Sorprendente, o no
No me ha sorprendido el muro de votos que Trump ha sabido mantener a pesar de no haber levantado los muros prometidos.
Me gusta mucho el pollo frito que se come en los Estados Unidos. Cualquiera de ellos; porque no es cuerdo meter en el mismo saco el pollo de Kentucky (digo el del Derby y el restaurante de carretera, no el franquiciado), el de Luisiana, que comparte sus especias y su lubricidad con el gumbo, o el que aún se puede encontrar en algunos bares de Harlem, mestizo de todos los acentos de la negritud.
Se dice que los ingleses tienen variadas maneras de adorar a dios, pero una sola de guisar la carne. También eso lo han heredado los americanos, cuyo plato más interesante, una cumbre de lo culinario, por cierto, es el gumbo, que, amén de criollas, tiene raíces gabachas (esa roux de mantequilla, hoy prescindible) y españolas. No casualmente, hasta hace algunas décadas, antes de que el Catrina pusiera todas las alubias en remojo, a los viejos de Nueva Orleans no les era ajeno el término “moros y cristianos” que bautiza a nuestros empedrados de legumbres.
La misma desquiciada variedad se da en la cocina del marisco: nada tiene que ver el clambake de Nueva Inglaterra (adulterado hoy hasta el delito) con la sopa de almejas de Georgia, ni el cangrejo que sirven en Florida con el que se esconde en las riberas del Misisipi.
De las ostras mejor no hablamos; tan insípidas resultan las de aquella orilla del Atlántico que no les sobra el cuenco de kétchup con que las acompañan.
Lo mismo, pensarán ustedes, ocurre en España (lo de la variedad, no lo de las ostras). Y no les quito la razón; pero siempre me ha sorprendido la radicalidad con la que por allí cambian paisajes, música en la radio, vestimentas, bebidas… un viaje de cien kilómetros por cualquier interestatal puede acarrear más extrañeza que un salto entre los planetas de la Guerra de las Galaxias.
En el Derby, precisamente, pedí un dry-martini una tarde en que el paladar me exigía limpieza y sequedad en lugar del tradicional mint julep. Cierto es que me lo sirvieron, pero no dejé de advertir la brusquedad del camarero. Mi compañero de apuestas, avezado conocedor de la zona, sancionó:
-Tomarse un martini en Churchill Downs en jornada de Derby es como pedir tortilla española en una herriko-taberna el día del Aberri-Eguna…
En contrapartida, un tabernero de Briones, pegadito a Haro, me confesó, hace unos años, que había empezado a comprar botellas de la Ribera del Duero. Nunca faltaba, según él, el turista que había llegado hasta allí para declarar que no soportaba el vino de Rioja.
Si hablásemos de las carnes, necesitaríamos cien notas como esta para dar cuenta de todos los cortes y asados que se chamuscaron en las brasas norteamericanas en mejores días. Lástima que esta época tienda a la uniformidad y a la repetición de las fórmulas sabidas.
En Florida acudí a un genuino restaurante texano donde engullí una “t-bone” de pura suela mientras una banda country formada por mulatos caribeños me amenizaba la indigestión.
En Zaragoza (en realidad, en cualquier parte cuando llega el verano) he visto menús del día a base de gazpacho y paella. Y los “menús del peregrino” que jalonan el Camino de Santiago incluyen, indefectiblemente, “espaguetis boloñesa”.
Nutricionalmente, correcto; culturalmente, deplorable.
En lo que los Estados Unidos no se ponen de acuerdo es en su ordenamiento legal. Nada nuevo les descubro al señalar que de una raya en el suelo depende ser castigado con la cadena perpetua o finiquitado; también la posibilidad de casarse con su pareja de idéntico sexo; incluso puede, según el lado en que se halle, fumarse un porro o comprar un fusil de asalto en el supermercado.
Es lo que tiene una república federal, el mismo sistema por el que suspiro para España, que ampara los paisajes, las especias del pollo, el sabor del whisky y la autonomía del ciudadano. Y que recurre a la consulta popular con frecuencia y en condiciones que despiertan mi envidia. Las jornadas electorales made in USA llevan de guarnición decenas de referendos, locales, de condado o estatales, en los que los vecinos ejercen la acción directa.
Lo mismito.
Es más, cada estado ostenta su propia ley electoral y a ella deben atenerse los candidatos a Dueño del Mundo.
También, soy consciente, cobija el oscurantismo y los gérmenes del fascismo que día a día nos infectan con mayor virulencia. A la capacidad decisoria de cada estado frente al poder central se aferran los seguidores de religiones más o menos trasnochadas (me imagino a la señora de bien que entra a rezar y piensa que las serpientes que sostienen los fieles son rosarios), los racistas que encuentran más cómodo disponer de negros para su jardín que competir con ellos en el mismo trabajo; también los que niegan el valor de la ciencia hasta el punto de beber lejía o construir un museo en el que los dioramas muestran al hombre domesticando dinosaurios.
Pero no es el sistema federal el que propicia las tinieblas, sino la violencia y la religiosidad (disculpen el pleonasmo) sobre la que se cimentaron, no hace tanto, tales comunidades.
Y las distancias.
Para los habitantes de las inabarcables llanuras o de los páramos helados es difícil sentir como real lo que está más allá de las últimas curvas que atisban. Modos de vida tan asentados que cualquier intento de regulación, de avance o de cambio que llegue del D. C. es percibido como una intromisión.
Es un mundo sin ciudades que sobrevive, incluso, en muchas ciudades.
Mi guía en aquel Derby me lo explicó, ya más tranquilo al ver en mi mano un julep: “En buena parte de América, los verdaderos enemigos no están en Oriente Medio o en Corea del norte, sino en San Francisco, Los Ángeles o Nueva York. Sobre todo, en Nueva York. El discurso antisemita que prolifera por el Medio Oeste es, sobre todo, un discurso antineoyorquino. Costumbres disolutas, pensamiento liberal y Wall Street manipulando el valor de su dinero sin que ellos entiendan cómo. Eso es lo que perciben”.
Como ejemplo, las películas de Woody Allen, que fracasan estrepitosamente en cuanto sale de la Manzana. Apenas se detienen en su viaje de Manhattan a California.
A mí me sorprendió muchísimo la primera victoria de Trump. No sabía que en USA la añoranza de Jerry Lewis fuera tan grande.
Aunque puede que la diferencia estribara en el apoyo de los cómicos, emocionados ante el tsunami de ideas absurdas que se les venía encima.
En cambio, no me ha sorprendido el muro de votos que ha sabido mantener a pesar de no haber levantado los muros prometidos. Ha promovido la miopía de quienes no quieren gafas. Ha demonizado a sus enemigos, casi todos internos, ante quienes ansían luchar contra demonios. Ha obviado datos y certezas para ahorrar el sufrimiento de la contradicción a quienes viven sin argumentos.
Tan solo la rabia de las ciudades le ha arrebatado el segundo mandato.
En política, el eufemismo es la mascarilla de las mentiras. En lo culinario, el mayor que recuerdo es nombrar a las criadillas de toro “ostras de las Montañas Rocosas”.
La “posverdad”, ese delirante invento de su administración (“análisis de hechos alternativos”, dicen ellos), que no acabará una vez depuesto el sátrapa, es la receta canónica del pollo frito.
La realidad, cargada de pandemias, cambio climático, acuerdos internacionales y derechos civiles en retroceso, es el condimento extraño que ningún purista aceptará en su plato.
Aunque su persistencia los lleve a ignorar que eso es lo que les están sirviendo en lugar de pollo.