No, el hombre no tiene la culpa, el sistema sí
Algunas consideraciones sobre la actual — e innecesaria — batalla de los sexos.
Hará unas semanas, mi amigo Z. me comentó que en ocasiones tiene la sensación los hombres blancos del mundo tienen “la culpa” de todo lo que ocurre, para bien o para mal. Me lo dice — sin ánimo de burla, tampoco de acusación — luego de leer uno de mis artículos sobre la violencia patriarcal que incluye algunas reflexiones sobre la cultura de la violación. Sólo expresa en voz alta una extraña versión de la responsabilidad masculina sobre una circunstancia que le sobrepasa y en ocasiones, es algo más que una idea abstracta. Me sorprende escucharle pero sobre todo, que por un momento, me pregunto cuándo el debate sobre la igualdad de género se convirtió en una acusación directa y personal. O mejor dicho, el hecho que alguien la considere de esa manera.
— No es la primera vez que escucho algo así — me dice mi psiquiatra cuando le comento lo anterior — últimamente el feminismo se concibe tanto para sus detractores como para alguna fracción de su militancia, como una forma de odio. Es lamentable, porque nació para ser justo lo opuesto. Pero el enfrentamiento entre críticos y activistas, con frecuencia tiene esa consecuencia directa: que existan bandos, generalizaciones. El dedo puesto sobre la llaga.
No sé que responder. Me pregunto en cuántas ocasiones he dicho o hecho acusaciones sin querer o incluso, llevada por la impotencia que provoca cuando el ideal choca contra una pared de resistencia. Me refiero en específico a ser feminista en un continente en que el movimiento se considera innecesario porque “hay un matriarcado” (leí eso, de manera textual hace poco), en la que a la violencia de género se la llama “cosas de pareja” y aún peor, en la que se normaliza la versión infantil de la mujer. Ese esquema de las cosas que te etiqueta bien pronto: o eres santa, puta, madre abnegada. La mujer latinoamericana tiene pocas opciones y el trabajo del feminismo es una batalla campal contra la noción sobre la necesidad del cambio y esa percepción del privilegio masculino como inevitable. “El mundo funciona así”, me dijo mi padre en una ocasión, cuando le reclamé un comentario machista. Me miró aturdido, como si no comprendiera mi malestar. “Eso deberías saberlo”.
No se trata de un pensamiento sencillo, la verdad. Desde hace más de quince años, he dedicado mi trabajo como escritora — y buena parte del fotográfico — a ponderar sobre la mujer, su lugar en la sociedad y el esfuerzo titánico que supone la revalorización de la figura femenina. Ha sido no sólo un debate continuo, una investigación que nunca acaba sino además, de enfrentar un tipo de odio y resentimiento difícil de explicar. Una feminista es por definición alguien incómodo, que no encaja demasiado bien en ningún lugar. De modo que podría decir que he pasado una década y media de mi vida en un debate continuo sobre los derechos (propios y ajenos) mientras aprendo a lidiar con la resistencia que supone esa idea. ¿Cómo analizar la perspectiva del hombre presionado, señalado y culpabilizado?
— Odio la consigna “no todos los hombres” — me dice una amiga cuando le hablo sobre lo anterior — es una excusa infantil para excusarse de la responsabilidad que supone la violencia. Si no la detienes, esa omisión es una forma de infringirla ¿No es así?
Mi amiga es estudiante de un doctorado en psiquiatría y decidió que el tema de su tesis sería la ceguera masculina sobre los derechos de la mujer. Tomó como base uno de los cuentos de la escritora Carmen María Machado — incluido en el libro Su cuerpo y otras fiestas — y comenzó a analizar el teorema del hombre como observador de la violencia femenina. “No todos los hombres violan”, pero casi ninguno intervendría en la paliza de una mujer, o detendría a uno de sus amigos mientras lanza insinuaciones sexuales en plena calle. “No todos los hombres”, pero pocos se enfrentarían a la reacción de manada que provoca una violación grupal. ¿Es suficiente no hacer otra cosa que observar? Ella cree que no.
— Lo entiendo, pero tampoco eso hace responsables a los hombres por el comportamiento de todos sus congéneres. Eso es injusto y además, no tiene sentido — insisto.
— Todos somos responsables unos de otros.
— ¿Hasta que punto?
— Supongo hasta el hecho de evitar que nos hagamos daño entre sí. Los hombres no se educan solos — me dice — y eso es un hecho. Pero también lo es que a cierta edad, ya cualquier hombre sabe que el hecho de maltratar a una mujer, abusar de los límites físicos, obtener mejor salario sólo por ser un hombre, está mal. ¿Por qué hay tan pocos que toman posición al respecto? ¿Por qué hay tan pocos que asimilan la idea y luchan por lo justo?
