Sexo, género y corporalidades: retos del feminismo
Comparar la auto-determinación de género como un deseo caprichoso al estilo del consumo en el mercado neoliberal es muy injusto.
En 1989 Barbara Kruger, artista conceptual estadounidense, realizó una obra de fotografía sobre vinilo que llevaba una inscripción: “Your body is a battleground”. Esta imagen ha recorrido el mundo llevando la idea de la importancia del cuerpo para determinar lo que somos, lo que podemos ser, lo que nos dejan ser. Como la frase misma dice, “tu cuerpo es un campo de batalla”, Kruger realizó esta obra para la Women’s March de Washington en apoyo a la libertad reproductiva frente a las amenazas legales anti-abortistas. Si bien Kruger, como feminista, no es la primera en señalar el cuerpo como elemento fundamental sobre el que las decisiones políticas giran, la imagen y el logo que creó sirvieron para condensar este importante mensaje del feminismo. Como la misma Kruger dijo en referencia a su obra, “intento dibujar cómo puede ser sentirse viva/o hoy”.
El feminismo, como conjunto de teoría y praxis que lucha por la igualdad entre mujeres y hombres, ha devenido en buena parte una reflexión sobre qué les pasa a nuestros cuerpos, cómo los construimos, los interpretamos, los tratamos, los sentimos, los cuidamos. Somos cuerpos, somos materia, y es sobre ellos que se perpetra cualquier forma de desigualdad. Lo que en el feminismo se denomina sistema sexo/género es la manera de explicar cómo producimos y reproducimos desigualdad entre hombres y mujeres. Es decir, a través de cómo categorizamos los cuerpos en la sociedad los construimos en elementos de feminidad o masculinidad. Que el sexo es biológico y el género social es lo que entendemos que conforma ese tándem sexo/género. Parece fácil entenderlo, ¿no? Intuitivamente lo entendemos, pero sigamos indagando.
Los cuerpos son atravesados por todo lo hegemónico, o por todo aquello que pretende serlo, convirtiéndose así en campo de batalla: los cuerpos son un lugar solo nuestro que debemos reivindicar necesariamente como propio. Quizá los cuerpos sean aquel primer cuarto propio que describió tan nítidamente la escritora Virginia Woolf. Y, sin embargo, siendo nuestro, el cuerpo es aquello nuestro más público, más expuesto a las demás personas, a legislaciones, normativas, opiniones y deseos. Es decir, el cuerpo, mi cuerpo, es objeto y objetivo fundamental de la política, de sus regulaciones y de sus resistencias.
Hasta hoy el marco fundamental que ha guiado la política en prácticamente todas las sociedades conocidas ha sido el patriarcado. Este ha construido un marco de poder innegable, un sistema pensado para la supervivencia del andrós, que no es otra cosa que aquel sujeto que está llamado, según Aristóteles, a la conquista de todo lo que existe: el hombre, adulto y con propiedades, que está en el centro de esta construcción, de esta cosmovisión que domina y subyuga. Pero el andrós necesita a los cuerpos como herramienta, más que de trabajo, de servicio. Y es en los cuerpos donde el andrós centra su principal lucha. Como todo campo de batalla el patriarcado limita sus fronteras, dibuja sus trincheras. Y la principal herramienta para hacerlo es organizando una ordenación de los cuerpos. Para ello necesita categorizarlos y ordenarlos, interpretando diferencias que puedan convertirse fácilmente en desigualdades. La base para crear la opresión de las mujeres ha sido precisamente esa: interpretar sus cuerpos según una consideración binaria del sexo para pasar a establecer patrones de conducta (feminidad/masculinidad) que mantengan la hegemonía de unos sujetos sobre otros. Como Simone de Beauvoir dijo, para desmontar el sistema que organiza a las mujeres como alteridad absoluta hay que entender muy bien primero cómo se produce. Eso han estado haciendo los feminismos en los últimos sesenta años. Como todo sistema de control y opresión el patriarcado es abigarrado, deja pocas rendijas por las que poder infiltrarse. Hay muchas fuerzas visibles y, sobre todo, invisibles, por las que se mueve y se impone. El trabajo es arduo, y por eso las diferentes fuerzas de lucha contra la desigualdad son necesarias.
Entendemos que la clave primera será dejar de seguir con esa forma binaria de construir la feminidad y la masculinidad en formas estereotipadas que conlleva limitar nuestros horizontes como seres humanos, tanto de las mujeres como de los hombres. Liberemos el género, dejemos de construirlo, de imponerlo en un binarismo que produce opresión y discriminación a una parte y toxicidad y modelos violentos de vida para la otra parte. Hasta aquí lo que cualquier feminista podría estar de acuerdo, y que podemos resumir como: hay que abolir el género y su indisoluble relación con el binarismo porque es lo que construye la desigualdad. ¿Cómo hacerlo? ¿Qué pasos dar? Entendemos que aquí empezarían las diferencias de planteamientos feministas y el punto en el que el diálogo y el análisis son más necesarios que nunca.
