Sobre subversión, vidas ilegítimas y género
Todas las vidas no solo merecen ser vividas sino que merecen ser entendidas como testimonio de vida.
Afrontar debates complejos desde consignas que los simplifican suele ser la estrategia preferida por los conservadurismos para reforzar las propias posiciones y el poder que las sustenta. Ahora le ha tocado al género, que comienza a ser señalado como el enemigo a uno y otro lado del espectro sociopolítico español.
Desde algún feminismo hasta Vox, desde Valcárcel a Monasterio, el género se nos presenta como un caballo de Troya, un mal con capacidad para corromper cientos de años de lucha feminista. Desde que es un aliado del capitalismo para destruir lo conseguido hasta que lo es del patriarcado para seguir sometiendo a las mujeres; desde que el género nos oprime hasta que es una “invención” o que la violencia “no tiene género”. De todo oímos y oiremos.
Como señala Gracia Trujillo (2009) la crítica a la noción de una identidad fija tiene que ver no solo con que estamos ante una ficción previa a la movilización, sino con que esta crea exclusiones. Y, añadiría, que es precisamente el género el que aporta fluidez a la identidad —y no solo a lo que tiene que ver con lo relativo a la sexualidad o al género en sí mismo—. Una identidad más fluida —o menos compartimentada, si se quiere— que toma un papel imprescindible para entender que somos seres sociales, que ahonde más en nuestras contradicciones y complejidades, es una herramienta a la que no se debería renunciar tan a la ligera.
Lo que termina ocurriendo con los discursos críticos con el género es que, antes o después, terminan por confundir crítica con exclusión y así dibujan decididamente vidas que son legítimas y otras que son erráticas. En el fondo, gran parte de la crítica feroz a la teoría de género esconde una verdad que queda disfrazada pero que es oportuno sacarla a la luz de vez en cuando: hay vidas que son vivibles y así debe reivindicarse y hay otras vidas que no lo son.
Entiendo —y comparto— buena parte de las críticas a las políticas de la identidad y a cómo nos han ido alejando en vez de acercarnos más; pero lo que no puedo compartir es la exclusión sistemática de las vidas e identidades que se alejan de la norma cisheterosexual. Cuando se ataca a la teoría de género y a las teorías de la identidad no se suele revisar el contexto y la situación de quien las pronuncia, ni se revisa tampoco desde dónde se pronuncian. A estas alturas del partido, seguir defendiendo que ser mujer es un destino no solamente es que sea una defensa errática, es que es malintencionada. Al igual que seguir defendiendo que los cuidados pertenecen naturalmente a las mujeres o que el hombre está naturalmente más capacitado que la mujer para proveer. Y al igual que tantas cosas: los cuerpos no son destino, ni las características de los cuerpos nos definen exhaustivamente. Ni los roles asociados a los cuerpos son designios inamovibles ni mucho menos universales.
Lo más difícil de cambiar es la cultura y sus inercias. Por eso, es oportuno no dejar a un lado herramientas —como el género— que nos sirven para seguir removiendo los artefactos del androcentrismo. Maricas, bolleras, bisexuales, personas trans, mujeres cis… Todas las vidas no solo merecen ser vividas sino que merecen ser entendidas como testimonio de vida, como parte de la construcción del conocimiento sobre la familia, las relaciones sexoafectivas, sobre la vida misma. Vidas que construyen el mundo y para las que el género es una herramienta poderosa de subversión.