Tengo más miedo de un segundo mandato de Trump que de volver a tener cáncer
Mi vida y la de millones de personas dependen de que la gente vote al candidato que va a impulsar políticas sociales.
El cáncer canceló mi 2019. Después de 37 años con una salud casi perfecta, me convertí en uno de los millones de estadounidenses que han quedado en bancarrota por los gastos sanitarios derivados de una enfermedad.
El mes pasado, Donald Trump declaró que su nuevo plan sanitario daría cobertura a las personas con enfermedades crónicas previas. Pero Trump habla mucho y su objetivo desde 2016 ha sido rechazar Ley de Protección al Paciente y Cuidado de Salud Asequible, como ya ha intentado su Administración ante el Tribunal Supremo. Si Trump logra la reelección y termina el trabajo, ningún seguro médico querrá darme cobertura.
La tasa de cáncer está aumentando entre los jóvenes, pero a nosotros nos diagnostican más tarde. Estaba tan enfermo que pasaba noches enteras en el suelo del baño, envuelto en toallas, frente a un calefactor, temblando por los escalofríos y empapado en sudor. Mis médicos me dijeron que era mononucleosis, pero mi salud siguió empeorando. Estuve un mes luchando con mi seguro médico hasta que al fin accedieron a hacerme una resonancia del abdomen, que estaba visiblemente inflamado.
Resultó ser un linfoma no Hodgkin, un cáncer de sangre que se va desplazando por todo el sistema linfático. Mi propio sistema inmunitario me estaba matando desde dentro.
En los Estados Unidos de Trump crece la idea de que la pobreza y la enfermedad son defectos morales que están destruyendo el país desde dentro. Tengo dos másteres y trabajaba de psicoterapeuta en una clínica cuando me detectaron el cáncer. Después de unas vacaciones pagadas y seis semanas de baja por enfermedad no pagada, perdí mi empleo y mi seguro médico.
El cáncer, al igual que el coronavirus, requiere una respuesta comunitaria para salvar vidas. Mi madre me empezó a pagar el alquiler y yo empecé a vivir con ayudas públicas, cupones de alimentos y donaciones. Tuve suerte de vivir en el estado de Nueva York, donde se ha trabajado mucho para expandir el acceso al programa de seguros médicos Medicaid, de modo que pude ingresar en uno de los mejores hospitales del mundo pese a estar sin trabajo.
No hay ninguna red de seguridad para nadie, ni siquiera para personas como yo, un hombre blanco con educación superior y con empleo. Mi madre y mi padrastro (que ya estaba luchando en esos momentos contra un cáncer de próstata) vaciaron sus cuentas de ahorros. Yo también me quedé sin ahorros. Tuve que pedir préstamos. A día de hoy, sigo debiendo miles de dólares a mi clínica privada.
El privilegio adopta muchas formas en Estados Unidos. Encubierto o evidente, rojo, azul y blanco. Por ejemplo, no tener enfermedades crónicas es un privilegio. He adelgazado el peso que gané con mi enfermedad y me ha vuelto a salir el pelo oscuro. La mayoría de mis cicatrices las puedo esconder. Tengo una incisión en el abdomen, donde antes tenía el bazo. He quedado inmunodeprimido y padezco una neuropatía extremadamente dolorosa en las manos y los pies, un efecto secundario de la quimioterapia.
Aunque los “supervivientes” de cáncer son algo sagrado en Estados Unidos, la experiencia en sí es profana. Mi salvador fue el “diablo rojo”, el nombre con el que se conoce coloquialmente a la adriamicina, una quimioterapia dolorosa pero efectiva que mata tanto a células sanas como a células cancerígenas.
La quimioterapia es un proceso grotesco: hemorroides sanguinolentas, llagas en la boca, caída del pelo, sudores nocturnos, furia inducida por esteroides, urticarias... No me sentía nada angelical en el suelo, hinchado, calvo, cubierto en mi propia sangre y heces y con restos de vómito en mis manos. Estaba desnudo, solo y asustado.
El mito del superviviente es parte del problema de los Estados Unidos en el siglo XXI. Nos gusta pensar que la gente puede solucionar todos sus problemas por su cuenta. Pero yo no derroté al cáncer. Fue la quimio, mi familia e incluso mi Gobierno. Si no nos preocupamos los unos por los otros, ¿para qué sirve la comunidad?
Me he pasado toda la vida prestando servicios públicos a niños y adultos sin recursos, a personas con discapacidades y a personas sin hogar. Como capellán de un hospital, les sostenía la mano a los moribundos durante su transición a la siguiente vida. La única diferencia entre yo y las personas a las que sirvo fue la suerte que tuve.
Ahora trabajo con más de veinte clientes a la semana como psicoterapeuta privado y soy testigo del sufrimiento y los traumas de la gente en Estados Unidos en 2020. Muchos de mis clientes han perdido el seguro médico que les daba su empleador, pero no merecen afrontar solos sus problemas, de modo que mis ganancias se tambalean.
Durante los próximos cuatro años, corro el riesgo de que mi cáncer regrese. Si se regenera mi linfoma, mi única opción sería un transplante de médula. Pasaría meses con mascarilla y en cuarentena, incapaz de combatir el catarro más simple, y no hablemos ya del nuevo coronavirus.
Pero tengo más miedo de Trump y sus secuaces republicanos haciendo a América “grande” de nuevo que de una recidiva de mi cáncer.
No creo que Trump sea inmoral, sino amoral. Sus secuaces practican la avaricia o, en palabras de Hannah Arendt, la banalidad del mal, mientras cientos (o a veces más de mil) estadounidenses mueren cada día por coronavirus y otros tantos mueren desesperados por adicción a las drogas o por suicidio.
Hacer a América “grande” de nuevo implica impedir que bloqueen el acceso a la sanidad a millones de estadounidenses, independientemente de su afiliación política.
En estas elecciones, mi vida y la de millones de personas dependen de que la gente vote al candidato que va a impulsar las políticas sociales que protegen a los individuos en caso de enfermedades fatales para no dejarles morir solos.
Consulta aquí toda la información sobre las elecciones de Estados Unidos
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.