¿Por qué lo llamamos entrenar si nunca competimos?
No solo hay un entrenamiento para no estar mal, hay un entrenamiento para estar mejor que bien.
Dice el diccionario que entrenar es prepararse para la práctica de un deporte. Sin embargo, un porcentaje sustancial de las personas que realizan actividad física (por cierto, siempre demasiado pocas) no practican ningún deporte. Van al gimnasio, se ejercitan con un entrenador personal o simplemente hacen tablas de ejercicios en su casa. Y muchas de ellas llaman entrenar a ese tipo de actividad, aunque no tenga como objetivo ninguna competición o deporte. ¿No deberían llamarlo de otro modo? ¿Por ejemplo, simplemente hacer ejercicio?.
La respuesta es que no.
En primer lugar, los diccionarios sirven para lo que sirven y no siempre captan todos los matices del uso de la lengua, porque esta evoluciona constantemente. Y en segundo lugar, y más importante, todas las personas que hacen algún tipo de actividad física, aunque no sea deportiva, se están entrenando para la competición más importante que existe, que es la vida.
Son incontables, incontables de verdad, las ocasiones en las que la vida pone a prueba nuestra capacidad física. Porque siempre hay unas escaleras que subir, una compra que transportar o meter en el coche, o una maleta que ubicar sobre nuestro asiento en el tren o en el avión. Por no hablar de las carreras que a veces tenemos que dar para coger el autobús o para no llegar tarde a una cita importante, personal o profesional. Quienes conviven con niños pequeños o personas con discapacidades físicas, además, casi todos los días sobrecargan sus músculos venciendo resistencias, reteniendo o impulsando. A esta larga lista se suman los muebles que hay que mover para limpiar, los botes que tenemos que abrir, las llaves tozudas que hay que girar y así sucesivamente. Y en un capítulo aparte hay que considerar todas esas situaciones en las que debemos aguantar mucha tensión con poco descanso y, por supuesto, la larga lista de enfermedades, leves o graves, que mejoran o se sobrellevan mejor cuando el cuerpo está en forma. La conclusión es clara: la vida es una competición constante. La vida es deporte.
Desde esta perspectiva no deja de ser sorprendente que en la mente de no pocas personas la actividad física es algo que solo debe ocurrir cuando queremos adelgazar o como medio de rehabilitación, como si ejercitarse fuera solamente una forma de corregir un mal. Comparadas con las infinitas ocasiones en las que la mera vida cotidiana nos plantea retos físicos, estas dos situaciones, perder peso o rehabilitarse, representan una franca minoría. Por tanto, el deporte habitual debería ser una constante en nuestra vida. Porque no solo hay un entrenamiento para no estar mal, hay un entrenamiento para estar mejor que bien. Y este debería ser el habitual.
Sin embargo, como la amplia mayoría de las personas que se inician en algún tipo de actividad deportiva han experimentado, los beneficios de entrenar (ahora sí, con todas las letras) van más allá de lo físico, afectando positivamente a nuestro ánimo y serenidad. Obra de las endorfinas o no, cuando nos ejercitamos y vencemos nuestros propios límites, grandes o pequeños, experimentamos vitalidad y vigor, conectamos con nuestro cuerpo y, de repente, aunque solo sea por un instante, nos sentimos capaces de todo. Y en ese momento constatamos que no hay sensación física ni psicológica comparable a sentir que cruzamos nuestras propias fronteras. Y es cuando comprendemos que esa es, al fin y al cabo, la competición que mejor explica por qué entrenamos, que es también la más importante en la que todos estamos inscritos: la de superarnos a nosotros mismos.