No hay adiós posible
Alfredo Pérez Rubalcaba se ha ido. En silencio, de puntillas, con sigilo. Como siempre le gustó moverse por este proceloso mundo de la política tan intenso como ingrato.
La muerte estaba escondida. Jodidamente escondida. Él, que tanto la temía y tantas veces acompañó a los amigos en el dolor y en el duelo por los seres queridos. Siempre ahí. Pendiente y dispuesto a una llamada, a una conversación, a un mimo, a una ensalada y a medio filete. “Que por eso somos flacos y más viviremos”, decía.
Maldita la muerte que no avisa, y aunque lo hubiera hecho. “No hay despedidas, rubita. Nadie se quiere morir y, aunque supiera que iba a hacerlo, no hay adiós posible porque uno no quiere irse, tan solo aferrarse a la vida”.
Perdonen la tristeza, pero esta semana no hay más claves que las suyas porque las tuvo todas durante muchos años, aunque no siempre las compartiera. Alfredo Pérez Rubalcaba se ha ido. En silencio, de puntillas, con sigilo. Como siempre le gustó moverse por este proceloso mundo de la política tan intenso como ingrato. Al menos en su caso.
Llevaba el Estado en la cabeza y, a España, en las entrañas que tan frecuentemente se le removían. Con un titular, con una línea escondida, con un último párrafo… Y, entonces, sonaba el teléfono, y se enfadaba, y gritaba, y se rebelaba. “Vomitaba” y se quedaba nuevo. A la hora, ni se acordaba de lo que había “escupido”. El rencor y este hombre sin el cual no se entendería la España de los últimos 30 años, nunca se conocieron. De haberlo hecho, no hubiera cruzado ni mirada con todo aquel que le difamó o esparció basura sobre sus estrechas espaldas por los presos de ETA que no acercó, por la Navarra que no entregó o por el precio que nunca pagó a una banda terrorista que le quitó más horas de sueño de las que hubiera tenido de haber vivido diez vidas.
“Os habla el presidente del Gobierno, nada hubiera sido posible sin Rubalcaba”, solemnizó Zapatero en un mitin ante 6.000 personas la tarde en que ETA anunció el abandono de las armas. Ni una alusión más, ni un reconocimiento, ni un aprovechamiento político de aquella clamorosa derrota. Ni él ni el Gobierno al que pertenecía. Un éxito policial, judicial, social y político. Sí, también fue político, y atribuible sobre todo —ya es hora de decirlo— a ese hombre menudo al que hoy muchos lloran y antaño acribillaban a insultos mientras él guardaba silencio ante tanta infamia.
Eso y mucho más soportó de los contrarios, pero de los propios también aguantó lo suyo porque el PSOE siempre fue igual de superlativo para los afectos que para los desafectos. Y los mismos que no le dieron un segundo de tregua cuando ganó la secretaría general del partido tras un convulso congreso federal en Sevilla, hoy le recitan panegíricos ante los micrófonos. Y qué decir de los que en las últimas horas, habiéndole despreciado y hasta humillado con la palabra y con el gesto, han hecho de su final un acto propio de propaganda casi obsceno.
De haberlo visto, se hubiera reído a carcajadas. Hace muy pocos días, antes de que se tomara las lentejas que Pilar cocinó seguro para su último almuerzo compartía lamento con su incondicional Elena Valenciano: “Joder, Elena, es que ni suena el teléfono”. No hablaba, por supuesto, de sus amigos, sino de los compañeros de partido, que no es lo mismo. Amigos, amigos de los de verdad y de toda la vida, siempre fueron “los químicos”, los de su pandilla de siempre, con los que veía el fútbol y disfrutaba fumando algún Montecristo.
El destino y la jodida muerte han querido que se fuera justo cuando empezaba una campaña electoral en la que, de haberlo querido, hubiera vivido en primera persona intensamente. Pepu Hernández no estaría hoy de barrio en barrio ni en las farolas de Madrid si Rubalcaba hubiera aceptado la oferta de Pedro Sánchez para encabezar la lista al Ayuntamiento capitalino. “No es no”, le dijo. Cuando uno se va, se va para siempre, sostenía. Se marchó de la escena pública en 2014, tras un adverso resultado en unas elecciones europeas, aunque la marcha estaba decidida mucho antes y no fue, como cuenta una falsa leyenda, porque le forzara a ello Susana Díaz que aspiraba entonces a sustituirle.
“E insisten en la mentira”, se quejaba una y otra vez. No, claro que no se fue por eso, sino porque ya entonces sabía -y no compartió con nadie- de la inminente abdicación de Juan Carlos I y el relevo en la Jefatura del Estado no podía pillar al PSOE en medio de un proceso de primarias en un momento además en el que en la plazas de España el 15-M clamaba por una República.
Al día siguiente de dejar el PSOE volvió a la Universidad Complutense a impartir clases de Química Orgánica y, después de haberlo sido todo en política, no se le cayeron los anillos por volver a ponerse la bata blanca. Preparaba clases a conciencia, corregía exámenes y entre tutoría y tutoría aun tenía tiempo de hacer llamadas para saber del último movimiento político o interesarse por el recorrido de la última noticia. De la política se sale, pero nunca se deja. Más bien es ella y quienes la dirigen los que se olvidan de quienes, como Rubalcaba, lo dieron todo por la España democrática.
Y, ahora que ya no está, es cuando se recuerda en grande a alguien cuya dimensión y aportación a la vida pública se le negó en vida. Jodida muerte y jodida España esta tan miserable que reniega tan a menudo de los vivos por vicio, por envidia o por sectarismo.
Y ahora, en el momento en que se va para siempre, solo queda decir lo mismo que él dijo nada más conocer el final de ETA: “Lo sabíamos, lo esperábamos, pero cuando se produjo, lloramos y lloramos mucho…”
No hay adiós posible. Claro que no. Esto es solo un hasta siempre.