No con nuestro voto
Hace poco, repasando los estantes de mi biblioteca, encontré una vieja joya escrita por Bertrand Russell, El poder en los hombres y en los pueblos, publicada por Losada, una de esas editoriales de Buenos Aires que nos nutría de cuanto nos era negado por el franquismo decadente y almidonado, pero aún cruel y despiadado, que se aprestaba a morir matando. Se trata de la quinta edición, impresa en 1969, aunque la primera se remonta a 1939, en pleno momento histórico de ascenso de los fascismos.
Ojeando y hojeando el libro, compruebo hasta qué punto los pensadores del pasado ya nos indicaron los principales males que acechan y amenazan nuestra convivencia social y política. Bertrand Russell nos alerta de que toda la ciencia social se ve atravesada por el poder. El amor al poder es universal, aunque no siempre consiga expresarse en su forma absoluta.
Otro pensador poco frecuentado en nuestros tiempos, Erich Fromm, nos advertía de los mecanismos a través de los cuales el miedo a la libertad consigue despejar el camino y abrir las puertas al poder despótico del fascismo, o del estalinismo, bajo sus diversas formas.
Karl Marx, que acaba de cumplir 201 años, realizó un minucioso y preciso análisis de la economía capitalista y sus efectos sociales, políticos e ideológicos. Siempre he pensado que uno de los puntos débiles del imponente pensador y de su no menos formidable amigo Friedrich Engels, consiste en no haber tomado en cuenta suficientemente los daños que produce y desencadena la ambición de poder en los seres humanos, incluso en los llamados a protagonizar hechos revolucionarios.
Pero no sólo pensadores, filósofos, perspicaces sociólogos, o avezados psicólogos, también narradores como Naguib Mahfuz, nos prevenían sobre el peligro de dejar que nuestras vidas sean esclavas de la pasión por el dinero y la ambición de poder. Un impulso de poder que se ve correspondido por otro de sumisión, que hunde sus raíces en el miedo.
La experiencia me dice que el amor al dinero y el amor al poder no anidan exclusivamente en el mundo de la política. Cualquier comunidad de propietarios, institución pública, o empresa privada, asociación vecinal, universidad, o colegio, organización no gubernamental sin aparente ánimo de lucro, partido político, sindicato, organización empresarial, club deportivo o entidad social, puede comprobar cómo esas tentaciones, siempre latentes, se abren camino y echan por tierra las buenas intenciones que van empedrando el camino hacia el infierno.
En tiempo de elecciones es conveniente recordar que nuestro voto no supone un aval sin condiciones, ni mucho menos una autorización ilimitada para hacer y deshacer sin medida ni control. La Constitución Española es exquisita en este punto. En su artículo 6 define que los partidos vertebran la participación política. En el 7 establece que los sindicatos y las asociaciones empresariales defienden los intereses de trabajadores y los propietarios de las empresas.
Por último, en el artículo 9 se mandata a los poderes públicos para facilitar la participación de las personas y las organizaciones en todas las políticas que les afectan. Bien sabían, a la vista de los cuarenta años anteriores, que el poder desnudo y sin control termina siendo un mazo, un peso insoportable para quienes lo padecen como víctimas indefensas.
Parece que los padres de la Constitución tenían claro que el voto no supone la delegación y cesión absoluta del poder, sino una confianza prestada para hacer algo, en representación de todas y todos, durante un tiempo determinado.
Votaré en estas elecciones como habitualmente lo he hecho durante toda mi vida. Depositaré en las urnas las papeletas de uno, o varios partidos de izquierdas, en función de si hablamos de Europa, de la comunidad, o la ciudad en la que vivo.
Por el hecho de hacerlo no me siento ni más ni menos responsable que quien decide no votar, ni que aquellas o aquellos, que terminan votando a la derecha. Cada vez me asedia más la impresión de que eso que está por venir mantiene una correspondencia limitada con mi voto y tiene más que ver con decisiones y tendencias generadas en otros ámbitos.
En cualquier caso, sea quien sea el partido y las personas que reciban el mandato de las urnas para representarnos en una alcaldía, un gobierno autonómico, o un parlamento europeo, me gustaría que supieran que no deposito en sus manos, con mi voto, ningún poder de esos que los notarios llaman de ruina. No les concedo el poder absoluto.
Quisiera que escuchasen nuestros problemas personales y colectivos con la misma atención, el mismo cuidado y deferencia, con que tratan al banquero, al constructor, al promotor inmobiliario, cuando entran en los despachos oficiales para plantear que hay que aprobar una de esas operaciones urbanísticas que siempre se ciernen sobre el norte y desequilibran el territorio.
Nuestro voto es un préstamo, una inversión que puede resultar ruinosa si al final termina siendo cierto que, más allá de cuatro manidos trucos de magia, toques de color y pases de manos de una ilusoria y ficticia participación, todos acaban pasando por la misma caja.
Votaré con ilusión. Con la misma ilusión con la que después denunciaré aquello que no pueden hacer en mi nombre, ni con mi voto.