Así es la microbiota de una persona con depresión
La conexión entre cerebro e intestino es estrecha.
Se atribuye a Emmanuel Kant la frase “la mano es el cerebro externo”. Es cierto que el control de estos extremos ocupa un enorme porcentaje de la función cerebral: no hay más que mirar representaciones del “homúnculo”.
Desde luego, son esenciales tanto para la recepción de la realidad externa como para la expresión de nuestras ideas. Sin embargo, no son órganos vitales. El intestino sí lo es y sus relaciones con el cerebro van mucho más allá.
Un estudio publicado en Nature por el gastroenterólogo Emeran A. Mayer explicaba cómo se conectan ambos órganos, cerebro e intestino. Esta interacción entre ellos toma interés no sólo en la regulación de las funciones gastrointestinales sino también en el estado de ánimo y en la toma de decisiones intuitivas.
En primer lugar, recordaremos que hay un complejo entramado de terminales nerviosas que tapizan todo el aparato digestivo, especialmente el intestinal (llamado sistema nervioso entérico). Este deriva evolutivamente de células que migran de la cresta neural y que se asientan definitivamente en el intestino. Por su parte, hay estructuras en el sistema nervioso central que podrían ser denominadas la parte encefálica del sistema intestinal.
La comunicación entre cerebro e intestino se establece mediante trayectos nerviosos, especialmente por el nervio vago. Pero también por vía sanguínea, por supuesto.
Por otro lado, hay otras células intrínsecas localizadas en las capas más internas del tubo intestinal (células enteroendocrinas o enterocromafines) que están cargadas de neurotransmisores. Por ejemplo, contienen péptidos (que también se encuentran en el cerebro) y serotonina. De hecho, el intestino es el lugar de la anatomía humana donde más cantidad de serotonina se encuentra (más de un 90 %). El resto se encuentra en las plaquetas y apenas un 1 % en el cerebro.
Pero el intestino no solo es un tubo con neuronas propias y neurotransmisores más o menos conectado con el cerebro y con neuronas específicas y neurotransmisores. En él también vive una gran cantidad de microorganismos. Todos juntos conforman la llamada microbiota. Se trata de una cantidad de bacterias (más numerosas que nuestras propias células) que nos ayudan con la digestión, la lucha contra otros patógenos y en muchos otros procesos.
Hace varias décadas, los viejos profesores de medicina interna nos explicaban con cierta socarronería lo que llamaban el “síndrome infero-superior”. Se daba en muchos pacientes con motivos de consulta gastroenterológicos (dispepsias, digestiones pesadas, meteorismo, dolor, sensación de plenitud, pero también diarreas, estreñimientos ocasionales) y una buena historia clínica, como la que aquellos maestros hacían siempre, revelaba algún tipo de problema en el estado de ánimo.
Muchos de nosotros hemos comprobado que estar estresados (por hablar en público o hacer un examen) nos predispone, no solo de manera aguda sino también crónica, a sufrir vómitos, sensación nauseosa, diarrea o estreñimiento.
De hecho, como es evidente, los síntomas siguen al estímulo estresante (que a veces no tiene que ser negativo). Hasta hay una expresión muy particular para definir el estar enamorado: “sentir mariposas en el estómago”.
La ansiedad y la depresión son los dos más claros representantes de los problemas del estado de ánimo. De hecho, es uno de los motivos de consulta más frecuentes no solo en la clínica psiquiátrica sino en la atención primaria.
La depresión es cada vez frecuente y es uno de los principales problemas de salud pública. Según la OMS (y esto ya era así años antes de la pandemia) será la primera causa de carga de enfermedad en el 2030.
Gracias a estudios como el de Mayer, cada vez se conoce más el papel del estrés en estas enfermedades. También el de las alteraciones en neurotransmisores específicos y de una mala regulación de los sistemas inmunes. Pero un número importante de pacientes es resistente a los tratamientos farmacológicos disponibles frente a la depresión, que siempre deben ir acompañados de terapias psicológicas.
Es por eso por lo que existe una apremiante necesidad de aumentar el conocimiento de su fisiopatología para poder desarrollar estrategias terapéuticas más eficaces.
En las últimas dos décadas, se han presentado numerosas evidencias científicas, en modelos animales y en humanos, que indican que cuando un individuo sufre estrés, se produce una alteración en el intestino y que se puede, incluso, modificar la composición de la microbiota. Inversamente, la alteración experimental de la microbiota también puede inducir cambios en el comportamiento.
Que el cerebro influye en la microbiota lo sabemos por estudios en los que se ha demostrado que el estrés en las primeras etapas de la vida disminuye la concentración de Lactobacili y hace emerger la concentración de bacterias patógenas al romper el equilibrio fisiológico entre las diferentes poblaciones de microorganismos.
Al contrario, la diferente composición de la microbiota puede influir en el comportamiento: algunas bifidobacterias mejoran el comportamiento de tipo depresivo en ratas.
En los últimos años, numerosos estudios han indicado que la inflamación crónica de bajo grado también puede estar jugando un papel en la fisiopatología de la depresión.
A partir de dicha información, se ha buscado si podría haber una relación entre la inflamación de origen intestinal y el estrés. Así, diversos estudios llevados a cabo por un grupo de la Universidad Complutense de Madrid y otros investigadores muestran cómo el estrés (un importante factor de riesgo para la depresión) puede producir un desequilibrio intestinal.
Este podría conducir a una inestabilidad en la barrera intestinal (haciéndola más porosa) y, por tanto, al paso de componentes de la pared de las bacterias desde el intestino al torrente sanguíneo y otros órganos. Es un proceso denominado traslocación bacteriana. Estos componentes pueden ser tóxicos y desencadenar una respuesta inflamatoria generalizada.
Además, estos estudios han mostrado que la composición de la flora bacteriana se ve alterada en pacientes con depresión, comparada con la flora de individuos de control sanos. Por lo general, la diversidad bacteriana disminuye en casos de depresión. Sin embargo, todavía no comprendemos la asociación entre la microbiota y la inflamación detectada en depresión.
Ahora sabemos que el daño celular oxidativo (que es consecuencia final de la inflamación) es mayor en pacientes con un episodio activo de depresión. Además, estas personas también mostraron niveles elevados de un componente de bacterias intestinales que está muy relacionado con la respuesta inmunitaria: el lipopolisacárido de bacterias del género Bilophila y Alistipes, la disminución de Anaerostipes y la completa desaparición de Dialister. Estas alteraciones no aparecen en pacientes en etapa de remisión de su enfermedad.
Está todavía por determinar si las toxinas de bacterias presentes en la microbiota de pacientes con depresión pueden circular por todo el sistema y llegar a señalizar en algunas estructuras del cerebro.
Por el momento, se sabe que en modelos animales estas bacterias son capaces de llegar al cerebro y activar receptores de respuesta inmunitaria en neuronas y en otro tipo de células de este órgano. También que en el tejido cerebral de pacientes con depresión que fallecieron por suicidio se identifica una hiperactivación de la respuesta inmune.
Pero aún estamos lejos de poder afirmar que existe una causalidad entre estos fenómenos y la fisiopatología de la depresión. No obstante, el reto está ahí y la labor de la ciencia biomédica es llegar a desentrañar todos estos mecanismos para ofrecer a los pacientes nuevas y mejores soluciones terapéuticas.
En este momento hay un proyecto abierto para el estudio del microbioma en relación a salud mental en el que se puede colaborar voluntariamente.