Nada justifica el uso de la violencia
El derecho a manifestación se ha de ejercer con civismo y métodos pacíficos.
“Ningún objetivo político puede corresponder al potencial destructivo de la violencia o justificar su empleo”. Estas palabras de Hannah Arendt en su ensayo Sobre la violencia, hace ya más de medio siglo, se refieren a los conflictos armados pero son perfectamente aplicables a los guerrilleros urbanos que, estos últimos días, se han enfrentado a las fuerzas de seguridad y han provocado cuantiosos destrozos en Madrid, Barcelona o Valencia por el encarcelamiento del rapero Pablo Hasél.
Enarbolando la bandera de una mal entendida libertad, estos grupúsculos violentos han dando rienda suelta al vandalismo y los saqueos. Una actuación que merece la condena colectiva por incívica y desmedida. Ningún fin político, siguiendo a Arendt, justifica esta respuesta agresiva y crispada.
En democracia, el derecho a la manifestación es sagrado. Así lo contempla nuestra Constitución y se ha de ejercer con civismo y métodos pacíficos. Sin embargo, los partidarios del cantante se han valido de la coartada de su ingreso en prisión para sembrar el terror callejero y causar serios daños en el patrimonio público y privado. Una respuesta muy acorde a la doctrina que predica el rapero en sus letras y en sus distintas manifestaciones a través de las redes sociales.
El uso de la fuerza y la quiebra de la convivencia no caben en un estado de Derecho como el nuestro. Por ese motivo, los que jalean la algarada o no censuran estos disturbios hacen un flaco favor a la necesaria concordia y al respeto del marco legislativo del que nos hemos dotado, equiparable al de los países más avanzados del mundo.
La ejecución de la condena de Hasél ha coincidido con unas desafortunadas declaraciones del vicepresidente segundo, Pablo Iglesias, cuestionando la calidad de nuestra democracia y con el debate sobre la mejora de la libertad de expresión planteado desde el Gobierno y que, en próximas fechas, se sustanciará en las Cortes Generales.
La necesidad de mejora de uno de los derechos básicos y consustanciales para el buen funcionamiento democrático no puede justificar el uso de la violencia. Dicho esto, no comparto que un artista no pueda expresarse libremente en sus creaciones. Los que quieren limitar este derecho no están muy lejanos intelectualmente de los fundamentalistas islámicos que aplauden atentados como el del Charlie Hebdo.
Nadie debería ingresar en la cárcel por un acto creativo. Ahora bien, sin entrar en el fondo de las razones jurídicas que han llevado al controvertido autor a estar una temporada a la sombra, las sentencias y las causas abiertas trascienden, con mucho, lo que sería la libertad de expresión para la creación artística. Los tribunales ven el discurso del odio, la apología del terrorismo, la agresión a un periodista o amenazas a un testigo, entre otras figuras punibles.
Quienes hablan de que se encarcela al Hasél por su expresión artística reducen intencionadamente una trayectoria muy polémica y con continuos encontronazos con nuestro marco legal. Como los extremos se tocan, algunas de las opiniones del rapero son tan perseguibles como las pronunciadas en la concentración antisemita de un grupo de ultraderecha en el cementerio madrileño de la Almudena hace apenas unos días. En nombre de la tolerancia, como escribió Karl Popper, tenemos que reivindicar el derecho a no tolerar a los intolerantes.
Al margen de los disturbios de esta última semana, este país se merece un debate sereno y profundo sobre el alcance de la libertad de expresión. No hay hueco para el oportunismo: ni servirse de la violencia para fines políticos ni ser condescendiente con ella, y mucho menos alentar el uso de la fuerza en el espacio público.
Hagamos un cortafuegos al ventajismo de los partidos de la derecha, que quieren aprovecharse de este tren barato para desgastar al Gobierno; y a la irresponsabilidad de cierta izquierda, que busca unos réditos incompatibles con su posición en el tablero político. Hay fuerzas que deben entender que es imposible soplar y sorber al mismo tiempo, que es muy difícil conciliar estar dentro de las instituciones y, a la vez, en los movimientos antisistema.
Nuestra democracia se sitúa entre las 23 plenas y más fuertes del mundo, según el último Democracy Index elaborado por The Economist. Pero todo es perfectible y, desde la reflexión, con altura de miras y con afán de superación, debemos reforzar en términos democráticos nuestro espacio común de convivencia.