¿Narcisistas y de derechas?
Cabe preguntarse si el interés que se nos ha despertado por promocionar nuestro perfil bueno y nuestros pequeños momentos de gloria en las redes sociales se puede compatibilizar con el altruismo y el cuidado del otro. Es decir, exagerando un poco: ¿Es la frivolidad compatible con la conciencia social? Si un líder de izquierdas tuviera como pareja un influencer, hombre o mujer, dedicada a publicar fotos de su glamuroso estilo de vida, de sus desayunos perfectos y de su silueta esculpida a base de entrenador personal, no tardarían en afearle la conducta desde distintos foros. La izquierda no puede ni debe ocuparse de esas cosas, parece ser el veredicto. Pero la derecha sí. Es más, está en su propia naturaleza y lleva haciendo alarde de ello desde que el ¡Hola! es ¡Hola!.
Ya hace más de veinte años que la pensadora norteamericana Susan Buck-Morss nos advertía de que “el narcisismo que hemos desarrollado como adultos y que funciona como práctica anestesiante frente al shock de la vida moderna –y al que se recurre diariamente a partir de la fantasmagoría de la cultura de masas– es el terreno desde el cual el fascismo puede de nuevo resurgir”. Es más que posible que la explosión ubicua de las pantallas haya hecho que el recurso a la fantasmagoría se haya disparado. La “vida moderna” nos tiene en estado de shock permanente y nada mejor que escapar a través de la evasión de la pantalla. O, aún mejor, publicar nuestra propia versión de un mundo editado, controlado y filtrado en el que solo hay buenos momentos. No se debe subestimar el poder del narcisismo, que nos sosiega con su poder narcótico, nos embriaga de nosotros mismos, de nuestras cualidades y nuestros placeres, reales o impostados, para lucimiento público.
Ante el caos circundante, nos centramos en lo que está en nuestra mano y se desencadena el mismo mecanismo que en la anorexia, que convierte en patología el afán por controlar el cuerpo para acabar provocando un daño profundo. El deseo de elaborar un relato narcisista controlado por nosotros deja fuera al otro, lo aliena y lo reduce a mero espectador, y a nosotros nos convierte en mercancía susceptible de ser aprobada o rechazada. El narcisismo se ha hecho trasparente por cotidiano, pero, por muy extendido que esté, es una patología que se nos vuelve en contra. El narcisista se ocupa de sí mismo, de lo que concierne a su aspecto y su persona, y se olvida del otro, que queda reducido a la categoría de follower potencial, deshumanizado como interlocutor en el monólogo digital y el tráfico de likes. Ese es el terreno abonando que menciona Buck-Morss para el resurgimiento del fascismo, el espacio para el surgimiento de los macro y los micronacionalismos, el lugar en que se venera lo homeomórfico, lo que tiene la misma forma que yo. Y, como en una espiral de doble hélice, a la vez se promociona el rechazo a la diferencia y el descuido de lo que no sea semejante a mí.
El nuevo auge de la ultraderecha en Europa y en el mundo corre parejo a la epidemia narcisista que nos ha contagiado a casi todos. Entretanto, Lidia Bedman, instagramer de gama media, le ha comprado unas alpargatas a su marido, Santiago Abascal. Nada que decir si no lo hubiera publicado para que lo supieran sus ciento y pico mil seguidores y cualquiera que pasara cerca. Yo pasé cerca. Y no he podido evitar recrear la escena en mi cabeza, a mi pesar.