entre las grandes obras de la humanidad y las terribles acciones que se han cometido, hacen una especie de juego para que parezca que del mismo modo que existe un “colesterol bueno” y un “colesterol malo”, se piense que también existe una “testosterona buena” y una “testosterona mala”. Y, por supuesto, quien decide si se trata de un tipo u otro de testosterona no es un laboratorio, sino la palabra de un hombre.
El colesterol es una sustancia grasa necesaria que es transportada en sangre por lipoproteínas. El “colesterol bueno” recibe su nombre por ser transportado por lipoproteínas de alta densidad (HDL por sus siglas en inglés), que recogen el colesterol en distintas partes del cuerpo y lo llevan hasta el hígado para que sea eliminado por la bilis. El “colesterol malo” se llama de esa forma porque su transporte se hace por medio de lipoproteínas de baja densidad (LDL en inglés), que lo llevan a las diferentes partes del organismo para que sea utilizado en distintos procesos fisiológicos. Si hay mucho “colesterol malo” (LDL) respecto al bueno (HDL), quiere decir que es transportado a los diferentes destinos, pero que no se puede llevar hasta el hígado para ser eliminado al mismo ritmo y se acumula en diferentes partes. Esta acumulación puede dar lugar a diversas complicaciones, especialmente al desarrollo de enfermedades cardiovasculares.
En los humanos, la testosterona es la hormona sexual masculina por excelencia, también está presente en las mujeres en pequeñas cantidades, concretamente su concentración en plasma es unas 10 veces más baja en ellas que en los hombres.
La testosterona es la responsable del desarrollo de los caracteres sexuales secundarios que dan visibilidad a la masculinidad y su virilidad, pero también tiene múltiples funciones fisiológicas a nivel general y cerebral, y se relaciona con determinados cambios del estado de ánimo, emociones y conductas. Es decir, la testosterona lo tiene todo para poder ser utilizada como argumento masculino: es básicamente de los hombres, determina su biología y virilidad e influye en el pensamiento y la conducta.
Y claro, con esta joya circulando por la sangre de los hombres, es fácil argumentar que todo lo que se ha conseguido por medio del poder, los privilegios y la discriminación de las mujeres se debe a esa masculinidad definida por la testosterona, o sea, por la “testosterona buena”, no al abuso ni a la exclusión.
Pero cuando se comprueba que son también hombres los protagonistas de las más terribles conductas que se llevan a cabo en el planeta, entonces se necesita echar mano del relato y su argumento cuantitativo para decir que son una minoría, y del cualitativo para explicar que esa minoría es consecuencia de la “testosterona mala”.
Eso es lo que han hecho cuando explicaban las violaciones y las agresiones sexuales en los años 50, y decían que eran consecuencia de una “intoxicación por testosterona”, comentando que la conducta se debía a una elevación puntual de los niveles de testosterona que nunca demostraron; pero tampoco lo necesitaban, porque bastaba la palabra de un hombre científico con “testosterona de la buena” para que la explicación fuera admitida. Es lo mismo que ocurrió cuando, por ejemplo, algunos estudios realizados en presos demostraron niveles más altos de testosterona, atribuyendo que esa elevación era la responsable de su criminalidad. Después otros estudios, como los de Frank McAndrew, del Knox College, evidenciaron que el aumento de la testosterona en algunos grupos de hombres era debido a la competitividad, la lucha por adquirir una posición dominante dentro del grupo, y el estrés propio de esos ambientes, no la responsable de las conductas que realizaban ni de la violencia.
A pesar de ello, desde el machismo siguen echando la culpa de la violencia a la testosterona, a la “testosterona mala”, por supuesto, para poder seguir sumando el argumento cuantitativo de que “son unos pocos” al cualitativo de que lo son por esa “testosterona mala”, y así librar al resto de toda responsabilidad y sospecha. Luego, cuando alguno de ellos actúe de forma violenta, dirán que ha sufrido esa especie de “intoxicación por testosterona” para situar la conducta fuera de su racionalidad y decisión.
La táctica de señalar a “unos pocos hombres” siempre ha formado parte de la estrategia de la cultura androcéntrica, una cultura que no sube la bilirrubina, pero sí la testosterona para mantener la desigualdad como referencia y los privilegios como un apéndice más de los hombres.
Ese baño de testosterona que empapa la anatomía masculina es el que permite que sigamos en una sociedad que toma lo masculino como universal, y limita lo femenino a lo particular de ciertos contextos y escenarios.