“Ahora sueño con los muertos”: la pandemia (y la precariedad) sigue pesando en las residencias
Gerocultoras y enfermeras denuncian que su situación laboral ha empeorado tras la covid: la falta de personal y la sobrecarga física y mental hacen mella en ellas y en sus residentes.
Nunca llegará a conocerse el impacto real de la pandemia por covid en las residencias de mayores y otros centros institucionalizados en España. Se sabe que fueron el lugar donde golpeó con más fuerza la primera ola, se sabe que entre esas paredes se vivieron atrocidades, que muchas personas fallecieron esperando a que las recogiera una ambulancia, que se les encerró para tratar de frenar la epidemia, que las trabajadoras pedían auxilio, desesperadas, desprotegidas y agotadas.
Según los últimos datos que publican los Ministerios de Derechos Sociales, Sanidad y Ciencia e Innovación, más de 30.700 personas que vivían en residencias de ancianos han muerto con covid o síntomas compatibles desde el inicio de la pandemia o, lo que es lo mismo, uno de cada diez residentes de estos centros en toda España.
El inicio de la campaña de vacunación, en enero de 2021, marcó un antes y un después en esta serie, frenando en seco los casos durante meses. Pero la huella del covid sigue presente en esos centros, y se observa tanto en los residentes como en las trabajadoras que velan por ellos, de por sí bastante precarizadas antes incluso de que comenzara esta crisis.
Lorenza tiene 57 años y, desde hace 15, trabaja en residencias cuidando a enfermos de Alzheimer. Cuando se le pregunta qué tal están las cosas en su centro, el Reina Sofía de Vallecas, su respuesta es clara: “Muy mal, muy mal”. “Cada vez tenemos más abuelos, cada vez están peor, y cada vez nosotras somos menos”, resume.
“Se estaban volviendo locos, igual que nosotras”
Lorenza cuenta que sus residentes “lo pasaron muy mal” en la primera ola pandémica y su deterioro cognitivo se aceleró como consecuencia de ello. “Había gente que andaba y dejó de andar, o gente que hablaba y que es ahora cuando he conseguido que vuelva a reír, y que me hable”, explica esta gerocultora.
Los encierros en las habitaciones en las peores semanas de la pandemia, que Lorenza y sus compañeras trataron de sortear como pudieron, hicieron mella en todos ellas. “Hasta tuvimos que tapar los espejos de los baños, porque se volvían locos”, cuenta, y enseguida añade: “Se estaban volviendo locos, igual que nosotras”.
Las trabajadoras también arrastran todavía esa sobrecarga. Después de 15 años asistiendo a ancianos enfermos, Lorenza sabe lo que es ver morir a alguien, pero eso nunca le había trastornado como ahora. “Ahora sueño con los muertos, veo sus caritas”, cuenta. “Ahora sueño con una nevera que tuvimos que poner en el patio para meter los cuerpos”. Lorenza sabe lo que es preparar a un residente enfermo de covid para que se lo lleve una ambulancia y, al rato, decir: “La ambulancia no llega, se nos muere aquí”. “Se han muerto personas que llevaban 14 o 15 años con nosotros, que eran como nuestros abuelos”, dice.
40 horas semanales por 977 euros
Los sobreesfuerzos físicos y mentales de esos meses salen ahora a la superficie: “Como todos están peor, hemos forzado nuestros cuerpos”. Lorenza toma Tramadol (analgésico opioide) tres veces al día y Gabapentina (anticonvulsivo) por la noche. La mujer tiene una hernia y en julio sufrió un ictus. Quince días después, se había reincorporado en su puesto.
En lo peor de la pandemia, el sueldo de esta gerocultora no llegaba a los 800 euros por 35 horas semanales, con algunos domingos y festivos incluidos. Ahora, que hace 40 horas a la semana, su nómina se queda en 977 euros, con sus trienios incluidos.
“Hay días que no puedo con mi alma”, cuenta la mujer. Su marido le dice: “Chica, cógete una baja, que vas a entrar en depresión, vas a caer”. Y ella lo piensa para sí misma y confirma: “Es verdad, voy a entrar en depresión”.
Su médico le dice “que lo hable, que lo suelte, que lo cuente”. “No te vuelvas loca, empieza a sacarlo”, relata Lorenza, que también ha recurrido en algún momento a somníferos y ahora, que los ha dejado, no es capaz de “dormir bien tres horas seguidas”.