Gran parte de la teorización feminista realizada hasta hoy ha mostrado una idea muy clara respecto a la imposibilidad en el actual sistema de conocimiento de separar el cuerpo y su materialización en lo político. Si el sistema de opresión de las mujeres, el patriarcado, es un entramado de lo político con lo biológico, como algunas feministas vienen preguntando desde hace décadas, ¿cómo es posible desligar uno de otro? La diferencia sexual (que luego es la que el patriarcado de forma ilegítima utiliza de base para crear la desigualdad) está atravesada por ambos, lo biológico (sexo) y lo político (género). En realidad, la relación entre sexo y género es, como ha señalado Grosz (1994), una cinta de Moebius en pleno movimiento; difícil, si no imposible, saber cuándo entras en uno u en otro. Así, categorizamos el sexo biológico según el modelo binario masculino/femenino en sintonía con una construcción social de hombre/mujer.
Pero, ¿cómo abolir el género si el sexo y el género se entrelazan de forma que parece casi imposible desligarlos uno del otro sin repensar todas las categorías identitarias que usamos para definirlos? Dejar de construir género, abolirlo como forma básica de organizar las identidades, requerirá analizar sobre qué categorizar los cuerpos, pensar qué son nuestros cuerpos. ¿Son las diferencias genéticas, gonadales o genitales (las llamadas tres Gs) la base para poder seguir hablando de un binarismo sexual en los cuerpos? A tenor de las investigaciones científicas es imposible dar por sentado de forma sólida que existen sólo dos formas de alineamientos de esas tres materialidades reunidas en lo que llamamos “sexo” (genes, gónadas y genitales). Si bien es cierto que hay una cierta regularidad, ni es constante ni completa. ¿Tal vez el cerebro sea una buena base para asignar identidad en relación al sexo? Hasta hoy los estudios neurocientíficos no han podido demostrar que haya una diferencia innata en los cerebros de tal forma que podamos hablar de cerebro femenino y cerebro masculino (Fausto-Sterling, Joel, Rippon, Fine, Eliot…). No hay cerebros rosas y cerebros azules. Es más, la neuroplasticidad del cerebro, revelada como una característica esencial de lo que somos los humanos, nos indica la importancia de atender a las construcciones socio-culturales y político-económicas como forma de cambiar y activar transformaciones neuronales a lo largo de toda la vida (la llamada epigénesis).
Los avances de la ciencia nos permiten conocer mejor al ser humano, nos permiten tener una visión más honda de nuestra identidad. Pero también se hace necesario alertar que la historia de las ciencias, médicas principalmente, está plagada de intentos de naturalización del andrós: lo pudimos comprobar con la medición de cráneos en el marco del llamado “racismo científico” o del peso de cerebros para alegar que las mujeres no estaban capacitadas para el pensamiento abstracto. Y es que las ciencias médicas tampoco escapan al paradigma androcéntrico. A este respecto hay que tener en cuenta, como señaló Diana Maffía (2017), que cuando un grupo oprimido pretende salir del lugar de opresión en el que está, viene enseguida el esencialismo y la ciencia médica a recordarle que debe quedarse en el lugar de opresión en el que se encuentra.
Tenemos entonces, que ni el sexo es una categoría natural cerrada ni el género es una construcción social y nada más. El “sexo biológico” sobre el que el patriarcado articula su categorización de género, no es una categoría binaria de forma completa en ninguna de sus tres aspectos principales: genes, genitales, gónadas. ¿Podemos, en el siglo XXI afirmar que el sexo, que el poder jerárquico del sexo, reside en los genitales? Quien afirme que el sexo está exento del pensamiento androcéntrico debería repasar la historia de las ciencias, al menos, en Occidente. Cuando construimos jerarquías de poder a las que les damos la categoría de jerarquía natural corremos siempre el mismo riesgo: construir jerarquías estancas e inamovibles. Cuando afirmamos que el sexo es dicotómico y que sirve para la reproducción, cuestión más teólogica que biológica, y afirmamos este hecho como una “cuestión natural” estamos diciendo que todo lo que se salga de la dicotomía sexual es antinatural.
Y, entonces, ¿cómo entender las disputas entre diversos feminismos que se revuelven en polémicas que parecen irreconciliables y que llevan a conversaciones en las que el discurso de odio aparece constantemente? Pareciera que nos enfrentamos a una constante contradicción: si se categoriza a la mujer en base a características biológicas se la cosifica, y si se categoriza a la mujer en base a categorías sociales y culturales se quieren borrar sus capacidades biológicas. ¿Cómo resolver esta aparente contradicción?
Parece sensato plantear que los espacios de debate violentos no son una construcción feminista. Las conclusiones de un debate que surgen de la violencia no deberían formar parte de la epistemología feminista. Las herramientas con las que el feminismo construye su conocimiento no son las herramientas del patriarcado. Ni pueden serlo.
