Referéndums y literatura de detectives
Las casualidades existen, qué duda cabe. Pero cuando se producen en política, la experiencia nos obliga a ser escépticos. Especialmente, si se trata de la política inglesa. Los británicos, a fuerza de pragmáticos, inventaron la democracia y la literatura de detectives, dos géneros narrativos que dominan a la perfección. Yo no puedo negar que soy un forofo de ambos, por lo que, siguiendo su ejemplo, llevo algún tiempo preguntándome a qué se pudo deber la fiebre que experimentaron hace unos años por organizar referéndums. La consulta sobre la independencia de Escocia y el Brexit pueden interpretarse como una genuina manifestación de su espíritu democrático, pero también como una prueba de que la democracia puede usarse en ocasiones para fines menos nobles de lo que su nombre indica.
Hagamos un poco de historia.
El 18 de septiembre del 2014, una semana después del trescientos aniversario de la caída de Barcelona en la Guerra de Sucesión (la fecha más emblemática del nacionalismo catalán), tuvo lugar el referéndum de Escocia. Los medios de todo el mundo se hicieron eco de la noticia y la interpretaron como un ejemplo de lo que debe hacer una democracia en casos similares. Cameron, el primer ministro británico, repitió lo mismo en varias ocasiones. Y fue más lejos. En unas declaraciones de junio del 2013, sin que al parecer fuera necesario, estableció una conexión entre Escocia y Cataluña; aunque, por supuesto, dejando claro que no quería inmiscuirse en los asuntos internos de otro país. Ese mismo día, Artur Mas le agradeció sus palabras, afirmando que esperaba que España tomara nota.
De hecho, desde el momento en que Cameron lo anunció, el referéndum de Escocia se convirtió en el argumento más poderoso utilizado por el independentismo catalán para justificar su ofensiva contra el Estado. El procés tuvo también el apoyo decisivo de distintos medios de comunicación británicos. Entre otros, The Economist, que en septiembre del 2013 publicó un artículo a favor de la independencia en el que afirmaba que los catalanes no tenían nada que perder sino sus cadenas. ¿A qué cadenas se refería? Nunca lo supimos.
Si las decisiones de Cameron partían del convencimiento de que ningún gobierno democrático puede ignorar cuestiones de "nacionalidad e independencia" dentro de su territorio, como él mismo afirmó, poco después se le presentaría la ocasión de demostrarlo. El 16 de marzo del 2014, inspirándose en el ejemplo escocés, Putin decidió aplicar el "derecho a decidir" en Crimea, una región ucraniana con mayoría rusa. Obviamente, en este caso la maniobra era muy burda, dejaba ver claramente su motivación. Pero si Cameron hubiera sido consistente con sus afirmaciones anteriores, debería haber apoyado la celebración allí de un referéndum con todas las garantías democráticas. Sin embargo, no fue así. En este caso, se opuso frontalmente a la consulta, ya que, en su opinión, solo el pueblo de Ucrania podía decidir en cuestiones de soberanía nacional. De igual modo se expresó la prensa anglófona, incluyendo los que apoyaban (y siguieron apoyando) el "derecho a decidir" de los catalanes.
¿Por qué en Cataluña sí y en Crimea no? La respuesta parece tener más que ver con intereses políticos que con ideales democráticos. La independencia de Crimea favorece a Rusia, mientras que la de Cataluña, si hemos de creer al diplomático británico Drace-Francis, favorece al Reino Unido. Así lo expresó en una carta enviada al Financial Times poco después del fracasado referéndum del 1 de octubre, añadiendo que Gran Bretaña ha tenido siempre un interés especial en fomentar la división dentro de la península Ibérica en su propio beneficio. Mencionaba Portugal, Gibraltar, la Guerra de Sucesión.
A algunos les causará perplejidad comprobar que estas rencillas históricas continúen en la actualidad, pero parece indudable que el proyecto de convergencia europea no ha conseguido eliminarlas. Precisamente, una de las razones de los euroescépticos británicos para oponerse a la unidad política es que no tiene sentido pretender integrar, más allá de lo económico, un bloque de naciones que siempre han tenido (y seguirán teniendo) intereses contrapuestos. El resurgimiento de los nacionalismos en Europa hace pensar que muchos comparten ese criterio.
Si Cameron no se proponía ayudar a los independentistas catalanes con su referéndum, el hecho es que eso es lo que sucedió, creando con ello graves trastornos en España y en otros países europeos. El referéndum de Escocia reavivó cuestiones identitarias en todas aquellas regiones que tienen conflictos pendientes con sus Estados. Que son bastantes. Por otra parte, ha servido asimismo para generar fricciones entre distintos países. Los manejos del independentismo catalán ante las justicias belga y alemana han despertado viejos prejuicios de esas naciones contra España, fomentando rencillas que parecían pertenecer al pasado. Los conflictos fronterizos y las enemistades históricas son una caja de Pandora en Europa que más vale no abrir. Y el referéndum de Escocia ha contribuido a hacerlo.
Pero veamos el segundo referéndum. El Brexit, para sorpresa de muchos, ganó. Y a partir de ahí, curiosamente, los mismos medios de comunicación británicos que mencionaba hace un momento empezaron a cuestionar que esa forma de consulta fuera una buena forma de solucionar los problemas. Incluso que fuera propiamente democrática. The Economist publicó un artículo en octubre del 2017, en el que, a propósito del aniversario de la aparición de The English Constitution de Walter Bagehot, lamentaba que el Brexit hubiera reemplazado la tradicional moderación inglesa por el extremismo y la polarización, aconsejando que se introdujera de nuevo el "demonio del populismo" dentro de "la botella constitucional". Curiosamente, estas mismas palabras podría haberlas aplicado al caso de Cataluña. ¿Qué había sucedido para que los que alababan la pureza democrática del referéndum de Escocia, recomendando que en Cataluña se hiciera otro tanto, se expresaran ahora de esa manera?
Evidentemente, que el resultado del Brexit perjudicaba sus intereses. Desestimaron el poder de la demagogia para exaltar los ánimos y ahora se veían en la obligación de asumir las consecuencias. Aunque muy temprano se empezaron a alzar voces a favor de que se efectuara un segundo referéndum. Incluso Farage, el impulsor del Brexit, lo apoya. Pero si se salieran con la suya, sería al precio de hacer un tremendo ridículo. ¿Qué sentido tiene convocar un referéndum para, si no nos gusta el resultado, repetirlo dos o tres años después? Con esa lógica, ¿por qué no hacer un tercero? ¿O un cuarto? La incongruencia es evidente. A propósito, ¿se imaginan ustedes que hubiera un referéndum para la independencia de Cataluña y, si ganaran los independentistas, Artur Mas se mostrara partidario de repetirlo?
Gran Bretaña es muy posible que tendrá que pagar un alto precio por el aventurismo político de algunos de sus líderes. No quiere decir esto que la Unión Europea no lo esté pagando también. El independentismo catalán ha creado una gran crispación dentro de España, generando tensiones entre países que parecían impensables hace solo unos años. Además, los nacionalismos proliferan por doquier en el continente y el proyecto europeo está ahora más desprestigiado que nunca. Es difícil probar que ése fuera el objetivo que perseguía Cameron, pero lo que sí debemos descartar es que actuara movido por puros ideales democráticos. Si no queremos pecar de ingenuos, tendremos que plantearnos que la verdadera razón de ese tipo de comportamiento no suele ser la que se explicita. Si algo caracteriza al pueblo británico es su pragmatismo. Y el uso de un discurso democrático en defensa de sus intereses es una de sus manifestaciones. Por más que, como todas las estrategias, tenga sus riesgos.