Trabajar a base de tranquilizantes y opiodes
Según el informe Condiciones de Trabajo, Inseguridad y Salud en el contexto del Covid-19 (COTS), elaborado en 2020 por la Universitat Autònoma de Barcelona y CCOO, uno de cada tres enfermeros, médicas, limpiadoras, gerocultoras y auxiliares de enfermería han consumido tranquilizantes, sedantes o somníferos durante la pandemia. En estas profesiones, el incremento del consumo de analgésicos opioides también es generalizado, siendo las gerocultoras (34,1%) y limpiadoras (33,4%) las trabajadoras que más han consumido estos medicamentos durante la pandemia.
A Lorenza a veces le ronda por la mente la posibilidad de cogerse una baja, pero enseguida la descarta: “¿Qué hago aquí, en mi casa, sabiendo lo mal que lo están pasando en mi centro?”. El refuerzo de personal que llegó por la pandemia ha quedado reducido a la nada, y un cambio de titularidad en su residencia —que desde mayo gestiona Mensajeros de la Paz— trajo más recortes. En fisios, en terapeutas, en personal de limpieza y en enfermería.
La falta de personal no afecta sólo al centro en el que trabaja Lorenza, sino que es un problema extendido en toda la Comunidad de Madrid, según denuncian desde el sindicato Comisiones Obreras (CCOO). Rosa Muelas, responsable de Salud Laboral, dibuja un panorama en el que reinan la precariedad y la sobrecarga laboral en personas que, en muchos casos, se han reincorporado a su puesto de trabajo con secuelas covid.
“La precariedad y el nivel de exigencia es aún mayor que antes de la pandemia”, afirma Muelas. “Tenemos a gente que físicamente está peor haciendo un trabajo en el que se le exige todavía más. Pero ya no es sólo que estén físicamente molidas; es que psíquicamente no pueden más”, asegura la responsable. “Cuando vienen por aquí, vienen llorando, directamente diciendo ‘no puedo más’, ‘no puedo más’, ‘no puedo más’”, relata.
Según el informe COTS, auxiliares de enfermería (51,8%), gerocultoras (46,6%) y enfermeros (45,8%) son los trabajadores que más han visto empeorar su salud general a raíz de la pandemia.
Muelas conoce casos de trabajadoras afectadas por covid persistente que prefieren pedir el alta voluntaria para que no les recorten la nómina. “Después de un año de baja, pueden empezar a cobrar un 75% de su sueldo y, con unos salarios tan bajos, eso las deja prácticamente en un nivel de pobreza”, describe.
Diez minutos para lavar y vestir a cada residente
La portavoz de Comisiones señala que las residencias no siempre cumplen las ratios de personal que establece la Comunidad de Madrid. “En los sitios más brutales, en los peores casos, las trabajadoras tienen sólo 10 minutos para asear y vestir a cada anciano”, indica Muelas.
Juani Peñafiel, gerocultora y responsable de Dependencia en CCOO Madrid, lo confirma. “En 10 minutos hay que despertar a esa persona, dejar que se sitúe, sacarla de la rigidez, desnudarla, llevarla al baño, ducharla, secarla, hidratarla, vestirla y ponerle las prótesis que correspondan”, detalla. “Imagina las velocidades que tenemos que llevar”, se queja Peñafiel. “Depende de cómo venga el día, hay veces que no me da tiempo a hacer todo esto en una hora”.
Lo que hacen muchas trabajadoras ante esta falta de tiempo es entrar media hora antes de lo que les corresponde para tratar de avanzar trabajo. “Están regalando a las empresas media hora todos los días”, lamenta Peñafiel. Es eso, o bajar la calidad de la atención a los residentes.
La gerocultora asegura que el refuerzo de personal que reclaman no es sólo necesario para aliviar las condiciones de las trabajadoras, sino para mejorar las de los residentes. “Cuando decimos que falta personal, es porque no llegamos, no es para estarnos sentadas”, denuncia Peñafiel. “Reivindicamos unas condiciones laborales con las que, al final, lo que también queremos es el bienestar de los residentes”, defiende.