Lo mismo podría decirse de las mujeres, pienso, pero no se lo digo. Un considerable número de mujeres, consideran al feminismo una contradicción a “lo femenino” (me lo han dicho más de una vez) y de hecho, las críticas más feroces, mordaces y duras contra el movimiento de la defensa de los derechos de género… provienen de mujeres. Mujeres que insisten que el feminismo “no las representa”. Que jamás aceptarán ser “masculinizadas” por un conjunto de ideas que “contradicen” a lo esencial de la identidad femenina.
— La mayoría de esas mujeres no saben lo que realmente es el feminismo.
— Los hombres tampoco.
— Entonces es hora que ambos se eduquen al respecto ¿No? — dice mi amiga y la noto irritada, incómoda — a lo que me refiero, es ¿por qué se les perdona a los hombres la indiferencia y a las mujeres, no? Es otra dimensión de todo esto.
No es tan sencillo. Unas semanas atrás, conversé con uno de mis amigos más queridos y le hice una pregunta simple: “¿Apoyas las reivindicaciones del feminismo?”. Él miró la grabadora puse sobre la mesa y dejó correr el tiempo, mientras la pantalla digital contaba los segundos a una velocidad asombrosa. El largo silencio se convirtió en una expresión de franca incomodidad hasta que por fin, encogió los hombros.
— Creo que el feminismo está incluido en las nociones de cualquier sociedad civilizada — me dijo por último — no sé si los apoyo, pero naturalmente rechazo que una mujer sea considerada un ciudadano de segunda categoría. Ahora, mi pregunta para ti es más sencilla ¿cómo se instrumenta eso? ¿Qué hago para hacer patente que para mí no tiene mucho sentido discriminar a nadie por su género o por cualquier otro motivo?
Ahora me toca el turno de quedarme en silencio. No hay una respuesta sencilla para eso, aunque parezca que sí. Pareciera muy fácil tomar partido por una causa política, crear un activismo directo, hacer muy visible la opinión militante. Pero no lo es. En realidad, se trata de una “toma de conciencia” — una frase que puede significar cualquier cosa, en realidad — sobre la identidad colectiva y el individuo. ¿Cómo comprendo a la cultura en que nací? Y en la misma línea de ideas ¿cómo me comprende, en reflejo? Con el feminismo no es algo distinto y mucho más, en una época, en que el movimiento se encuentra en constante escrutinio y debate. Las redes sociales distorsionan el sentido de lo que puede ser o no el feminismo. Lo convierten en una lucha de individualidades enfrentadas entre sí. En una batalla dialéctica sin el menor sentido.
¿Eso disculpa al hombre o a la mujer de no conocer los alcances de un movimiento? No lo sé, a veces resulta arduo — en realidad, agotador — que toda discusión y conversación, deba atravesar el necesario filtro del género y la reflexión filosófica. En ocasiones, necesitas que una película sólo sea una película y a pesar del filtro púrpura, quieres disfrutarla sin que te frustre o te preocupe el hecho de la igualdad, la paridad o cualquier objetivo análogo. También, una conversación puede ser sólo una conversación y no tener ribetes de discusión política. Y es allí, esa línea en como se analiza el movimiento, sus implicaciones y alcances. ¿Cómo incluir a todos los que deberían estar interesados y no lo están? ¿Como eximir o adjudicar responsabilidad cuando se trata de una propuesta que tiene un alcance amplio, que supone un tipo de implicación que no puedes exigir de inmediato? Sí, el feminismo es necesario. Pero no, no es una obligación apoyarlo. Y me llevó años comprender algo tan simple.
Me pregunto como explicarle que tan difícil es para una mujer la vida cotidiana, sin parecer una víctima — que no es la intención — y tampoco, menospreciar los escollos diarios que debe enfrentar. Hablo de cosas sencillas, como evitar las calles solitarias o grupos de hombres, porque tienes miedo — a veces sin motivo, otras por todos los motivos—, cuidar como vistes porque puede interpretarse como una invitación a la violencia. Vivir en una cultura en la que una mujer recibe insultos y menosprecio constante por lo que hace o por como vive, si decide tener hijos o no, si decide permanecer soltera o no. Luchar por abrir camino en espacios que se consideran naturalmente masculinos. Y esta esa otra dimensión de las cosas: esa mirada que minimiza a la mujer por el sólo hecho de serlo.
Al final, me digo más tarde, mientras tomo un café a solas para meditar las ideas de la conversación, el tema es mucho más profundo que una guerra entre hombres y mujeres. Se trata de una versión de la realidad y otra incompleta que juntas pueden crear algo más profundo y duro de asimilar. Miro a mi alrededor, hombres y mujeres que ríen en conversaciones bulliciosas. Somos esta extraña mirada sobre la identidad, combinada con un tema de conciencia del mundo que deseamos reconstruir. ¿Eso es suficiente? me pregunto mientras disfruto de un sorbo de café. Seguramente no.