Somalia está al borde de la hambruna, y el tiempo se acaba
MOGADISCIO, Somalia ― Cuando se murió la última cabra de Nunay Abdi y se secó su pequeña parcela de tierra, se fue a la ciudad con sus seis hijos en busca de comida y agua. Cuando llegó a Baidoa, una ciudad del suroeste a unos 100 kilómetros de su pueblo —que hizo a pie—, esta madre soltera se dio cuenta de que faltaban dos de sus hijos.
En un estado de delirio provocado por el hambre y la sed, no era capaz de recordar si se le habían olvidado en algún lugar del camino o, peor, si habían muerto de deshidratación o de hambre. La madre, preocupada, esperó durante dos semanas noticias de sus hijos —de 4 y 16 años— en un campamento de refugiados para somalíes desplazados.
Al final consiguió dar con ellos, pero el más pequeño murió poco después por desnutrición severa.
La historia de Abdi no es única: hay muchas más madres como ella aquí en Somalia, donde el conflicto y el cambio climático han sembrado el caos y han llevado al país al borde de la hambruna. Si sigue esta tendencia, la vida para Abdi empeorará antes de que sea posible mejorarla.
Somalia está familiarizada con los peligros del cambio climático. Las lluvias han sido muy irregulares en los últimos tres años. Y la sequía actual llega después de la hambruna de 2011 que mató a más de 250.000 personas, la mayoría mujeres y niños.
Entonces, respondimos demasiado tarde. Murieron muchas personas incluso antes de que se declarase la hambruna. Las vidas perdidas fueron un precio demasiado alto que se tuvo que pagar por nuestra inacción colectiva. Hoy en día, vuelve a haber signos de advertencia. Puede que el país se enfrente pronto a su tercera hambruna en un cuarto de siglo.
La sequía solía afectar a Somalia una vez por década, y sólo a ciertas partes del país. Ahora, las condiciones de la sequía llegan con más frecuencia: una vez cada dos años. El período actual de sequía afecta a todo el país y los expertos temen que pueda ser más letal que el anterior; tanto que podría dar lugar a un colapso total. Además, el cambio climático está mermando la capacidad de Somalia para actuar. Ya se ha declarado el estado de emergencia. Más de seis millones de personas ―más de la mitad de la población de Somalia― necesitan ayuda.
Cuando las tierras se secan y el ganado se muere, es imposible que la gente —la mayoría, pastores que dependen del agua— escapen de la dura realidad medioambiental de cada día. Abandonan su casa, caminan a lo largo de kilómetros de tierra seca en busca de ayuda. Los cadáveres de animales salpican el paisaje desértico. Para empeorar las cosas, no sólo es la sequía lo que empuja a la gente a irse, sino también el conflicto. Muchos sufren robos por el camino, y algunas mujeres afirman haber sufrido abusos sexuales.
Somalia lleva dos décadas sin un gobierno efectivo, creando un vacío para los grupos militares, que convierten al país en uno de los lugares más peligrosos para trabajar. En 2016, fue nombrada la nación más frágil del mundo según el Índice de Estados Frágiles del Fondo para la Paz. Y la violencia y el terrorismo significan que el acceso de la creciente población de refugiados es un reto constante para los trabajadores humanitarios como nosotros.
Desde noviembre, miles de desplazados han llegado a Mogadiscio, la capital de Somalia, donde vivo. Esta reciente afluencia, compuesta de personas que abandonaron su hogar en una zona rural, se añaden al aproximadamente millón de desplazados durante décadas de violencia en este país.
Ya es habitual ver a mujeres y niños que piden en las calles de Mogadiscio. Cuando atravieso mi ciudad, veo a madres buscando ayuda. Veo a niños, algunos de la edad de mis hijos, haciendo lo mismo. Muchos de ellos sufren malnutrición ―se calcula que alrededor de 1,4 millones de niños sufrirán malnutrición severa en Somalia este año― y cuesta mucho llegar a las pocas clínicas que hay.
Estos son los afortunados que consiguieron llegar a las ciudades después de caminar durante días. No obstante, tienen que hacer frente a más dificultades una vez llegan hasta ahí. Las condiciones de hacinamiento y la falta de higiene hacen de los campamentos y de los barrios de chabolas un lugar propicio para la enfermedad, particularmente el cólera, que cada vez preocupa más. El agua limitada que les llega sabe mal y suele estar contaminada, pero es lo único que tienen.
