'No hay burlas con el amor', la comedia rockera de Calderón
Se trata de una propuesta que pervierte sin pervertir a Calderón, sin rebajarlo.
Calderón de la Barca suele identificarse con el teatro de ideas. Un teatro sesudo y trágico. Y es que una obra tan icónica del Siglo de Oro como su La vida es sueño pesa mucho en esta consideración. El caso es que también escribió comedias. No hay burlas con el amor es una de ellas. Obra que LaSardaProduce estrena en Fiesta Corral Cervantes. Comedia de puertas que se abren y se cierran permitiendo el equívoco, el engaño, la burla, la mogijanga. Y, con todo ello, tratar de divertir al personal. ¿Lo consiguen? Sí, lo consiguen y por eso reciben un gran aplauso final.
Para ello Ignasi Vidal, el adaptador y director de este montaje, ha creado una comedia musical, según él, hecha de rock and roll, aunque suena más a pop y a standards. Obra en la que mantienen los enredos y la filigrana del verso, pero no se pierde en ellos. Un verso lleno de dobles sentidos dicho por unos personajes que se presentan en el escenario con actitudes, comportamientos y vestuario de ahora sin que lo que dicen pierda el ritmo clásico ni, tampoco, actualidad en su contenido y en su forma de decir. Algo difícil de hacer y que hacen.
Así, el detonante de la obra no resulta extraño para el público actual. Un público al que le podría costar entender que la hermana pequeña no se pudiese casar, ni siquiera tener un enamorado, hasta que su hermana mayor se casase. Motivo por el que hay que buscarle a esta un galán que la entretenga. Superado este presupuesto, entre otras cosas, porque está puesto en escena con liviandad, sin cargar las tintas en el mismo, la obra fluye.
Así los amores cruzados que se producen, las confusiones, intencionadas o no, entre parejas, se entienden como un trasunto de hoy en día. Enredos muchas veces facilitados por unos criados que antes que servir al amo o al ama, tienden a servirse a sí mismos, a su necesitada pobreza. Servicio que da muchas veces lo mejor de la función.
Nada de todo eso se podría ver o escuchar si no fuera por la actualidad que le da el elenco. Por la contingencia con la que hacen sus personajes. Por eso es imposible no ver en el Don Alonso de Fernando Gil (¡pero qué talento tiene para la comedia!) una caricatura cómica del señorito pijo tontuelo que a sus treintaitantos sigue fardando de coche o moto de grandes cilindradas y de conquistas (por no decir de paquete) en las discotecas más cool de Madrid. Ese señorito que, por cierto, se imita mucho en ciertos barrios populares.
O en la Doña Beatriz de Roberta Pasquinucci a una estirada señorita del Barrio de Salamanca de cejas altas a la que sabe darle presencia, prestancia y zozobra. O en la Doña Leonor de Alicia Lobo a una de esas jóvenes de buena familia que están al tanto de lo que se cuece en la calle que hace de llaneza y en el límite de una choni con posibles. Y en la criada de Concha Delgado a esa chica de barrio periférico a la que la necesidad le ha proporcionado la sabiduría de la calle para que no se la den con queso, o eso cree ella, y reírse de la adversidad cuando quiera.
Un elenco en el que encaja sin problemas Pablo Puyol. Quizás el actor más conocido de todos ellos. Al que se le ha visto habitualmente en protagonistas de la televisión, de comedias ligeras y de musicales. Actor que ha jugado en otra liga teatral, promoviendo su galanura o donosura (para seguir con el lenguaje del Siglo de Oro) por lo que sin duda le han elegido para hacer al Don Juan de esta obra. Sin embargo, demuestra aquí que tiene muchos más registros que le permiten salir airoso del número musical más difícil, y que peor funciona, que le ha tocado en suerte en esta función, quizás por el currículo musical que tiene.
Ya puestos, sería injusto no nombrar al resto de actores. A David Lorente y su Moscatel, criado celoso y servil, que él hace de una fragilidad y un miedo con los que se gana al respetable, una audiencia que se siente frágil y con miedo en las circunstancias actuales. O Jesús Fuentes y su humano y caricaturesco Don Pedro, padre de espíritu heavy preocupado porque sus libidinosas hijas no pierdan la honra o que si la han de perder que sea con gente de posibles, de la misma clase o clase más alta. O las eficaces breves intervenciones de Jesús Teyssiere, en su Don Luis, y de Diego Molero, ya sea en su Don Diego, en su afeminado amorcillo revoltoso o en sus ruidosas puertas mal engrasadas.
Es cierto que se le podían señalar fallos a esta propuesta. No muchos. Por ejemplo, que todavía no le tienen cogido el tempo y uno sale con la sensación de aceleramiento o prisa por acabar. También, algunos fallos de realización, como dejar a actores fuera del foco de la iluminación. O algunas salidas y entradas de escena algo forzadas. Son pocos y fáciles de solventar. Típicos de una obra recién estrenada que asume el riesgo de actualizar sin desvirtuar en un espacio nuevo y al que tienen que hacerse.
Algo que a medida que acumulen representaciones desaparecerá. Y deberían acumularlas más allá de la corta temporada que tienen en Madrid. Incluso deberían prorrogar para que el boca-oreja permitiera atraer al público a ver este espectáculo fresco, festivo y veraniego que los distanciados habitantes de la capital seguramente agradecerán.
Por tanto, se trata de una propuesta que pervierte sin pervertir a Calderón, sin rebajarlo. Aunque puede que el tono caricaturesco y ligero del montaje diluya su discurso sobre el amor. Ese que se entreve en este escenario, que deja lejos la honra con la que siempre se identificó a los clásicos, y muestra que el sustrato del amor es un cuerpo que atrae pero que lo que lo hace crecer o lo confunde y hace sufrir es palabra en acción, en acto, en juego y en diversión.