Hay debates que atraviesan a los cuerpos y que tienen que estar en la agenda de los feminismos: violencias machistas, prostitución, gestación por sustitución, disidencias sexuales… Hay infinidad de cuestiones que nos deberían hacer reflexionar sobre el papel del andrós, sobre cómo interviene el andrós en estas cuestiones. Pero si para abordar estos debates, entre otros, abusamos del dogma, de la violencia y de la negación de lo disidente no haremos otra cosa que regalarle a ese andrós que sustenta al patriarcado uno de los regalos que más anhela: que el conocimiento feminista, que nuestra epistemología, se construya con sus parámetros, con sus herramientas.
La naturalización de los roles y el esencialismo consecuente es lo que ha llevado a establecer jerarquías de poder. Presentar los roles como una categoría natural, y por tanto inamovible, es la herramienta favorita del androcentrismo para construir su epistemología. Y el esencialismo siempre ha sido una de esas herramientas naturales del andrós y de sus necesidades, generando binomios artificiales (mujer-tareas de cuidado; hombre-tareas de fuerza) e incluso trinomios (mujer-gestante-madre; hombre-proveedor-padre).
Para abolir el género como categoría de creación de desigualdad necesitamos alejarnos de otras formas esencialistas que permitan desigualdades. ¿Acaso pensamos que el sexo es “solamente una categoría biológica”? Las personas intersexuales saben muy bien que no es así: históricamente se han forzado sus cuerpos, se han mutilado, para que encajen obligatoriamente en un esquema binario androcéntrico que solo existe en el imaginario de su amo. Las mujeres han tenido que sufrir que su capacidad de pensamiento y de acción política pasara inevitablemente por sus capacidades reproductivas (o por su falta de ellas). Los hombres disidentes del modelo androcéntrico han experimentado la violencia sobre sus cuerpos para volver a encajar en lo que debería ser un “hombre de verdad”. ¿Acaso no es muestra suficiente que ante los repetidos intentos de naturalización de los roles y de la sacralización de la genitalidad la respuesta siempre haya sido la violencia ante los cuerpos y los roles disidentes? ¿Nos extraña que las agendas más reaccionarias y patriarcales apuesten por un esencialismo biológico de los sexos y su genitalidad?
Queremos alertar del riesgo que supone naturalizar los dictados binarios que nos impone el patriarcado, elevarlos a la categoría de jerarquía natural y hacer del sujeto mujer un ser humano mítico, infalible y sagrado. Las personas trans, entre otras, rompen la hegemonía del andrós, lo desafían. Y es en sus cuerpos, una vez más, en los que se centra la batalla; y parece que en esta batalla por canonizar los cuerpos el patriarcado gana, pues, se sustenta la sacralización de los roles, defendiendo la naturalización de los cuerpos hegemónicos como centro natural de toda esta cosmogonía.
Mientras que nos movamos en el sistema de sexo/género tendremos que seguir insistiendo en el peligro de establecer categorías naturales para los roles sociales. Por eso defendemos la capacidad de agencia de las personas trans para empoderar sus cuerpos, para desacralizar sus roles, para disentir de los esquemas binarios y artificiales del andrós. Y precisamente por eso, también somos disidentes en cuanto al sistema sexo/género: la abolición del sistema sexo/género sería un punto de partida con el que sacar al andrós del centro de nuestras identidades, de nuestras corporalidades. Incluir a las personas trans en el sistema según su auto-determinación no hace más sólido a este sistema de género que se pretende abolir; al contrario, lo empieza a desequilibrar, ya que introduce una nueva lógica para pensarlo y repensarlo. Y, a la larga, transformarlo y abolirlo. Comparar la auto-determinación de género como un deseo caprichoso al estilo del consumo en el mercado neoliberal es muy injusto, pues no atiende a la necesidad que tiene de ser reconocida como persona quien se acoge a la auto-determinación.
¿Quiere decir esto que el cuerpo deja de ser importante? Nuestra interpretación es justamente la contraria. Precisamente por la importancia del cuerpo material para vivir en sociedad, desplegar una vida digna, y reconocida en igualdad pensamos que dejar de categorizar los cuerpos en algunos de sus elementos hoy más funcionales (sexo/género, etnia) puede significar avanzar en la liberación. El objetivo de un mundo donde no se interpreten los cuerpos según ese patrón normativo es poder alcanzar, con el tiempo, un escenario de convivencia humana en el que la diversidad de los cuerpos se acoja con disfrute.
Ni los cuerpos son del andrós, ni los roles son sagrados. Ni los géneros garantizan la libertad ni los sexos nos llevan al abismo. Ni la hegemonía genito-corporal es un camino hacia la verdad ni la disidencia de lo humano es garantía de progreso.
Seguiremos pensando cómo salir de las trampas que el patriarcado nos plantea. Seguiremos pensando cómo liberar a los cuerpos del riesgo de la divinización y de los esencialismos. Seguiremos reivindicando la humanidad radical que habita en los cuerpos. A sabiendas de lo cierto de la violencia del andrós, y de sus cómplices.