Por todas partes hay diseminados pequeños asentamientos de tiendas, y algunas de las zonas más pobladas se parecen ya al desierto. Los trozos de tela de colores son el único contraste al rojo de la tierra. Al sentirse demasiado débil para caminar más, la gente se sienta sin fuerzas frente a los refugios improvisados, con la mirada vacía ante el mundo que les rodea. Los trabajadores humanitarios han llegado a acuñar un nombre para ellos: marginados de la sequía.
Salid Halima es una de ellos. La conocí en un pequeño pueblo llamado Beled Hawa, al noroeste de la capital, cerca de la frontera con Etiopía y Kenia. Esta mujer de 50 años cuida de 10 vacas esqueléticas. Había más —me dijo—, pero dejó al resto del rebaño en casa con su marido y ahora vive aquí con un familiar y sus cuatro hijos.
"Esta es la peor sequía que he vivido en más de 30 años", dice, peor que la que hubo hace seis años. "Ha matado a la mayoría de mis animales, y me preocupa que mueran miembros de mi familia de hambre o de sed si las condiciones no mejoran pronto".
No obstante, en mitad de la sequía y el desplazamiento, hay un rayo de luz. Por irónico que parezca, muchos somalíes empezaron este año con más optimismo del que han tenido durante décadas. Estrenan gobierno. Y aunque los militares siguen controlando amplias franjas del país, la estabilidad está volviendo a muchas áreas. Hay esperanza.
Lo vi en la mujer que conocí a las afueras de la capital. Halima, madre de cinco hijos, abrió un pequeño negocio después de pedir un préstamo al grupo de micropréstamos de su comunidad. Esa inversión demuestra su fe y envía el mensaje de que no todo está perdido, de que hay un futuro para Somalia. Los somalíes como ella y los que viven en la diáspora están haciendo grandes inversiones. El sector privado está creciendo. Pero este crecimiento tiene que llegar a todo el mundo, a todos los rincones de Somalia.
Sabemos que habrá más sequía debido al clima cambiante. Para reaccionar ante ello de forma efectiva, necesitamos una mejor gobernanza en Somalia y paz a largo plazo. Y no nos podemos permitir esperar.
Todavía puede evitarse la catástrofe, pero la comunidad internacional —también Estados Unidos— no puede seguir inmóvil. Los fondos de emergencia de casi 1.000 millones de dólares —aprobados recientemente en la ley de presupuesto para el año fiscal de 2017 en Estados Unidos— constituyen un paso significativo. Pero se necesitará una potente red de ayuda extranjera para evitar la hambruna y la muerte. La ONU pide 900 millones de dólares más para Somalia este año. Pero, hasta ahora, no están llegando los fondos necesarios. Si esperamos a que se declare la hambruna como hicimos en 2011, ya se habrán perdido miles de vidas, y la respuesta llegará a un coste económico exorbitante.
En lugar de reducir la ayuda extranjera ―como ha sugerido que haría el gobierno de Trump―, Estados Unidos debería seguir mostrando su apoyo y solidaridad. Con 20 millones de personas al borde de la hambruna ―en Somalia, Yemen, Nigeria y partes de Sudán del Sur―, es hora de volver a la generosidad.
Puede que no seamos capaces de deshacer el pasado y de devolver la vida a las más de 250.000 personas que murieron con la última hambruna en Somalia, pero por un momento podríamos imaginarnos cómo sería si nuestros hijos carecieran de comida y agua durante día. Ni refrescos. Ni chucherías. Dependiendo de las donaciones para sobrevivir o haciendo frente a una situación como la de Nunay Abdi, que recorre millas para huir del hambre y la sed y, por el camino, pierde a su hijo por el hambre. Lo podemos hacer mejor; por Abdi y por los demás somalíes tenemos que actuar ahora, antes de que nuestra inacción quede grabada en las tumbas de cientos de miles de somalíes.
¿Quieres ayudar? Apoya a organizaciones como Catholic Relief Services, World Vision, UNICEFy otros organismos humanitarios que trabajan por salvar vidas en estas naciones asoladas por la sequía.
Este artículo fue publicado originalmente en el 'HuffPost' EEUU y ha sido traducido del inglés por Marina Velasco Serrano