Radiografía del ascenso ultra: dónde y por qué ha cosechado Le Pen datos históricos
La conclusión es simple: nadie ha sabido dar respuestas a una Francia en transformación y la ultraderecha ha pescado en río revuelto. Un aviso para toda Europa.
El 41,4% de los franceses que este domingo acudieron a votar lo hicieron por la Agrupación Nacional de Marine Le Pen. Nunca, desde la Segunda Guerra Mundial, desde aquellos horrores fascistas desconocidos en Europa, una formación de ultraderecha había cosechado unos resultados tan exitosos. Como afirma el vicepresidente político de Vox, Jorge Buxadé, “sería un gran error ignorarlo”, pero obviamente por motivos diferentes a los que a él se le pasan por la cabeza: el ascenso de una formación que rescata ideas que creíamos enterradas tiene que ser un aldabonazo para toda Europa, para el mundo entero.
En el día después de los comicios en los que ha vencido el liberal Emmanuel Macron, toca analizar la evolución del que fue Frente Nacional de Jean-Marie Le Pen y hoy es Rassemblement national, capitaneado por su hija menor. Hablamos de una formación que no es nueva, que el 5 de octubre cumplirá 50 años, que nació de un grupo de pequeñas asociaciones -albergues neonazis, todas ellas- que cuajaron en partido. Se convirtió en una fuerza presente en todas las citas electorales francesas desde los años 80 y, en los 2000, su evolución ha sido imparable. “Las ideas que representamos han llegado a la cumbre”, en palabras de Marine Le Pen, anoche, en su discurso que a ratos pareció más alegre y satisfecho que el del propio presidente Macron. Se han vuelto un partido aceptable socialmente, pese a su radicalidad.
El salto es innegable: este 24-A, Agrupación Nacional logró 13.297.760 millones de votos, cuando en la segunda vuelta de las presidenciales de 2017 se quedó en 10.644.118 y antes, en 2002, cuando fue el patriarca Jean-Marie quien disputó la ronda final, logró 5.525.906, según datos del Ministerio del Interior galo. Entre 2007 y 2017, ha ganado millón y medio de apoyos en las legislativas (hasta los 1.590.858 de la última convocatoria de 2017, a la espera de que este junio se vuelvan a celebrar) y en los comicios regionales ha duplicado sus datos de una convocatoria para otra (tiene a día de hoy 6,8 millones de votos). También en Europa, de la que abominan, se han robustecido: de 1.091.691 votos en 2009 a 5.286.939 en 2019. El triunfo de ayer no es flor de un día.
No hay espacio para la complacencia, pese a la derrota de Le Pen. La evolución indica una fortaleza de la ultraderecha que ha cuajado en un elevado respaldo a su programa y en una alta abstención del 28%, la más alta en 50 años, a la que han contribuido en gran parte los jóvenes. El abandono de la política por el cansancio extremo ante la falta de respuestas en un simple porcentaje. Esa es la lectura: para qué votar si nadie va a arreglar nada... o votemos a los ultras, que amenazan con sacudir al viejo sistema, con arramblar con todo lo conocido que nos tiene sumidos en la precariedad e intentarlo por otra vía. Es la tentación en la que han caído más de cuatro de cada 10 franceses.
Macron tiene muchos deberes pendientes, muchas cosas que cambiar, pero antes tiene que entender lo que pasa y por qué la gente, desencantada, se ha ido a los brazos de Le Pen. Un acercamiento a la manera en que se votó ayer lo explica: si el líder de En Marche! arrasó en la segunda vuelta en París y su región (los ultras no sacaron allá más que un 14,9%), en las grandes ciudades y en áreas más pudientes de Francia, Le Pen se coronó en la zona menos próspera, en la llamada perdedora o escéptica. Mucho menos voto urbano, más centrado en zonas periurbanas y rurales, donde se concentra la gente que trabaja y, aún así, no llega a fin de mes, los trabajadores pobres, o los jóvenes que rozan el 16% de paro. Hay más de 10 millones de pobres en un país donde se considera que una persona oficialmente lo es si gana menos de 1.063 euros por mes.
Por zonas, Le Pen se ha llegado a imponer en Córcega -con un 57,87 % de los votos, donde los nacionalistas que gobiernan la región son muy críticos con la política de concesión de autonomía prometida por Macron-, Alta Francia -con un 52,14%, una zona de antigua industrialización, donde la globalización y la digitalización están dejando muchos empleos en la cuneta- y en la zona Provenza-Alpes-Costa Azul; esta sí goza de una situación mucho más potable, pero tiene “una identidad propia fuerte que genera mayores reticencias hacia la inmigración”, explica EFE. Ahí ha logrado un 50,48 % de los sufragios.
Macron se ha apoyado para ganar en los mayores de 60 años (59% de los apoyos), los jóvenes recién estrenados en las urnas (18 a 24 años, acapara el 61% de los votos) y los que están en una situación económica estable o acomodada, con formación. Lo prefirieron a Le Pen un 74% de los que han hecho al menos tres años de estudios superiores y un 65% de los que ganan más de 3.000 euros mensuales. Eso es “casta y oligarquía”, en palabras cargadas de desprecio de Le Pen. Lo suyo es “pueblo”.
