Mi madre salió del armario y la homofobia estuvo a punto de matarla
Su historial impecable como madre se estimó irrelevante en los tribunales por el hecho de estar enamorada de una mujer.
Antes de que mi madre dejara a mi padre y anunciara su homosexualidad, organizaba campamentos, excursiones, fiestas de cumpleaños y picnics de vecinos en nuestra elegante casa de Westlake Village, cerca de Los Ángeles. Cuando se marchó de casa conmigo y mis hermanos a remolque, se encontró sin trabajo y en bancarrota. Acabamos todos en el modesto piso de la conductora del autobús escolar, Janice, de quien se había enamorado mi madre.
Corría el año 1979. Hacía seis años, el Manual Estadístico de Diagnóstico estadounidense había eliminado la homosexualidad de la lista de enfermedades mentales, pero, al parecer, el psicólogo encargado de evaluar a mi madre no había leído la actualización. Acusó a mi madre de conducta desviada y presionó para que nos apartaran a mí (9 años) y a mis hermanos (7 y 5 años) de su lado. Impresionados por la nómina de seis cifras de mi padre y su asistencia semanal a la iglesia baptista, el juez le concedió la custodia completa. A partir de entonces, solo tuvimos permiso para ver a nuestra madre dos fines de semana al mes y un mes en verano.
He pensado mucho en mi infancia desde que el Vaticano prohibió bendecir los matrimonios homosexuales hace unas semanas. El decreto en el que lo hicieron oficial contenía las palabras ilícito y pecado, palabras que llevo grabadas a fuego en mi mente desde hace 32 años. En aquella ocasión, un juez las utilizó para argumentar que la mujer que me había dado a luz, que me había criado y que era mi mejor amiga y confidente ya no debía seguir cuidando de mí.
Nuestra situación no fue una excepción. Miles de padres y madres homosexuales perdieron la custodia de sus hijos entre los años 70 y principios de los 80 en Estados Unidos. Estas historias aparecen en el documental de 2014 Mom’s Apple Pie: The Heart of the Lesbian Mothers’ Custody Movement. Mi historia aparece también en ese documental. Los directores invitaron a mi madre a contar su experiencia, pero, aún corroída por la vergüenza, no se atrevió a participar.
En 1979, mi madre no conocía a un grupo de activistas de Seattle que ayudaba a madres lesbianas a retener la custodia de sus hijos. Era una mujer cohibida, una esposa maltratada e inocente. En ningún momento pensó que mi padre reclamaría la custodia completa. Nunca imaginó que desvelar su orientación sexual pondría a sus hijos en peligro y que su historial impecable como madre se estimaría irrelevante por el mero hecho de estar enamorada de una mujer.
Mi madre estuvo a punto de suicidarse, según me contó mi abuela. Para ella, el permiso de 48 horas que tenía para vernos cada dos semanas era como ponerse y quitarse una tirita sobre una puñalada una y otra vez. Mis abuelos le prestaron algo de dinero para que se comprara una casa modesta. Encontró un trabajo de crítica literaria y después se convirtió en la editora de un periódico local. Empezó a asistir a la universidad y su casa se empezó a llenar de libros, cintas VHS y obras de arte.
Mientras, yo seguía despierta a las 3 de la mañana en casa de mi padre esperando que llegara el fin de semana para poder acurrucarme con mi madre en el sofá de su casa mientras veíamos la tele. Tenía auténtico pavor a que mi madre muriera y no pudiera verla más. Sufrí una mezcla de ansiedad y depresión que todavía arrastro a día de hoy, una salud mental frágil que trato con una dieta equilibrada, carreras de fondo y medicamentos.
Me pregunto cuántos padres permanecieron en el armario en aquella época por miedo a que sus seres queridos sufrieran las represalias. ¿Cuántos siguen en el armario hoy? Mucha gente piensa que una cosa es tomar una decisión tan relevante con tu propia vida y asumir tú las consecuencias y otra cosa muy distinta es arriesgarte a que lo paguen tus seres queridos, sobre todo los niños que no pueden valerse por sí mismos y necesitan referentes para modelar su mundo. Y creo que muchos, sobre todo los que no tienen el apoyo de su entorno y los que todavía tienen miedo del trato que recibe la comunidad LGTBI, deciden que es demasiado arriesgado revelar su identidad o su orientación sexual.
