¿Nos dirigimos al totalitarismo? ¿No estábamos ya ahí?
A lo largo de la historia, con frecuencia las pandemias han cambiado formas de ver el mundo y han derrumbado verdades incuestionables.
El 11 de marzo de 1889, el ahora olvidado expresidente de Estados Unidos Rutherford Hayes escribió en su diario: “En el Congreso nacional y en las legislaturas estatales se aprueban cientos de leyes dictadas por el interés de las grandes compañías y en contra de los intereses de los trabajadores… Este no es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Es el gobierno de las corporaciones, por las corporaciones y para las corporaciones”. Tres años después estallaría la mayor crisis económica del siglo XIX y cuarenta años más tarde, por las mismas razones, la mayor crisis económica del siglo XX, la cual sería mitigada por las políticas sociales del presidente F. D. Roosevelt. Treinta años más y el neoliberalismo de los Milton Friedman contraatacaría para revertir estas “políticas socialistas” (según las acusaciones de la época) que habían salvado a millones de trabajadores del hambre y a Estados Unidos de la desintegración.
El 18 de julio de 2019, el USA Today publicó una investigación sobre la dinámica de la democracia estadounidense. Solo en un período de ocho años, los congresos estatales de los cincuenta estados de la nación habían recibido 10.163 proyectos de leyes escritos por las grandes corporaciones, de los cuales más de 2.100 fueron aprobados. En muchos casos se trató de un simple copia-y-pega con mínimas variaciones. Nada nuevo y, mucho menos, obsoleto. Secuestrar el progreso de la humanidad ha sido siempre una especialidad de las todopoderosas compañías privadas que luego reclaman todo el crédito del bienestar ajeno y del bien moral propio.
A lo largo de la historia, con frecuencia las pandemias han cambiado formas de ver el mundo y han derrumbado verdades incuestionables. Aunque todo depende de la gravedad y del tiempo que dure la que nos ocupa ahora, si no derriba el muro neoliberal al menos dejará su huella en las políticas sociales, en la forma de gestionar las necesidades humanas que no pueden ser resueltas ni por la mano invisible del mercado ni por la visible miopía del interés propio. También ayudará a confirmar la conciencia de que nadie se puede defender de un virus ni con las armas ni con los ejércitos más poderosos del mundo, por lo cual pronto una nueva mayoría en países belicosos, como Estados Unidos, tal vez comiencen a cuestionarse el sentido de los gastos astronómicos para unos y el desprecio tradicional hacia los otros.
Una consecuencia indeseada, según la advertencia de diversos críticos y analistas, sería el incremento de los estados autoritarios. Esta probabilidad, aparte de real, es también una antigua expresión de otro autoritarismo que domina las narrativas y los miedos desde hace muchas generaciones y que, por ello mismo, no se reconoce como autoritarismo. Este miedo y esta advertencia no son altruistas ni son inocentes. Son una herencia que proviene del modelo capitalista en sus variadas formas, que necesita demonizar todo lo que está en las manos de los gobiernos, de los sindicatos, de las organizaciones sociales y hasta de las pequeñas empresas familiares o comunitarias, y diviniza la dictadura de las mega corporaciones privadas.
Las tendencias autoritarias no son patrimonio de quienes están a favor del protagonismo de los estados (todo depende de qué Estado estamos hablando) ni nació con la pandemia. La actual ola neofacista y autoritaria precede a la misma aparición de Covid-19. Pero ambos son la consecuencia de una realidad destructiva basada en la acumulación infinita de los poderes financieros y de las sectas corporativas, de su insaciable sed de beneficios, de poder y de una cultura consumista que, al igual que un individuo enfermo, ha ido cambiando de forma progresiva el placer de una adicción por la depresión y el suicidio. En las clases excluidas (es decir, en la mayoría del pueblo), la respuesta emocional y errática de los grupos fragmentados intenta llenar este vaciamiento de sentido social, individual y existencial, con los colores de una bandera o de una secta, con el repetido efecto de desprecio y hasta odio por todo lo demás que no cae dentro de su pequeñísimo círculo (los otros excluidos), el que confunden con una verdad universal a la cual, se supone, solo ellos tienen acceso de forma mágica, secreta y excluyente. La distracción perfecta.
Esta nueva crisis ha probado no solo la crónica ineficacia de los modelos neoliberales para enfrentar un problema global y hasta nacional, no solo ha revelado la superstición inoculada en los pueblos (“los privados lo hacen todo mejor”, “libre empresa y libertad son la misma cosa”) sino que, además, son la misma causa del problema. La pandemia no puede ser desvinculada de su marco general: el consumismo y la crisis ecológica.
Si bien en sus orígenes el capitalismo significó una democratización de la vieja y rígida sociedad feudalista (el dinero aumentó la movilidad de los comunes), pronto se convirtió en un sistema neofeudal donde las sectas financieras y empresariales de unas pocas familias terminaron por concentrar y monopolizar las riquezas de las naciones, dominando la política de los países a través de sus sistemas democráticos e, incluso, prescindiendo totalmente de esta formalidad.
¿Quiénes votan a los dueños de los capitales, a los gerentes de los bancos nacionales e internacionales, a las transnacionales que se arrogaban y se arrogan el derecho de acosar o derribar gobiernos y movimientos populares en países lejanos? A esa larga historia de autoritarismo ahora hay que agregar la dictadura más amable y más sexy de gigantes como Google, Facebook, Twitter y otros medios en los cuales vive, se informa y piensa la mayoría del mundo. ¿Qué pueblo los votó? ¿Por qué los gobiernos democráticos tienen tan poca decisión en su decisiones que afectan a miles de millones de personas? ¿A qué intereses responden, aparte de su propia clase ultra millonaria en nombre de la democratización de la información? ¿Hay algo más demagógico que esto? ¿Cómo hacen para adivinar lo que dos amigos conversaron la tarde anterior, escalando una montaña o caminando por una playa sin usar ningún instrumento electrónico? Adivinan (ideas, deseos) lo que ellos mismos indujeron. Esas dos personas solo recorrían un camino establecido o previsto por las corporaciones que conocen hasta lo que pensará un individuo en un mes, en un año, como si fuesen dioses.
El dominio es de tal grado que los pueblos que están por debajo, confinados al consumo pasivo y sin ningún poder de decisión sobre los algoritmos, las políticas sociales y la ideología que rige sus deseos, son los primeros en defender con fanatismo la idea de la “libertad individual” y de los beneficios que proceden de estos dioses omnipresentes.
Es decir, el temor de que nos dirigirnos a un totalitarismo estatal procede, en gran medida, del interés contrario: el temor del autoritarismo corporativo de que los Estados puedan, de alguna forma, llegar a regular sus tradicionales y altruistas abusos de poder.