Ser escritor y llegar a fin de mes
De niño, cuando me preguntaban qué quería ser de grande, siempre respondía para mis adentros: "Nada". No lo decía en voz alta por vergüenza o miedo a la reacción de mis padres. Sin embargo, "nada" era un término que abarcaba mucho, pues así se traducían mis deseos de ser escritor.
Crecí rodeado de libros: tres bibliotecas que visitaba con frecuencia. Una en casa de mi abuela, que pertenecía a mi tía, artista plástica; otra en casa, construida por mis padres, donde se destacaban las novelas de aventuras, la literatura negra y los libros de historia militar; y una más discreta que pertenecía a mi tío, militante de izquierda, cuyo estante demasiado pequeño sostenía libros de gran envergadura de autores como Nietzsche, Deleuze, entre otros.
Por esos días consideraba a aquellos escritores y escritoras dioses que vivían (o habían vivido) entre nosotros, con ojos capaces de contemplar detrás de los hechos humanos para dejar un retrato iluminador con las palabras. No mentiría si afirmo que incluso pensaba que estaban sustraídos a lo más básico como comer, ir al baño o trabajar.
Así que cuando deseaba crecer para dedicarme a "hacer nada", me refería a convertirme en uno de estos seres que estampaban sus nombres en las portadas de los libros y templaban las fotografías con una expresión divina. Claro, era un niño, demasiado ingenuo, pero no pasó mucho tiempo antes de que pudiera descubrirlo.
«Mi nombre es Franz, nací el 3 de julio de 1883. Fui agente de seguros. No disfrutaba mi empleo. Sin embargo, me permitió escribir, alimentándome y ofreciéndome temas, formas y personajes. Tenía conflictos con mi padre. Tuve una vida tormentosa. Mi obra vive y mi nombre se recuerda por mi profunda humanidad». Estas son las palabras que imagino diría Kafka, si le pidiera definirse.
Tenía quince años cuando concluí que los escritores no eran dioses. Todo lo contrario, se distinguían por tener una carne que sangraba con facilidad y en esta sensibilidad exacerbada parecía descansar su potencial divino.
Pero, no sólo se trataba de rasgos psicológicos, de una capacidad de transformar la experiencia en una búsqueda mediante la palabra. Había descubierto otros aspectos en los que se parecían al hombre y la mujer común. 'Hacer nada' no era el destino de los escritores. Muchos de ellos escribieron (y escriben) mientras desempeñaban otros oficios que les permitían comer, pagar la renta, etc.
Charles Bukowski se desempeñó como cartero, William Faulkner fue pintor, carpintero, periodista y la lista puede continuar. Hoy en día, muchas escritoras y escritores se dedican a oficios como la traducción, el periodismo, son docentes o conferencistas. Muy pocos pueden vanagloriarse de vivir de sus libros. Los tirajes son cada vez más pequeños y los anticipos una rareza. Un escritor gana entre 10-15% por la venta de un libro. Lo que significa que tendrá que vender una cantidad considerable para poder llegar a fin de mes con las ventas de sus obras. Esto, por supuesto, en el caso de aquellos que logran ver su libro publicado. Hay una gran cantidad de manuscritos inéditos en las mesas de los editores, en las agencias y en los escritorios físicos o virtuales de sus autores.
Meses o años de trabajo e ilusión que esperan conseguir un espacio en el limitado mundo editorial. Lo anterior es revelador, porque plantea una cuestión clave sobre el quehacer literario. ¿Por qué una persona elige un oficio sin rentabilidad, que no le promete nada seguro más allá del fracaso?
Tenía veinticinco años cuando me hice esta pregunta. Era claro que lo que motivaba a los autores no eran los números, sino una gran fuerza interior. Por entonces, enseñaba en una escuela de secundaria y traducía artículos de filosofía. Escribía en las madrugadas, sin buscar la fama o el dinero, convencido de que el fracaso no era importante si con él podía adentrarme en el alma humana para develar lo divino.
Los escritores no son dioses, no de la clase que imaginaba en mi niñez. Sin embargo, estoy convencido de que son seres excepcionales que, sin importar su belleza o monstruosidad, retratan nuestra humanidad, construyendo una memoria de lo posible. En mi biblioteca, por ejemplo, duermen muchos mundos que visito, a los que asomo el rostro para entender lo que tienen que decir sus creadores sobre mí y lo que me rodea.