Me gustaría decir que salir del armario es mucho más sencillo en la actualidad que en 1979. A comienzos de este año, mi hija de 14 años me dijo con orgullo que es pansexual. Por esas mismas fechas, algunos de sus amigos salieron del armario como bisexuales, homosexuales o trans. Sus padres reaccionaron con distintos grados de aceptación o confusión. En el caso del chico trans, sé que su madre se puso furiosa.
Poco a poco, está abriendo su mente y cambiando su perspectiva, aunque su enfado inicial todavía le duele al amigo de mi hija. Por suerte, tiene una enorme comunidad de apoyo queer online que le ayuda a reclamar su identidad. He visto fotos suyas y ahora rebosa confianza y felicidad en la piel y la nueva ropa en la que vive.
Pero ¿qué pasa con todos esos niños y adolescentes que no encuentran el apoyo de su comunidad y están demasiado asustados para buscarlo? ¿Qué hay de los niños que siguen en el armario por miedo a las consecuencias si salen? ¿Qué pasa con esos niños homosexuales que se hacen adultos y se fuerzan a sí mismos a buscar relaciones con el sexo opuesto con la esperanza de que funcione? Las consecuencias físicas y mentales pueden ser devastadoras, y no solo para ellos, sino también para las personas de su entorno, sobre todo sus hijos, si los tienen.
Mi madre solo reveló su homosexualidad a sus familiares y amigos más cercanos. Fuera de este círculo íntimo, se refería a su pareja como su “compañera de piso”. Cuando por fin se les permitió casarse, lo hicieron en una ceremonia totalmente privada. Mis hermanos y yo nos enteramos un año después y, por supuesto, lo celebramos como merecía la ocasión.
En las décadas que transcurrieron desde que dejó a mi padre hasta que murió de cáncer de ovarios, mi madre sufrió insomnio crónico, ansiedad y depresión. Tuvo un trastorno alimentario que la llevó a padecer obesidad. También se sacó una carrera, un máster y después un doctorado en psicología clínica. Dirigía un grupo de apoyo a adultos con discapacidades intelectuales y, tras jubilarse, se reinventó como novelista y periodista autónoma. Su vida fue muy compleja y estuvo repleta de experiencias buenas y malas, pero el trauma que sufrió la primera vez que salió del armario marcó de forma decisiva el resto de su vida.
Ella se enfadaría conmigo si me viera escribiendo sobre los obstáculos con los que se topó en su camino al éxito profesional. Sin embargo, a mí me parece fundamental que todo el mundo conozca las repercusiones de calificar a una persona como ilícita y pecaminosa en vez de aceptar que las personas del mismo sexo también se pueden amar y que tienen derecho a obtener un certificado para formalizar su matrimonio si lo desean.
Es tentador creer que la situación actual está mucho mejor porque cantantes como Demi Lovato han salido del armario como queer, porque actores como Elliot Page han declarado su transexualidad y porque nuestra sociedad parece más dispuesta a aceptar la diversidad sexual y de género. Que nadie se equivoque: esa clase de visibilidad es importante, pero aún queda mucho camino por recorrer. Todavía queda mucha gente que se niega a concederle un trato igualitario al colectivo LGTBI, y cuando esa oposición se produce en posiciones de poder, cunde el ejemplo entre sus seguidores. Yo he visto muy de cerca cómo es la humillación y la miseria a la que someten a las personas de este colectivo.
Debemos seguir alerta. Tenemos que hacer horas extra para concienciar a la sociedad y decirles a nuestros hijos: “Me da igual a quién ames, siempre y cuando te trate bien”.
Mi madre nos dejó hace dos años, pero yo nunca dejaré de luchar por su derecho a amar a quien amaba y a casarse con quien se casó. Combatiré la intolerancia sin olvidarme ni un segundo de que la homofobia estuvo a punto de acabar con mi madre. Sobrevivió gracias a su creatividad, a su pasión por aprender y al apoyo de sus familiares y amigos. Ahora debemos asegurarnos de que las personas queer no solo encuentren fortaleza para sobrevivir, sino también las ganas y la oportunidad de vivir la vida que se merecen.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.