Apenas llega al 33 % el número de los obreros que le han dado su voto al actual mandatario y llega al 36% en el caso de los desempleados, grupos que dieron masivamente su voto a la líder de la extrema derecha. El 56% de los que ganan menos de 1.250 euros mensuales cogieron la papeleta de Le Pen, según un sondeo de Ipsos conocido este lunes.
Es en esa franja de edad y salarios, la de los adultos de 25 a 59 años, donde la Agrupación Nacional ha obtenido la mitad de los votos, la gente que está en lo mejor de sus carreras pero que no llegan casi a fin de mes, que ven que su dinero vale menos, que no logran la calidad de vida de sus padres. Si Macron gana entre los directivos (77%), Le Pen se lleva de calle a los empleados (57%) y a los trabajadores manuales (67%). “Los que levantan en pie al país”, como le gusta repetir en sus mítines.
Le Pen está pescando ahí a manos llenas y ahora, también, entre las mujeres, las más reacias a apoyarla. Si hace cinco años la votaron el 32% de las mujeres, ahora llega al 41%. Aún así, su granero de votos sigue siendo mayoritariamente masculino.
“La cólera debe tener respuesta”
Lo reconoció anoche, al pie de la Torre Eiffel, el presidente Macron: “la cólera debe tener respuesta”. El sentimiento que ha llevado a la ciudadanía a encumbrar a Le Pen obliga a acciones hondas y rápidas. El mandatario actual afronta su segunda legislatura y será la última, porque las leyes francesas impiden perpetuarse en el poder. ¿Qué pasará en 2027? ¿Será entonces cuando Le Pen o quien designe la Agrupación Nacional desembarque en El Elíseo?
La ultraderecha ha tenido el viento a favor. El estallido de la crisis de 2008, con su consiguiente depresión económica aún no superada del todo, más la posterior llegada, en 2015, de refugiados procedentes sobre todo de Siria, abrieron en Europa la espita del nacionalpopulismo. La Agrupación Nacional ya estaba ahí desde hacía años, agazapada, esperando la oportunidad de enarbolar la bandera bajo la que se arropan los desarropados, los que se ven solos ante la inacción del Gobierno, del sistema que estos partidos desean reventar.
La destrucción del sistema bipartidista clásico en el continente europeo, la falta de respuesta de los Gobiernos y de las formaciones de nuevo cuño, como la del propio Macron, han ido alimentando a la fiera, que iba mudando de piel y edulcorando el discurso hasta calar en el grueso de la ciudadanía, de derechas o de izquierda, que lo que busca son soluciones.
El anterior Frente Nacional y la actual Agrupación Nacional no tocan poder ni en lo local ni en lo regional ni en lo nacional, gracias al cordón sanitario aplicado, hasta ahora sin fisuras, por el resto de fuerzas, pero eso no evita que acumule ediles, consejeros o diputados que cada vez más fuerzan el debate, marcan la agenda y arrastran al resto de fuerzas a debatir de lo que a ellos les interesa. Ahora, con más de 13 millones de votos en bolsillo, irán a por la pelea de la legitimación de su discurso. Porque ¿cómo van a ser fascistas 13 millones de franceses? Una pregunta similar saltaba a los medios españoles un 2 de diciembre de 2018, cuando Vox entró en el Parlamento andaluz. Y ensimismados seguimos. El programa de Marine Le Pen es el que es (xenófobo, ultranacionalista, autoritario, antieuropeo) y, aún así, ha sido avalado, unos porque creen a pies juntillas en él, otros por desesperación, en búsqueda de algo que zarandee las estructuras y cambie las cosas.
El país ha cambiado, es diverso, multicultural, multirracial, pero nadie ha aplicado medidas para que el nuevo modelo de sociedad sea incluyente y justo. Viene una crisis y caen los de siempre. Llega una pandemia y los ricos se hacen más ricos. Un caldo de cultivo en el que Le Pen ha cocinado su campaña y que la ha robustecido, aunque haya perdido. Ha perdido ahora. Sólo ahora. Tiene claro que no va a dejar que en los próximos cinco años se olvide que media Francia no comulga con Macron. Y su estrategia empieza por junio, con las elecciones legislativas.
Que hasta ahora hayan funcionado los cordones sanitarios, que el miedo a la extrema derecha haya servido para unir al resto de partido en torno a Macron, no es una garantía de que esta siga siendo la situación de por vida. Los mensajes se han banalizado -ya no hace falta decir en público que se adora el Mein Kampf o que la raza negra es inferior-, al mismo ritmo que las soluciones desde los Gobiernos se atrancaban. La amenaza de asalto al poder ahora es real. Lo impensable ya es pensable y en el corazón de Europa. Hay, frente a los ultras, demasiado desgaste del sistema, demasiada falta de liderazgo y demasiada templanza.
Con Francia en el retrovisor, toda Europa debería empezar a movilizarse. El tsunami, como se ve en las estadísticas, lleva años creciendo. Todos debemos aprender de las enseñanzas del vecino. Por lo que pueda pasar con sus hermanos, primos y allegados en otros países, como España.