"Si alguien me dice algo, que me lleve a su puta casa": la vida de los sin techo en plena pandemia
Jornadas de 13 horas en la calle, noches en una tienda de campaña... El toque de queda importa muy poco cuando no se tiene hogar.
Una existencia reducida a un puñado de baldosas en el centro de Madrid. Ese es “el mundo”, así lo definen, que habitan muchas personas sin techo en los tiempos de coronavirus. Un paseo por la zona más comercial de la capital basta para hacer un retrato de la pobreza extrema.
Historias de supervivencia y soledad protagonizadas por perfiles muy distintos: hay hombres y mujeres, jóvenes, adultos y ancianos. Son muy diferentes, pero les une un pasado; todos tienen una familia que ni siquiera les busca. Como pueden, mientras pueden, se refugian bajo los techos exteriores de las grandes tiendas y subsisten de la caridad de gentes que van y vienen. En esa situación, lo que menos les preocupa es contagiarse, explican.
Uno de los más conocidos por los alrededores es José Luis, 55 años. Lleva en la calle 17. Precisamente, por “la familia... distintas opiniones, ya sabes”, se limita a responder. Será la única vez en la que no le salgan las palabras. Tiene un vocabulario rico, ganas de hablar y, sobre todo, de que le oigan. Se reconoce escritor y de estirpe escritora, tanto que acaba mostrando un cuaderno con sus poemas. Tratan de Dios, de la existencia, del vacío.
“Yo he currado mucho, ¿sabes? En la construcción, en la minería... pero ya ves, la vida”. También estudió y, como la mayoría de sus coetáneos, hizo la mili (“en Cádiz, a tomar por culo de casa”, al norte de la península, sin precisar más). Hoy pasa las noches en un albergue, uno más de esa larga lista de la que se conoce “todos”.
Pero de 9 a 22 su ‘casa’ es el suelo de la calle El Carmen: “Aquí me apalanco, leo, escribo y paso el rato. A veces me doy un rulo y me voy al quinto carajo andando. Si alguien quiere echarme algo, que lo eche; o darme de comer. Lo que sea”.
Es optimista pese a todo; lo repite constantemente. De hecho, está contento de haber encontrado un lugar seguro en pleno centro. “En este sitio me siento acompañado porque nos conocemos todos. Antes me iba a cualquier lado y aparecían los delincuentes, los drogadictos... No estabas tranquilo”. Por ello, lo que menos temor le produce en su situación es el coronavirus: “Le tengo más miedo a una gripe... Mira, llevo años en la calle, he pasado más lluvia y más frío que un perro y hace años que no pillo un catarro”.
A sus espaldas, al otro lado del gran edificio que le cobija, se encuentra otro autodenominado “superviviente”. Su nombre, dice, “no importa”; sí el hecho de que tiene apenas 32 años y lleva 14 en la calle, lo que él llama “vivir en el mundo”.
De nuevo, enfrentamientos familiares que arrastran a la mendicidad. Pese a su corta edad se vio inmerso en graves problemas económicos tras la muerte de su abuela, lo que le obligó, recuerda, a “vender mi futuro y quedarme sin nada”.
Desde entonces lleva un horario que ha terminado siendo rutina: “Me levanto, vengo aquí y estoy de 11 a 14:30”. Ahí hace una pausa para comprar lo que pueda con lo que le dejan en la lata [apenas se ven dos monedas]. “Me voy a cocinar a mi camping gas y descanso hasta las 17:00. Luego vengo otra vez”. Así hasta las 22, las 23 o cuando él decida marcharse a su particular refugio, una tienda de campaña que planta a unos pocos metros.
En su familia, salvo una persona, no saben que vive de la solidaridad. Tampoco le buscan demasiado, matiza, aunque por si acaso no quiere que se le reconozca. Es por ello que su rostro no aparece en las imágenes. Sí lo hacen sus perros, Jeringuilla y Biberón, que parecen comprender que hablamos de ellos y quieren participar de la conversación a su manera.
No son solo sus animales, son su compañía y la razón por la que no duerme en un albergue. “Solo hay dos que los admiten, uno está lleno y el otro me obliga a dejarlos en una perrera cercana y sé que si los dejo allí ya no me los devolverán. Tal es su relación, que se dirige a ellos en italiano y en vasco. “Así consigo que no salgan a cada persona que les llame”.
Igual que José Luis e igual que tantos otros, este joven sigue esperando ayuda de organismos oficiales. “Salida a esto sí hay, pero si los gobiernos no te echan una mano es imposible. He pedido el ingreso mínimo vital, la renta mínima del municipio, pero hasta que no me respondan de uno no me contestan del otro. Me dicen que encuentre trabajo, pero cómo si no tengo donde asearme, donde dejar a mis perros... En estas condiciones, con estas pintas, si me contratan duraría un día o dos”.
Sin trabajo ni un techo estable le importa muy poco la imposición de un toque de queda nocturno y los posibles problemas legales: “Vivo en la calle, si alguien me dice algo, que me lleve con él a su puta casa”.
Le pasa lo mismo cuando se le pregunta por el virus, tampoco le preocupa a nivel personal. Lo que sí le inquieta y le afecta son los problemas que sufren las entidades benéficas para atender tantas demandas de comida, refugio y ayuda económica durante la pandemia.
En la charla, ya de despedida, aparece de pronto una mujer. Tras un abrigo azul con capucha se presenta María, de unos 50 años, alta, de paso decidido. Como los anteriores protagonistas tiene ganas de conversar y se ofrece de ‘guía’ para contar las historias de los ‘vecinos’ de la zona. Aquí todos conocen a todos.
Su caso es algo diferente, ella pasa las noches en una casa, pero solo las noches. Utiliza la palabra ‘casa’; nunca lo llama ‘hogar’. El resto del tiempo subsiste como puede por el centro, calle arriba, calle abajo. A quien le quiere escuchar —y ayudar— le recompensa con un pequeño obsequio para la ropa que guarda meticulosamente en una bolsa.
Después de hacer una retrato más o menos preciso del entorno, comienza a hablar de su propia vida: a sus poco más de 50 lleva medio siglo en la calle. Le ha pasado de todo y casi todo malo: “Se me murió mi hija a los ocho meses, me estafó una compañera, me di al alcohol...”, aunque admite feliz haber superado esto último “hace años”.
La lista de desgracias no le quita la sonrisa. “Ahora estoy mejor que nunca, ¿a que se me nota?, pregunta con dulzura. Tiene siete hermanos, por los que reza cada noche, a pesar de que “pasan” de ella. “Como si yo no existiera; el día que me muera, ni se enteran”.
Esa última frase la pronuncia yéndose, con cierta prisa. Cae la noche y aún confía en compartir su historia y unos pocos minutos de charla con cualquier viandante antes de marcharse a dormir. A la mañana siguiente todo comenzará de nuevo y ella volverá a su rutina. Calle arriba, calle abajo.