¿Qué hace una chica como yo viendo un programa como Operación Triunfo?
Señor, confieso que he pecado. No un pecado cualquiera, ni esporádico: he visto Operación Triunfo desde que Amaia y Alfred cantaron "City of star" y luego he rebobinado hasta los ensayos de "No puedo vivir sin ti". Es decir, me lo he tragado todo, todito, todo. Al principio solo eran un par de vídeos por Twitter, pero cuando llegó el siguiente lunes me sorprendí poniendo excusas a los amigos para no quedar y ver la gala a escondidas. No voy a negar que en el periplo de ver OT desde los primeros programas no he dudado de mis capacidades, de ser un poco idiota, vaya; porque las personas comprometidas, inteligentes y críticas no pueden participar de algo así. Aun así decidí aflojarme el cilicio de la pierna izquierda y dejarme disfrutar, ¡qué carajo! Las noches de los lunes me las dedico y me las gozo.
Hace 16 años España era otra, totalmente diferente a lo que es ahora. Durante este tiempo se han empeñado en nombrarnos, en señalarnos y en clasificarnos, pero no se han molestado nunca en entendernos ni en preguntarnos. Desde esa España a esta de ahora -de Rosa, Bustamante y Bisbal a Almaia y Aitanawar-, a los jóvenes nos han dejado al margen y huérfanos de referentes humanos. Han sido casi dos décadas de plástico, de prototipos poco reales, de ficciones exageradas y estrambóticas y, aunque puede que la intención fuera la contraria, el resultado no parece ser el deseado. Resulta que necesitamos género humano, vivo y real.
Lo que ha pasado con Operación Triunfo es que, más allá de ser el escaparate de triunfitos que se esperaba, esta vez han hecho un casting de hijos del siglo XXI, que al parecer están mucho más cerca de llamarse la generación de los abrazos que cualquier otra letra comodín. Como dice Roy Galán, "ha habido gente que no nos ha entendido. Pero no tenían nada que entender" y menos que explicarnos. En los últimos años se ha reproducido una y otra vez el prototipo del chico malo, de la cultura del conflicto y lo que parece es que ya no están de moda los malotes (pa´fuera lo malo, no, no, no). El Quimi de 2018 seguramente no fumaría, quizá no tendría moto, tal vez sería más colaborativo que competitivo, más calmado y comprensivo y menos machote. Todas las diferencias que puede haber entre ese Quimi y este Alfred, son las diferencias que hay entre esa España y esta de ahora y las que hay entre lo que deberíamos llamar pasado y lo que ojalá podamos empezar a llamar presente y futuro.
Estos años en los que nuestra cuota televisiva se ha ido a negro han pasado cosas y se han tomado decisiones que han llevado al país por unos derroteros complicados, dejando a mucha gente en el camino y a estas generaciones intermedias condenadas ser jóvenes para siempre, somos las generaciones Dorian Grey. Obligados a compartir casa, a no tener hijos en edad fértil, a exiliarnos y a compatibilizar más de un trabajo a la vez o la cola del paro con estudios por si acaso. La muchachada que venía más preparada se ha encontrado un país que no lo estaba tanto como ellos, que les ha expulsado, precarizado y apagado el altavoz.
De pronto, cuando la televisión importa casi lo mismo que los periódicos en papel, los hijos de ese trauma vienen a contarse a sí mismos en un prime time que se ve obligado a doblar el brazo porque, aun siendo líder de audiencia, tiene menos que las plataformas digitales que emiten 24 horas. Décadas después, 16 jóvenes sacados de entre 10.000 vienen a contarnos que en estos años hemos aprendido a ser diversos, fraternos, entregados y conscientes de que no todo se ha hecho bien antes y que hay cosas que han cambiado ya.
El éxito estaba garantizado, el programa ha ido semana tras semana consiguiendo récords de audiencia e, inevitablemente, pasó a llenar sesudas columnas de análisis sociológico y político en las que unos cuantos señores tuvieron a bien advertirnos sobre el peligro mortal que corríamos con ese desenfreno semanal y, en muchos casos, diario. Hay que emocionarse un poco menos y fustigarse un poco más, venían a decirnos. Menos mal que nos avisaron, porque para el día de la final ya estábamos convencidas de que Roberto Leal iba a entregar el premio y a decretar el fin del capitalismo. Nos ahorraron un disgusto, la verdad.
Reconociendo que no sé recitar "El Capital" ni la filmografía de Godard de memoria, no deja de sorprenderme la eterna sospecha de estos señores sobre cualquier personaje (público o anónimo) que manifieste en abierto que ve Operación Triunfo (con más o menos acierto, hay que reconocerlo). Sospecha, por cierto, inexistente sobre los comentarios de otros temas mainstream como el fútbol. Parece ser que ver este programa, si eres una persona respetable, solo puede ser por un interés sociológico o una suerte de cálculo electoral porque no es asumible que alguien que sepa leer pueda, simple y llanamente, llegar a su casa abrirse una cerveza, poner OT y disfrutarlo. Y, sin embargo, pasa.
Ni Operación Triunfo ha venido a salvarnos, ni los estupendos Javis, ni siquiera Noemí Galera (madre de España), pero todo ello ha venido a ocupar un espacio que estaba vacío desde hace años, la dichosa ventana de oportunidad. Y es que, como hemos comprobado últimamente, poner a gente normal a hacer cosas extraordinarias funciona. Si, además, tienen los medios para hacerlo con cámaras delante y convertirlo en parte de la rutina de los que están fuera parece que tiene asegurado el triunfo. Vendrán más ediciones y otros castings y seguramente acabemos diciendo que Operación Triunfo se ha "institucionalizado", que cuando se toca el cielo con la punta de los dedos es difícil seguir tocando el suelo con los pies. Eso no quita el mérito de haber abierto una brecha necesaria, de haberle quitado kilos de caspa al formato y de haber abierto un espacio para que esos hijos del siglo XXI se cuenten a sí mismos y en primera persona.
No consiste en defender que sea obligatorio ver Operación Triunfo pero tampoco castigos masivos para quienes lo han sintonizado estos 3 meses, lo que sí parece importante es alejarnos -al menos un par de horas al día- de los sofás ajenos, que haya menos guardianes de la moral en el placer individual e inofensivo y menos comentarios condescendientes con los gustos, que como ya se sabe hay tantos como colores. Ojalá fuésemos capaces de disfrutar con menos reparos de lo que nos gusta, que normalmente suele ser bastante variado, y de alegrarnos cuando en lo masivo se abren rendijas que permiten normalizar lo que hablamos con nuestras amigas en voz baja.
Ya ha acabado OT y solo nos queda, a modo de consuelo, el spin off de este martes y las apariciones por redes de los concursantes y, como castigo, la ristra de análisis que nos advierten de este último giro de guión neoliberal, que viene en forma de talent show a engañarnos y controlarnos (emosido engañado). No olvidemos que también nos deja una lista de reproducción donde suena a la vez Rihanna, Víctor Jara, "Els segadors", "Manos Vacías" y "Lo Malo". Así que bailemos, bailémoslo y cantémoslo todo, por favor, cada cual lo que prefiera, porque hay una generación que ya lo hace y en voz alta. Dejen que se diviertan los jóvenes, que disfruten y nos lo enseñen. No los pongan en duda todo el rato y, si pueden, aprendan, porque la juventud está aquí para hacer el futuro, que es lo único que es más suyo que de nadie, señores.