Sobremesa humana
¿Existe algo universal y constante en el ser humano o solo diferencias culturales divisivas que exigen tratamientos incompatibles e irreconciliables?
Hace algo más de una semana, aprovechando que era festivo en Oviedo, unos cuantos amigos fuimos a comer a un pueblo cercano. Como es sabido, las sobremesas pueden tornarse, en función de la frugalidad o exceso de lo comido, en un diálogo de vacuidades que avanza a trompicones mientras la digestión da cumplimiento a sus procesos o, por el contrario, lanzarse hacia otros derroteros más sugestivos, aunque no por ello más digestivos. En nuestro caso, ésta se desarrolló de forma animada, abundando en el comentario político de rigor, es decir, abordando la memez de turno del político de turno (con lo que las discrepancias estaban servidas, junto con los cafés y licores), hasta llegar finalmente a un complejo debate sobre la estructura y alcance que ha de tener un Estado para ser considerado libre y justo para con sus ciudadanos.
Mientras la lluvia nos acompañaba, porque en Asturias vivimos en ese bautizo constante de las cosas, las posiciones estaban más o menos definidas: cuatro optaban por un Estado más bien amplio y solidario (aquí me burlaba diciendo que a ese nivel la solidaridad no es más que un tierno eufemismo de gravoso, funcionarial y burocrático), mientras que yo lo hacía por uno pequeño y de corte libertario, en el que las personas fuesen lo más autónomas e independientes posible. A medida que las diferencias y matices se iban desplegando, pude constatar (al entrar en juego la cuestión sobre la naturaleza humana), como ya había hecho en otras ocasiones y círculos, que las preferencias políticas de las personas provienen también de una generalmente inmeditada inclinación a considerar que, o bien todas las personas tenemos una naturaleza común, compartida y por tanto universal, o bien somos sustancialmente distintos, lo que implica que nuestros valores son y serán siempre relativos, dependientes de nuestros países y culturas de origen.
La filosofía, decana de la curiosidad humana, ha mantenido un encuentro milenario con esta cuestión: ya sea para definirla de distintas y sutiles formas o, incluso, para negarla abiertamente, aduciendo en algunos casos que se trata de una búsqueda obsoleta, periclitada, alejada de todo orden práctico. Planteada general e históricamente, la disputa que más influencia tiene en nuestros días es la que enfrenta a la Ilustración (es decir, a los valores y criterios universales de la modernidad, que va desde Locke hasta Kant) con un reactivo relativismo (es decir, con la creencia en unos valores y criterios relativos, propios de la posmodernidad, dependientes del tiempo, el lugar, la cultura, la economía, etc.). ¿Existe algo universal y constante en el ser humano o solo diferencias culturales divisivas que exigen tratamientos incompatibles e irreconciliables?
A todas luces, los planteamientos de la posmodernidad gozan hoy de una mayor aceptación, una aceptación que se deja ver con claridad en todas las objeciones que se oponen sistemáticamente a las ideas ilustradas desde los sectores considerados más progresistas de la sociedad. La negación de una naturaleza humana, el rechazo a unos criterios y valores objetivos de carácter universal fundamentados en nuestra razón, implica, entre otras cosas, que expertos (los otrora orgullosos y tediosos intelectuales), políticos y activistas, así como críticos culturales y periodistas, vivan más preocupados por absorber y rumiar contextos, en un supuesto ejercicio de inapelable ecuanimidad, que en constatar la validez de lo que se concluye y expresa en dichos contextos. Más fácilmente aún: para la posmodernidad da igual lo que se diga, no importa qué sea correcto o no, verdadero o falso, porque siempre estará supeditado a lo supuestamente importante: la nación, la lengua, la raza, la religión, la economía, el sexo, el género, etc., como matrices constrictoras; que además serán elegidas arbitrariamente por los analistas según les convenga.
Por eso va más allá de la anécdota, por poner solo un ejemplo, ver cómo tantas personas que priorizan y ensalzan la ausencia de una naturaleza humana, abogando por no buscar normas y valores que dignifiquen y ensanchen la libertad de todos los seres humanos en su conjunto, se apliquen después con fruición a considerarse defensoras de los derechos humanos, cuando no aceptan ya de partida la existencia de una naturaleza común más allá de la similitud y el parentesco biológico. Parece una cuestión baladí, pero si una persona creyese que esencialmente un vasco o un catalán son diferentes a un español o viceversa, debido a que sus culturas, valores y criterios son distintos, resultaría ridículo que se llenasen la boca después apelando a la condición humana y a sus derechos para defenderse de los que piensan exactamente como ellos: entender los derechos humanos como un simple acto de respeto y tolerancia entre los prejuicios instituidos por culturas y naciones es una burda interpretación de lo que está sobre la mesa.
A resultas de esto, parecería prudente examinar al detalle este inveterado asunto, sobre todo por sus implicaciones a la hora de comprender correctamente a los demás y a nosotros mismos en nuestras relaciones políticas. David Hume, en su Investigación sobre el conocimiento humano, se preguntó y se respondió a sí mismo de la siguiente forma: “¿Se desea conocer los sentimientos, las inclinaciones y el modo de vida de los griegos y de los romanos? Estúdiese bien el temperamento y las acciones de los franceses y los ingleses”. Esto podrá epatar a mucho desorientado, no ya por la rotunda afirmación de una constante humana (un poquito después añadirá: “Hasta tal punto la humanidad es la misma en todo momento y lugar que, en este sentido, la historia no nos da a conocer nada nuevo o extraño”), sino porque la posibilidad de contemplar cómo un anglosajón se tiene por igual a un francés es todo un (necesario) atrevimiento.