Sí, fue un golpe de Estado
No es necesario el uso de la fuerza militar para que un golpe de Estado sea definido como tal.
El juicio a los políticos independentistas presos ha llegado al final. Visto para sentencia. Hemos asistido a un proceso complejo, cargado de hiperventilaciones, reivindicaciones, tragicomedia y vodevil. Entre tanto, hemos contemplado dos varapalos a las tesis independentistas por parte del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y un protoinforme de un grupo de Naciones Unidas que apostaba por la no separación de poderes como solución para los estados de derecho. La verdad judicial la conoceremos en unos meses, sabremos si es rebelión o no, si es sedición o no; pero podemos comenzar hablar de otras verdades, políticas, para afirmar que lo que aconteció en Catalunya fue un golpe de Estado.
Los días 7 y 8 de septiembre de 2017 dio comienzo una afrenta a la democracia sin precedentes en las últimas décadas en un país europeo; en esos días el Parlament de Catalunya aprobó la denominada “Ley de Transitoriedad”, que venía a sustituir a la Constitución Española y al propio Estatuto de Autonomía de Catalunya, a pesar de que los letrados de esa cámara ya advirtieron a la mesa del Parlament que esa Ley no podía ser votada. El independentismo catalán, los días 7 y 8 de septiembre, decidió arrogarse así una mayoría que no tenía; a decir verdad, el independentismo catalán no tenía ni siquiera la mayoría cualificada suficiente para reformar el propio Estatuto de Autonomía de Catalunya. Pero daba igual: decidieron intentar cambiar por la fuerza lo que no podían cambiar por los cauces de representación parlamentaria.
Cabe recordar que esa ley permitía que el presidente de la Generalitat nombrara directamente al presidente del “Tribunal Supremo Catalán”, la Administración se arrogaba la titularidad de cualquier clase de derecho real sobre todo tipo de bien que posea en Catalunya o establecía que los decretos ley, promovidos por el Gobierno catalán, no serían objeto de control por parte de su “Tribunal Constitucional”, entre otras cuestiones. Pero lo más importante es que todo esto se pretendía conseguir por la fuerza.
Sí, la fuerza, en democracia, va más allá de los militares. Un parlamento puede, ilegítimamente, usar la fuerza; un poder ejecutivo, también. Y eso fue precisamente lo que pasó aquel septiembre y octubre de 2017: el poder legislativo y ejecutivo de Catalunya, que emanan de la Constitución Española y del Estatuto de Autonomía, subvirtieron la ley, es decir, pretendieron sustituir el orden constitucional por otro, forzando y quebrando el ordenamiento jurídico vigente. Y eso, efectivamente, es un golpe de estado. Esa es la definición exacta: sustituir el ordenamiento jurídico de un Estado de derecho por otro ordenamiento por medio de la fuerza o por cauces ilegítimos.
No es necesario el uso de la fuerza militar para que un golpe de Estado sea definido como tal; recomiendo leer a Samuel Finer a este respecto cuando afirma que la extorsión o la amenaza de violencia para reemplazar un gobierno civil por otro gobierno civil también pueden ser considerados hechos catalogados como golpe de estado. Y, fundamentalmente, debemos recordar que fueron las fuerzas independentistas las que usaron las propias instituciones, las retorcieron y las quebraron para reemplazar el orden vigente; usaron pues a las instituciones catalanas, que son de todos los catalanes, como un arma de parte, saltándose cualquier cortafuegos, saltándose incluso las normas del propio Estatuto. El Parlament de Catalunya se convirtió en aquellos oscuros días en la imagen viva del golpe, y el poder ejecutivo, el Govern de Catalunya, en su brazo ejecutor, cumpliendo órdenes de un Parlament sublevado e ilegítimo.
Y no, no todo se puede votar. En democracia se vota lo previsto, que en este caso es lo que indica la Constitución y el Estatuto de Autonomía, que pueden ser cambiados en cualquier momento si se tienen las mayorías suficientes, pero no se vota lo que no puede ser votado. No se vota si echamos a los negros o si abolimos el divorcio; porque de eso va precisamente la democracia: del poder de la mayoría, respetando a las minorías, y respetando las reglas de juego. Y para cambiar las bases fundamentales de un ordenamiento jurídico hacen falta mayorías cualificadas. Lo que el independentismo hizo aquellos días es imponer su minoría social; lo que ocurrió fue que cristalizó la profecía supremacista que ya vaticinó Pujol y así se hizo carne aquello de que todo aquel que no comulgara con esta idea atlante de Catalunya debía ser señalado como mal catalán y, por tanto, silenciado o censurado.
Es preciso recordar que los líderes independentistas utilizaron dinero público al margen de la partida presupuestaria aprobada por el Parlament para financiar un proyecto de ruptura unilateral. A esta malversación de caudales públicos debemos sumarle la sustitución ilegítima de la Constitución Española y del Estatuto de Autonomía de Catalunya por la ya citada “ley de transitoriedad”. Y todo esto con la colaboración necesaria de 2 de los 3 poderes autonómicos. Es en esta imagen global, viendo en conjunto el uso del dinero público como podemos entender mejor lo que ocurrió aquel otoño del 17, que no fue más que la cristalización de un proceso muy pensado: se había invertido mucho dinero en esta idea supremacista, que era la mejor forma de ocultar el caso del 3%, de las ITV, de la corrupción para unos y era, para otros, la mejor forma de sentirse distintos, superiores (genéticamente, que diría Junqueras) a sus vecinos del resto de España.
Y es que se hace cada vez más necesario reflexionar sobre la democracia, sobre el concepto de la representación democrática, sobre la libertad. Sé que la afirmación acerca de que lo ocurrido en el otoño del 17 fue un golpe de Estado es irritante e incómoda, pero lo cierto es que en estos tiempos de puritanismo y autocensura a mí me pasa cada vez más aquello que dijo hace ya un tiempo el atemporal Quevedo, que me “amarga la verdad y quiero echarla de la boca”.