Muy a su pesar, Peñafiel reconoce que tras las muertes de la primera ola, cuando las empresas ganaban menos dinero y algunas se acogieron a los ERTE, las plantillas se mermaron hasta tal punto que “la atención a los residentes fue nefasta”. Ahora la situación sólo es “un poquito mejor”.
Falta de limpieza que acaba en sarna y chinches
La mayoría de los centros han recuperado el mismo número de residentes que tenían antes del covid, pero no han renovado los contratos de trabajadores que se hicieron en lo peor de la epidemia. Así que “volvemos a la casilla de salida”, resume Peñafiel.
Los recortes se notan, sobre todo, en personal de limpieza y en enfermería, lo cual a su vez repercute en las funciones que llevan a cabo las gerocultoras, que se amplían. La falta de personal de limpieza es tan “brutal”, señala Peñafiel, que en el último mes CCOO ha tenido constancia de dos brotes de sarna en dos residencias diferentes de la Comunidad de Madrid. “En una de ellas, además, tenían chinches”, apunta la responsable del sindicato, que prefiere no dar los nombres de los centros. El salario base de una limpiadora es de 903 euros, estancado en esa cifra desde 2018, como el del resto de trabajadores en el sector de la Dependencia.
“En cualquier cafetería, ganas más y trabajas menos”, le dicen algunas trabajadoras cuando van a ver a Juani Peñafiel. “Será una jornada más larga, sí, pero la carga física no es la misma. Y la emocional, tampoco. Hemos quedado muy tocadas”, cuenta. Cuando las compañeras les plantean a la dirección este problema, la respuesta que reciben es: “Ya sabes lo que hay, ahí tienes la puerta”.
“Nadie quiere trabajar en una residencia, y menos si es privada”
La otra pata a la que más afecta la falta de personal es enfermería. Julia, argentina de 45 años que reside desde hace 15 en España, es enfermera por partida doble, haciendo mañanas y tardes en una residencia pública y en otra privada. “Todos los enfermeros somos pluriempleados debido a la escasez”, dice. “Hacemos entre 14 y 15 horas al día”.
La escasez se debe, a su vez, a las malas condiciones laborales que ofrecen muchas residencias, sobre todo las privadas, fácilmente mejorables en un hospital o directamente fuera de España, en países como Alemania e Inglaterra, donde han emigrado muchas enfermeras.
“Nadie quiere trabajar en una residencia, y menos si es privada”, constata Julia. “Los descansos, las libranzas, el salario… no tienen nada que ver con un hospital, o con una residencia pública. La diferencia es abismal”, sostiene la enfermera. “En las residencias privadas tenemos siete descansos al mes, mientras que en la pública son 12, y hay plus de transporte o de nocturnidad que en las privadas no nos dan”, detalla.
Colegas suyas se niegan a aceptar el salario base por convenio (1.347 euros brutos) con las condiciones que ofrecen las residencias. Julia reconoce que si ella y otras compañeras no han tirado la toalla todavía es porque “somos de Sudamérica, aquí no tenemos familia, y simplemente trabajamos”.
“No podemos dar a los residentes todo lo que necesitan. No llegamos”
A Julia le duele no poder cumplir sus funciones como le gustaría. “No podemos llegar a lo que necesitan los residentes. No podemos cumplir un tratamiento. No podemos realizar un seguimiento cotidiano, porque no hay enfermeros”, lamenta. “Esa es la realidad. No podemos hacer todo lo que quisiéramos, porque no tenemos personal”, insiste la enfermera, que advierte: “Si no cambian el convenio y si no dan incentivos, esto va a continuar así. Y los afectados no somos sólo los enfermeros; son los abuelos”.
Julia dice que de momento aguanta porque su trabajo es su “pasión”. Lorenza, la gerocultora del centro de Alzheimer en Vallecas, da una respuesta parecida cuando se le pregunta cómo soportan ella y sus compañeras la sobrecarga física y mental que sufren por su trabajo. “Porque nos gusta nuestro trabajo, yo pienso que es por eso”, contesta. “Cuando llego a alguna unidad, después de unos días, y un abuelo me pregunta ‘¿dónde estabas?’. Ese señor tiene Alzheimer y, aunque no sepa quién soy, sí sabe que estoy ahí todos los días”, cuenta la mujer. “Disfruto muchísimo con mis residentes. Pero también sufro muchísimo con ellos”.