Procrastinar no es sólo cuestión de vaguería
La procrastinación severa o continuada es causa y producto de baja autoestima, desmotivación, estrés y/o ansiedad.
Procrastinar, esa palabra de moda proviene del latín procrastinare que significa “dejar para mañana”, y se define como el acto de postergar una tarea previamente planificada.
Muchos procrastinamos, al fin y al cabo, dejar para más tarde aquello que podemos hacer ahora no siempre es negativo. La procrastinación no compone un trastorno psicológico. El problema se manifiesta cuando el aplazamiento se cronifica y el malestar que genera se agrava o enquista, provocando más aversión hacia la tarea.
Como humanos tendemos a priorizar la satisfacción de nuestras motivaciones actuales a la hora de tomar una decisión. Es decir, aplicamos el sesgo del pan para hoy hambre para mañana. Es el enemigo de cualquier plan trazado a largo plazo, puesto que implica optar por el beneficio inmediato ante el provecho futuro. Aparentemente podemos pensar que simplemente es un problema de falta de disciplina o tesón. Sin embargo, la procrastinación excesiva generalmente se sustenta en un déficit de regulación emocional.
Los psicólogos canadienses Sirois y Pychyl explican la procrastinación como la compensación de un estado anímico negativo en el corto plazo en detrimento de los objetivos a medio o largo plazo. Nos embarcamos en bucles de postergación enraizados en dificultades para gestionar el miedo, el tedio o la frustración. En estos casos gana por goleada el hedonismo del carpe diem frente al bienestar futuro.
Pero no todo es disfrute y alegría. La conciencia del problema está en la raíz del malestar. El procrastinador sabe que está evitando solucionar un problema actual o potencial. Sabe que no es buena idea, sin embargo, barre bajo la alfombra y sigue con su día. En el proceso aparece el autoengaño, que en este caso consistirá en procesar de manera prioritaria aquello que es coherente con nuestro deseo inmediato. Así el estudiante sabe que debe estudiar dado que está en época de exámenes, sin embargo esta información se diluye ante la autoindulgencia, ante ese “sólo un capítulo más de esta serie tan divertida”. Pero el autoengaño no es infalible. El procrastinador actúa como un avestruz, evita el problema o la tarea y deja de existir temporalmente. Pero siempre aparece, y sí, generalmente empeora. El miedo subyace en el estudiante que evita confrontar sus apuntes cuando se acercan los exámenes o el enfermo que no quiere hacer una analítica para descartar un problema médico. En ambos casos la persona identifica con claridad la importancia de la acción planificada.
La investigación mayoritariamente coincide en relacionar la procrastinación con el miedo al fracaso. En un estudio reciente con estudiantes universitarios, se identifica una relación directa entre procrastinación y competencia percibida. Es decir, se posponemos aquellas tareas en las que no nos sentimos capaces y anticipamos fallar. Aunque en menor medida, el temor al éxito también puede hacernos posponer algunas tareas. Evitamos así solicitar una promoción en el trabajo en la que pensamos continuamente o llamar a esa persona que nos gusta y anhelamos. Curiosamente podemos temer ser aceptados, y por tanto asumamos compromisos que impliquen una mayor exposición a los demás, y por tanto la posibilidad de fracasar, la perdida de lo logrado o las renuncias en nuestra autonomía. Al fin y al cabo, se toma más lorazepam por las plegarias atendidas que las que quedan por atender.
En la procrastinación también puede existir un exceso de optimismo, cuando dejamos tareas relevantes para el último momento confiando en que nos dará tiempo. En estos casos nos pilla el toro una y otra vez. Otro tipo se relaciona con la indecisión, cuando no tenemos certeza sobre cómo afrontar la acción. En este caso, nos quedamos en manera reiterada en la planificación, hasta que la propia planificación provoca malestar y frustración.
La rigidez también puede ser otro factor a tener en cuenta, y se da cuando condicionamos la tarea a que se den una serie de circunstancias apropiadas. Pueden ser factores externos, cuando nos victimizamos y sentimos que dependemos de los demás o el entorno, o internos, cuando nos culpamos porque no hemos realizado otras tareas que tal vez también postergamos. Nos decimos que comenzaremos a estudiar cuando tengamos la habitación impoluta, o no buscaremos un trabajo hasta que hablemos inglés con fluidez o no llamaremos a nuestra madre hasta que encontremos un hueco en el que estemos tranquilos en casa y completamente descansados.
La procrastinación severa o continuada es causa y producto de baja autoestima, desmotivación, estrés y/o ansiedad. El carácter circular del proceso provoca que el procrastinador viva en un mundo de obligaciones inconclusas abocadas al fracaso. La solución no pasa por exclusivamente por mejorar nuestras habilidades de organización. Podemos escribir recordatorios, bajarnos una aplicación de gestión del tiempo o comprar una Moleskine XXL. Puede ser útil, sin embargo, si la procrastinación está arraigada en nosotros, será necesario explorar y analizar nuestras estrategias de evitación y mejorar la regulación de nuestras emociones.
Este artículo se publicó originalmente en el blog del autor.